Humor

Cómo sentirte terrorista en EEUU cuando vas de paseo

Entrar a los Estados Unidos se ha convertido en un momento de introspección conmigo mismo. Mientras el oficial silente revisa las hojas de mi pasaporte, yo por dentro pienso: ¿será que soy un espía y no me he dado cuenta?

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Mi vuelo de Santa Bárbara aterriza en Miami a las 10:00 de la mañana. Un vuelo relajado que salió de Maiquetía a las 6:00 de la mañana. No he dormido desde la una de la madrugada pero estoy tranquilo. El avión salió a tiempo, la comida es decente y l crucigrama de la revista está a medio completar por otro pasajero que no supo que la 71 horizontal correspondiente a la clave: “autor del término ‘Big Bang’” es F-R-E-D-H-O-Y-LE. Pero yo soy pana y se lo relleno porque de repente en su vuelo de regreso a Caracas le toca el mismo puesto.

La terminal por donde desembarco asumo que queda en La Habana pues debo atravesar no menos de quince pasillos y caminar cual video de Lady Gaga sobre la correa movediza que me llevará hacia la inmigración de los Estados Unidos: donde debo entregar mi pasaporte para que lo sellen las autoridades. O como yo la llamo: Mordor.

Si fuera la persona que creo que soy en mi cabeza —un modelo de Pert Plus— no me pondría nervioso el simple hecho de decir que vengo de visita al imperio por cuatro días y que me pienso llevar dos automercados en mi maleta que va vacía. Pero yo no soy modelo. Hasta mi mamá dice que parezco árabe y las autoridades piensan lo mismo. Para los Estados Unidos yo soy el primo preferido de Osama Bin Laden.

“¿Qué viene a hacer usted en los Estados Unidos?”, me pregunta un oficial con acento de Kentucky. “Vengo de turismo a visitar a unos amigos”, respondo en inglés. El agente me mira: “¿Qué amigos conoce usted aquí en Miami?” Y ahí es donde me pongo nervioso. ¿Cómo se le explica a un desconocido que un porcentaje importante de mis amigos y familiares emigraron de manera legal a los Estados Unidos porque en Venezuela no encontraron paz? “Muchos”; le respondo. “¿Cuántos?”, me vuelve. Considero en ese momento preguntarle si puedo abrir mi Facebook en su computadora para enseñarle.

Entrar a los Estados Unidos se ha convertido en un momento de introspección conmigo mismo. Mientras el oficial silente revisa las hojas de mi pasaporte, yo por dentro pienso: ¿será que soy un espía y no me he dado cuenta? ¿Tendré una cuenta en Andorra de la cual no tengo conocimiento y que él me va a mencionar cuando le diga que estoy entrando con el miserable puñado de billetes que me otorga como sea que ahora se llame Cadivi? ¿Sabrá que fui yo el que se robó una empanada de la cantina en cuarto grado? “¿En qué zona de Miami conoce usted a amigos?”, interrumpe el oficial. Le respondo honestamente: “¿Cuánto tiempo tiene usted para hablar conmigo?” Me estampa el pasaporte y prosigo con mi camino.

El oficial de la aduana tampoco se ganaría la banda de “Mister Simpatía” ni en el cielo. No entiende por qué yo llevo una maleta vacía dentro de otra maleta que solo contiene dos pantalones y tres camisas. Explicarle el concepto de shopping a un agente del imperio es como redundante. “Si sus amigos donde se va a quedar son venezolanos ¿por qué viven en los Estados Unidos?”, me pregunta el oficial. De nuevo, explicarle el concepto de Nicolás Maduro a un agente del imperio es como redundante. Siete minutos de preguntas eternas después me deja ir. Y yo solo tengo ganas de regresar a mi casa.

¿Cómo hacen los que emigran cuando entran a los Estados Unidos? Si yo voy por cuatro días a turistear y juran que voy a montar un tráiler en una carretera y abrir una tienda de arepas, imagino que los que se van a vivir como residentes deben medicarse con Rivotril antes de responder. Yo envidio a los que se fueron y echaron raíces afuera. No por la vida tranquila que tienen sino porque pasaron por su inmigración. Esa gente que le tiene miedo a la muerte o a hablar en público quería decir en verdad entrar a los Estados Unidos. Donde todos nos sentimos sospechosos de haber cometido el imperdonable crimen de ser simplemente un turista que no tiene ningún deseo de vivir sino en su propio país.

 

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