Crónica

Bienvenidos a La Maicena, la mina pobre antes de Tumeremo

Esta crónica abre los caminos para entender cómo funciona el gran negocio de la minería ilegal al sur del país. Hay grandes diferencias entre una mina productiva y otra no tanto. Los delincuentes, al mismo tiempo que siembran amenazas, no se interesan por aquellas que extraen si acaso un gramito de oro al día

Texto y Fotografías: Fabiola Ferrero
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La entrada a La Maicena no existe para el que no es de la zona. Es un punto cualquiera de la carretera que va de Tumeremo a El Callao. Ahí, donde está una mata igual a cualquier otra, si el caminante se fija bien, hay un pequeño sendero hacia una mina de oro.

Allí yace parte de las 133 onzas de oro que hay en Venezuela, según dijo en enero de 2013 el entonces ministro de Petróleo y Minería, Rafael Ramírez. En aquel momento 81,4 millones de esas onzas fueron destinadas a su explotación por parte de la recién creada filial de PDVS, Corporación Venezolana de Minería (CVM), en las zonas de El Callao y Sifontes Sur.

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Pareciera que quien camina por la zona sur del estado Bolívar pisa oro. No sorprenden los cuentos de sus habitantes sobre cómo algún vecino, sin querer, consiguió una “minita de oro” cerca de su casa. A un precio de más de 1.200$ por onza y Bs. 30.000 por gramo, se calcula que 35% de la parroquia Tumeremo se dedica a la minería. Deciden arriesgarse para cubrir los altos costos de la región. “Aquí creen que todos tenemos sueldo de minero”, dijo una empleada de un hotel de la zona, donde a diario se escuchan quejas de los elevados precios de alimentos y otros artículos.

Son apenas un par de minutos a pie hacia la mina antes de que empiece a escucharse un “tac, tac, tac”. Se oye, pero no se ven personas aún. Solo hay rastros que evidencian la vida humana: huecos de varios metros de profundidad llamados “barrancos”, de donde se extrae la tierra que posteriormente se limpiará y del que saldrá, de repente, un puntico dorado de varios miles de bolívares en valor.

A veces no hace falta cambiarlo a billetes. En algunas minas se acepta directamente el oro como forma de pago. “Una llamada te puede costar un punto, un pollo dos puntos, y así…”, explica Yul Trejo, un habitante de la zona.

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El golpeteo se hace cada vez más cercano, hasta que en el campamento base, donde viven permanentemente los miembros de esta mina, se entiende por fin su origen. En el piso hay un grupo de hombres fabricando “barras”, unos palos de metal que se golpean con un martillo para darle forma de lanza y luego se queman hasta tener la punta filosa.

Fue hace más de 30 años cuando el jefe del campamento, uno de los más experimentados de la zona, encontró oro por primera vez en esa mina. No muestra demasiada emoción cuando dice “bueno, imagínate, eso fue una alegría”. El oro es el pan de cada día de la zona Sur del estado Bolívar. Los “bateros”, mineros artesanales que trabajan en ríos, se consiguen en cada esquina. Cada seis de la mañana, fuera de Tumeremo, un autobús los recoge y los deja cerca de la mina de su preferencia con la batea guindada en la espalda.

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Las grandes son riesgosas. El miedo del municipio Sifontes se respira en el aire porque todos están inmersos en la “guerra de mafias”. Pocos quieren hablar del tema, a menos que se reserve su identidad. Las mafias que cobran “vacuna” mantienen el control y logran callar a la mayoría. El que declara sabe que se arriesga a represalias. Pero bajo el anonimato, algunos cuentan que la desaparición de los casi 30 personas en la mina Atenas el pasado 4 de marzo, de los cuales 16 han sido identificados, no es la primera historia sanguinaria que ocurre más allá del monte.

El esposo de Vanessa Hernández no ha vuelto a casa desde el año 2012. Un día cualquiera salió a trabajar en la mina Hoja de Lata y no volvió jamás. Con su foto se acercó a la manifestación para recordar que los 30 de hoy son un agregado a una historia de larga data. La fiebre por el oro ha cobrado más vidas de las que se conoce.

“La Tranca”, que mantuvo bloqueada la entrada a Tumeremo durante casi cinco días, fue una muestra de valentía colectiva, o tal vez cansancio, por parte de los dolientes de las víctimas. “Este es un pueblo sin ley y estoy cansado de vivir de rodillas por culpa de un pran”, dijo Juan Trejo, padre de Ángel Trejo (30), uno de los desaparecidos. Él intenta mantener la calma pero se le escapa en la voz la desesperación de la incertidumbre. Su hijo quedó en llamarlo el viernes cuatro de marzo, pero no supo más de él.

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Pero el método artesanal no es la presa de las mafias. “Aquí se saca poquito, un gramito diario… A veces hasta menos”, explica el jefe sin dar su nombre. Es por eso que uno de los trabajadores, mientras en otras echan a las visitas, en esta un señor entrado en años recibe a los extraños con “Bienvenido a La Maicena” y una sonrisa con pocos dientes.

Otro, más adentro, mucho más joven, alardea sobre las pistolas que tiene. “Pero justo hoy se me quedaron”, dice. La mayoría de los que trabaja en la mina ronda los 20 años. No todos son tan receptivos como los jefes. “Yo no hablo de lo que pasa aquí porque luego me llaman sapo”, comenta uno de los jóvenes.

Los mineros duermen en hamacas. En el grupo hay uno de 24 años que trabaja en esto desde los 17. Vive en la selva de lunes a lunes, y se escapa cuando puede a ver a uno que otro amigo. “Cuando me sobra plata”, comenta. Todos los días se levanta, desciende un barranco poniendo los pies en los huecos de los costados que le permitan llegar hasta el fondo y con una barra y una pala empieza a picar.

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La tierra va del piso al saco, del saco al río y del río a otro saco que va en la espalda hecho oro de vuelta al campamento. En el río se sientan todos a menear la batea, limpiando la tierra de a poquito y amontonando los puntos de oro en un pote de plástico. El metal se ve apenas cuando lo sacan, porque el resto de la mina es toda ropa desgastada, botas viejas y hombres sudados.

No tienen comida refrigerada, porque no hay electricidad. Cocinan a leña y viven al aire libre. “Por aquí a veces pasan malandros pero como esto es una minita pobre no nos paran”, dice el jefe antes de prepararse para almorzar un hervido entre las hamacas y luego volver a menear su batea en el río de La Maicena.

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Aunque más allá, en Tumeremo, la vida sea otra. Todos se observan. Pocos confían. “Mosca con quien hablas”, advierten al aire. Ya sin prensa alrededor, sin tranca que llame la atención, el pueblo vuelve a su normalidad un tanto bélica: “Ahora es que comienza la cacería de brujas”, dice una mujer cuyo nombre queda anónimo, una vez más, por pánico a que sus palabras la sentencien a muerte.

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