Crónica

Cultura de bar, espectáculo de ayer

En Valencia, como en otras ciudades del país, los bares de tiempos mejores atesoran y resguardan un legado musical y ciudadano. Estos rincones de boleros, rocolas y cerveza fría se extinguen mientras suena una última tonada. Los que persisten al olvido ven con lamento este presente desprovisto de Sadel y un saludo o piropo educado

Texto: María Laura Padrón, desde Valencia | Fotografías: Ivannel Romero
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¡Vente tú!”, clave inequívoca resonando en el Bar Filarmónico, guarida musical de Valencia en la década de los 30, donde pernoctaban trompetistas, bateristas, y cantantes. “¡Vente tú!”, invitación impostergable entre los músicos que apenas eran llamados a tocar, se embochinchaban y dándole rienda suelta a sus instrumentos. Amenizaban cualquier ocasión con los compases de una buena canción. “¡Vente tú!”, frase popularizada más allá de las fronteras de aquel rinconcito de la calle Comercio, entre las avenidas Farriar y Boyacá, reducido hoy a un local a punto del desamparo.
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Tras escarbar en esta historia, una de miles, el sabor amargo de “haber perdido los buenos bares” invade los paladares más nostálgicos. Disfrutar de una fría y burbujeante cerveza servida por una mujer; conversando de temas espirituales, intelectuales o banales, como en ninguna otra parte, es una caricia que se quedó como un delirio de épocas lejanas. Mientras algunos establecimientos se vuelven prósperos y modernos, los negocios familiares y artesanales desaparecen, pierden la gracia que los engalanaba. Solo unos pocos permanecen en pie. Sí, la cultura del bar está excavando su sepultura.
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A mediados de 2016, cerraron el Bar Tolo, ubicado en la calle Rondón con Boyacá, fundado y atendido desde hace más de 50 años por el señor Gino. Actualmente, sus hijos están construyendo un espacio para la compra y venta de oro. El negocio dejó de ser rentable. En sus tiempos de alborozo, el bar estaba separado del abasto. Vendía pollo, huevos sancochados, papel higiénico, jabón. Hay quienes recuerdan que la costumbre de los jóvenes era dejarle sus libros como garantía de pago cuando no tenían dinero. “Los bares —o los botiquines, como le decíamos antes—, nacen con la ciudad, son parte de la sociedad”, asegura el historiador y curador patrimonial Tomás Cabrera, asistente del cronista de Valencia. “En esta ciudad, el auge de los bares se remonta a principios del siglo XX. No eran lugares exclusivos de la venta de licor, sino que también podían hallarse bocadillos y frutas, peines y cauchos”. Pero antes ya existían las pulperías, bodegas grandes donde se conseguía “de todo”, y vendían mucho licor, prácticamente a cualquier hora. Luego, los extranjeros —especialmente portugueses e italianos— trajeron la experiencia de Europa y plantearon un nuevo sentido de la venta del licor y comida.
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En tanto, el escritor José Tapisquen, presidente de la Academia de Lengua de Carabobo, añade que la cultura del bar generacional se intensificó en el año 1964, cuando sucedió “la explosión industrial en Valencia”. “Empezaron a poblarse los alrededores de la ciudad y los bares ofrecían cerveza fría y pasapalos; las mujeres atendían a los clientes y aquellos que trabajaban en las industrias, esperaban el pago de 80 bolívares al finalizar la semana para irse al bar”, rememora.
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Tal algarabía tabernera no se instaló únicamente en el centro de Valencia. Entre los más populares de la zona de Santa Rosa, destacan “El Silencio” y “Colombo”; en Padre Alfonzo, “La Pajarera”; y en el dancing bar “El Morro”, de San Blas, una pequeña orquesta entretenía a los clientes y se congregaban las meretrices. Allí nació “Cocoita”, famoso merengue de antaño inspirado en la desilusión de un músico, enamorado de una hermosa joven a quien jamás volvió a ver: “Cocoita, te fuiste pa’ Maracay. Cocoita y no me dijiste na’ (bis). Te fuiste pa’ Maracay, te fuiste pa’ Maracay, Cocoita de mi vida y no me dijiste na’ (bis)”.

Sin duda, una época en la que las alegrías, los despechos y las aventuras, encontraron su sitio. ¡Cuántos músicos no zanqueaban de un establecimiento a otro mostrando su talento! Es por ello que Tapisquen lamenta que en estos días la tradición del botiquín se tambalee. “Por un lado, la gente prefiere ir a las licorerías porque sale más barato, y por otro, parece que algunos dueños de los bares se preocupan solo por tener la cerveza fría”.
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El bar de Francisco, muro de inmortales
Fredy Rodríguez permanece, solitario y de brazos cruzados, recostado sobre la barra del Bar Principal —o el bar de Francisco, para quienes conocen de cerca el lugar— ubicado frente al Teatro Municipal de Valencia. Cambia de emisora en un radiecito y deja sonar una canción de la Billo’s. La pintura de las paredes luce descolorida y subsisten los vestigios de un techo reconstruido a medias.
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Es el bar de Francisco porque, desde 1956, fue despachado por Francisco Rodríguez. Hoy es su hijo Fredy quien está a cargo. “Aquí hay cuentos pa’ tirar pa’ rriba”, comenta. Y no tarda en referir, melancólico, aquel 1997 inolvidable, cuando las calles del centro acogieron a cientos de actores participantes del Festival Internacional de Teatro. Dos semanas de bonche continuo en las que más de 15 compañías mostraron sus obras en las esquinas y desplegaron su parafernalia: Charles Chaplin sentado en la acera tomando cerveza o un camión a modo de balcón entre el idílico romance de Romeo y Julieta. “Nos vemos en el bar de Francisco”, era el pacto que sellaba el encuentro entre los artistas y estudiantes del casco histórico. El negocio abría a las 5:30 a.m. y cerraba a la 1:30 de la madrugada. De regreso a casa, Fredy contaba casi cincuenta bares que a esa hora seguían abiertos entre la avenida Las Ferias y la avenida Lara. Entre ellos, el “Constitución” y el “Internacional”. De esos, ya no queda ninguno.
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—¿Qué tan difícil resulta seguir en el negocio?
—Desde hace 15 años he visto la decadencia ¡cómo ha crecido la soledad en el centro! Mi deseo es continuar para mantener el legado de mi papá, pero por la vía que vamos cada vez se hace menos sostenible. Suben los precios, la gente menos consume. Vamos a ver cuánto aguantamos.
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El semblante de Fredy es el de un hombre resignado. Sospecha que será arduo continuar. Pero los días en el Bar Principal los vive “guapeando”. Una señora lo interrumpe: “¿Qué cerveza tienes?”. “Ahorita solamente tercios”, responde. “La gente las prefiere de ese tamaño”, hace la oportuna aclaratoria. Y en seguida saca del refrigerador una cerveza fría y se la sirve. Vuelve a su puesto, y observa a los pocos clientes que están sentados. Casi siempre son los mismos, trabajadores de la zona reunidos para conversar. Hay otros, que solo “vienen de paso”.
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El legado de Cupertino Morales
El retrato en sepia de Cupertino, Antonio y José Morales acapara la atención de todo el que entra al bar Los Colorados. O el bar de Los Morales, como se le conoce popularmente. Es una casita verde sin aviso alguno. En 1952, cuando la zona norte de Valencia era “puro monte y culebra”, a Cupertino se le ocurrió montar un bar. Existían entonces “Los Pocitos” y “El Melón”, pero no le importaron los pronósticos. No vislumbraba una real competencia. “El tiempo dictaminó todo lo contrario: aquellos desaparecieron y Los Colorados sigue en pie”, celebra José Morales, nieto de Cupertino, bastión del legado de tres generaciones.
A José le fascinan los “boleros viejos” de Pedro Infante; y se regocija en el desfile de artistas que han pasado por ahí durante 65 años. Alfredo Sadel, Cheo García, Eleazar Agudo y Julio Centeno, se cuentan entre las figuras que no resistieron visitar este rinconcito donde los parroquianos se reúnen, se conocen, juegan al dominó; y aprovechan la guitarra, el cuatro, el arpa y los timbales, a disposición de quien quiera armar la fiesta.
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—¿Qué ha cambiado en estos años?
—Cada vez hay menos clientes, los tradicionales han fallecido; pero también afecta la falta de recursos: no es lo mismo tomarse una cerveza hoy, que cuesta 700 bolívares, si cinco años atrás costaba diez.
No obstante, se las ingenia. Desde bien temprano ofrece desayunos y almuerzos, porque “la cuestión de la caña es onerosa”. Confía en que sus hijos continuarán con el legado de su abuelo, reconociendo el patrimonio que sus manos ahora resguardan. Narra con jocosidad y cierto aire de victoria que, en una ocasión, un portugués le propuso comprar el bar, pero él le respondió tajante: “Déjeme hablar primero con los dueños. Los dueños de este sitio es Valencia, porque después de tantos años, es patrimonio de la ciudad”.
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La Guairita, la esquina del eterno retorno
La soledad reinante en las calles de La Candelaria se quiebra con el deseo de recuperar a través de la música el pasado que se cree perdido. Las rimas invitan a emprender un viaje para escapar del eterno presente. Una mujer entra a La Guairita, bar de antaño, reino de Cristóbal Ruiz y Carlos Gardel. Una cerveza y el tradicional plato de sardinas asadas con limón son servidos en su mesa. Pide que le pongan “Gitana”, de Willie Colón. Y empieza a tararear la canción con sensualidad solapada.
En la barra está Isabel Tabares, encargada de manejar este bar, adquirido por José Tabares, su padre, en 1982. Un trabajo arduo que, a pesar de los bemoles, celebra por la experiencia maravillosa de conocer a cantantes, periodistas y artistas, de aquí y de allá. Suspira, no es tarea fácil; y medio en serio, medio en broma, se denomina a sí misma “la Margaret Thatcher de La Guairita”. Todos los días acude a su temple y a su carácter para bregar con los aprietos.
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A veces le provoca tirar la toalla, pero tras un ejercicio de regresión, consigue a personas que, después de acudir por primera vez, volvieron en más de una ocasión, y entiende “que papá no está tan loco”. Un espíritu incansable lo movió durante tantos años —y aún lo mueve— a regalarle a Valencia un museo de arte vivo, cueva de la bohemia, resistente al ritmo desaforado de la ciudad. Alfredo Sadel, La Lupe y Alí Primera, y hasta piezas compuestas por Francisco de Miranda y José Antonio Páez, conforman la colección de casi cinco mil long play que no paran de sonar. En La Guairita se asiste a un verdadero espectáculo del ayer.
—¿Por qué la gente se regocija en la idea de recrear el pasado?
—Porque todo tiempo pasado siempre fue mejor. Hay gente que ha perdido a su familia, llegan aquí y escuchan la canción que escuchaba el abuelo y se emocionan. Eso es maravilloso.
¡Cuánto cuesta entregarse al olvido! Una sensación también compartida por Julio Bracho, cliente de La Guairita desde hace 60 años. Apenas se acomoda en su mesa, la gente se le acerca con cariño. “Yo me siento parte de esta familia”, dice. Y sin más, empieza a recordar algunas vivencias. “La mayoría de las personas que venimos acá vivimos épocas felices. Recordamos cómo era nuestra ciudad, cómo eran sus valores; los poetas en las plazas, en las retretas, y en la calle, la venta de dulces criollos y conservas. Pero, aunque eso ya no esté, todavía nos queda La Guairita”.]]>

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