Crónica

Bochinche en el Panteón Nacional

En los 100 años que transcurrieron del siglo XX hubo 58 incorporaciones al Panteón Nacional, edificio inaugurado el 28 de octubre de 1875. En los 17 que van del siglo XXI, 15 personajes ya han sido merecedores de los honores —cinco de ellos en lo que va de año. El Ejecutivo nuevamente se saltó las formas y privó a la Asamblea Nacional de una de sus funciones. El altar de la patria también es víctima de la antipolítica. Quizá harto de tanto culto a Bolívar

Fotografías: AVN
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Los huesos de Bolívar necesitan compañía. O, al menos, eso es lo que deben pensar en las entrañas de la revolución. Sus ayas Matea e Hipólita llegaron a acompañarlo el pasado ocho de marzo de 2017. Se suman así a su amante ecuatoriana, Manuela Sáenz, exaltada al altar de la patria en 2010. Se alebrestó el cementerio. No se han completado los primeros tres meses del año y ya cuatro personajes se han sumado a la lista de inhumados en el Panteón Nacional, cuando en épocas no tan lejanas pasaban lustros completos sin que nadie recibiera tal dignidad.

El celofán de 2017 lo rompió el periodista, político y guerrillero Fabricio Ojeda. El 23 de enero sus huesos fueron exhumados y llevados en procesión desde el Cementerio General del Sur —donde reposaba junto a su esposa— hasta la otrora Iglesia de la Santísima Trinidad. La segunda tanda llegó el Día de la Mujer. A las esclavas de Bolívar las acompañó la líder indígena Apacuana. La ocasión no ameritó desenterramientos. Los restos no pudieron ser inhumados porque la indígena e Hipólita no se sabe dónde están y los restos de Matea fueron trasladados en la década de 1960 a la cripta de la familia Bolívar en la Catedral de Caracas. El último huésped, por ahora, llegó el 15 de julio: Argimiro Gabaldón, militante del Partido Comunista de Venezuela (PCV), a quien durante el movimiento guerrillero de los años 60 se le conoció como el “Comandante Carache”.

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Apakuana —la placa está escrita con k, aunque en la mayoría de las referencias se encuentra con c— quedó entrando a mano izquierda. Está al lado de Guaicapuro, el que comenzó la tradición del chavismo de trasladar a la iglesia restos simbólicos, en lugar de despojos, en el año 2001. Ambos están representados con vasijas de barro. Su placa reconoce “la lucha heroica de la población originaria”. El guía del panteón explica que los cofres tienen tierra del lugar de nacimiento o muerte del exaltado. En el caso de Apakuana de los Valles del Tuy. El joven lee entonces la “chuleta” que cuenta los méritos de la nueva incorporada. Dice que era una indígena Caribe de la tribu Quiriquire, con dotes para la curación y liderazgo entre hombres y mujeres; y cuenta su trágico final: “Fue capturada por sorpresa, torturada, asesinada y colgada para que los demás escarmentaran”.

En el Panteón Nacional hay 146 tumbas —88 de militares y 58 de civiles, de los cuales 10 fueron Presidentes de la República. Hay también tres cenotafios: de Andrés Bello, Francisco de Miranda y Antonio José de Sucre; y nueve monumentos simbólicos. Esta lista incluye a Guaicaipuro, Josefa Camejo, José Félix Ribas, Manuela Sáenz, Pedro Camejo —el “Negro Primero”—, Juana Ramírez —“La Avanzadora”–, Matea, Hipólita y Apacuana.

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Motivo fútil y razón trivial

Los restos simbólicos de Matea e Hipólita están adosados a la misma columna en la Iglesia de la Santísima Trinidad. Matea quedó de frente al pasillo que conduce al mausoleo de Bolívar. Hipólita, aunque el prócer la reconoció en una de sus cartas como padre y madre, está en el lateral, de frente a Josefa Camejo. La placa del monumento simbólico de “La Avanzadora” está en la columna de al lado. Las mujeres están juntas en el Panteón Nacional. Cuando el visitante baja la mirada, descubre con vergüenza que puede estar pisando los nombres de Teresa Carreño o Teresa de la Parra y, a pocos metros de distancia, también está tallado sobre el mármol el antropónimo de Luisa Cáceres de Arismendi. ¿Pero qué hacen Matea e Hipólita junto a la pianista, la escritora y la heroína más relevante de la gesta independentista?

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“Es un manifiesto de los excesos del culto a Bolívar”, responde el historiador Elías Pino Iturrieta. “Hipólita y Matea se exhiben ahora como piezas estelares del procerato porque cuidaron al niño Simón Bolívar, es decir, porque fueron sus leales sirvientas, porque cumplieron a cabalidad el trabajo al que estaban obligadas por su condición de criadas sin salario ni descanso. El tratamiento de los esclavos fue severo en la mansión del niño Simoncito, especialmente cuando la presidía don Juan Vicente, un padre de familia de armas tomar que no dudaba en azotar a las negras que se alejaban de su disciplina, o que se negaban a ofrecerle su calor en la cama”, escribió en su columna dominical en el diario El Nacional. No hay un motivo más fútil y una razón más trivial que haber sido domésticas diligentes y afortunadas, señala el individuo de la Academia Nacional de la Historia. Y remata: “No existen elementos de peso para que se las meta en el cuadro de honor de la Independencia”.

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Sin embargo, Pino Iturrieta reconoce que tales decisiones son subjetivas y que dependen del interés del régimen de turno. Ejemplifica con Antonio Guzmán Blanco, que se negó a llevar al Panteón a José Antonio Páez y recuerda que el mismo Guzmán Blanco debió esperar antes de recibir los honores debido a la oposición de la Iglesia Católica. Para él, antes que las esclavas deben estar allí los fundadores de la democracia: Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera; escritores como Rómulo Gallegos —que no se pudo llevar porque su última voluntad fue permanecer junto a su esposa Teotiste— y José Rafael Pocaterra; así como representantes de las artes plásticas y la creación en general.

Se perdió la majestad

Hipólita sumaba a su calendario 20 años cuando el niño Simón nació, y lo amamantó. Matea era una niña de 10. Para el historiador Roldán Esteva-Grillet la relación entre Bolívar y Matea no era tan cercana como se quiere hacer ver. “Su única virtud es que tuvo una vida longeva”, señala. Tanto que Matea estuvo presente cuando trasladaron los restos de Bolívar al Panteón Nacional en 1876. Ella tenía 103 años y vivió hasta los 112. Hace siglo y medio quién iba a imaginar que la otrora esclava acompañaría a su amo en el altar de la patria.

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“El mal ejemplo lo dio Chávez cuando ordenó trasladar los restos simbólicos de Guaicaipuro, hasta ese momento solo había restos o cenizas y tres cenotafios. No hay discusión en que los restos de Bello permanezcan en Chile por toda la obra que él tiene en ese país. Pero Sucre y Miranda sí deben estar en el Panteón. El primero está en la Catedral de Quito, estuvo perdido y cuando apareció Venezuela nunca lo reclamó y ahora se sabe que Miranda está en España, lo que pasa es que traerlo cuesta dinero”, afirma Esteva-Grillet. El historiador y crítico de arte habla entonces de Manuela Sáenz. En su caso trajeron tierra de Paita, la ciudad del Perú en la que falleció de difteria. Sus restos fueron enterrados en una fosa común, junto con todos los que murieron de la misma peste. “Falta que ahora también lleven al Panteón a la hermana María Antonia, de quien se sabe era realista y estuvo enemistada con Bolívar durante la guerra. Era adúltera e intrigante, o al padre, Juan Vicente”. Científicos como Jacinto Convit y Humberto Fernández-Morán, en opinión de Esteva-Grillet, deben tener prioridad.

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Los criterios para ocupar un nicho en el Panteón Nacional no están tallados en piedra. La Constitución establece en el artículo 187, dentro de las atribuciones de la Asamblea Nacional, “acordar los honores del Panteón Nacional a venezolanos y venezolanas ilustres que hayan prestado servicios eminentes a la República, después de transcurridos 25 años de su fallecimiento”. La sugerencia de personajes la puede hacer el Presidente, las dos terceras partes de los gobernadores de estado o de los rectores de las universidades nacionales en pleno. Y así fue hasta 2016, cuando ingresaron Armando Reverón y César Rengifo.

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La historiadora María Soledad Hernández recuerda que en tiempos del Congreso se estudiaba la hoja de vida de cada aspirante y se sometía a votación en ambas cámaras: “No todo el mundo va al Panteón, sino lo transformarían en un cementerio. La historia no considera a todos y no todos pasan a la historia”. Por eso el desfile de nuevos ingresos le “huele a política muy barata”. Tales hedores podrían causar que el sitio pierda mérito y restarle majestad a los difuntos que allí reposan desde que se inauguró el 28 de octubre de 1875. Teme entonces por la pérdida de seriedad del proceso. “No se puede caer en criterios exclusivamente políticos y doctrinarios. No es sano para el país porque vas desvirtuando absolutamente todo. Es importante que esos procedimientos iniciales se recuperen y los objetivos por los que nace el Panteón revisados”. Se pregunta qué diferencia Ojeda de otros como Leonardo Ruíz Pineda o Antonio Pinto Salinas. O por qué Guaicaipuro y no Tamanaco.

Regaña entonces el Miranda de 1812: “Bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche”.

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