Crónica

Desembarco de Machurucuto: una invasión cubana fallida

Texto y Fotografías: Fabiola Ferrero
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Lo que en los libros de historia aparece como “Desembarco de Machurucuto”, que cumple 48 años de haber ocurrido, fue apenas un episodio meritorio de pocas líneas para el país. Pero para los que habitan este pueblo mirandino, ha sido imposible de olvidar

Los niños fueron los primeros en darse cuenta, años antes de ese 8 de mayo, de la existencia de un moviento ajeno y extraño en la montaña de El Chaguaramal, estado Miranda. La maestra, Rosa Arveláez, no era mucho más alta que sus alumnos. Tenía una mirada avellana rodeada de un semblante del mismo tono. Su paso era lento, igual que sus palabras. La pequeña escuelita de El Chaguaramal, en el municipio Pedro Gual, le daba un toque de concreto a eso que en el resto de Venezuela llaman “monte y culebra”. Una mañana cualquiera, los párvulos llegaron gritando que había barbudos sentados en las piedras de la montaña. Rosa los miraba tras sus lentes espesos y respondía con voz arenosa: “esos son militares, m’hijo”. No supo más del tema hasta dos años después.

Desde otras tierras venían las órdenes. Venezuela se pronunciaba petróleo y Fidel Castro conocía el castellano del poder. Después de que este derrocara la dictadura de Fulgencio Batista en 1959, América Latina empezó una década que llevó el nombre de Lucha Armada. Vivió sus años de gloria en Venezuela a principio de los 60. Pero para 1967 ya no gozaba del estrellato que había vivido antes, cuando las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) secuestraron al futbolista argentino del Real Madrid Alfredo Di Stefano en Caracas, en 1963, y colmaron los medios nacionales e internacionales. Sin embargo, aún quedaba una ficha por jugar. Esa pieza, chucuta y malograda, se llamó Machurucuto.

La llamada “invasión de Machurucuto” ocurrió el 8 de mayo de 1967. Un grupo de ocho venezolanos y cuatro cubanos, repartidos en dos botes, desembarcó en estas costas. Buscaba retomar la época dorada, pues ya para el momento las guerrillas habían entrado “en su fase de repliegue táctico”, según la historiadora María Soledad Hernández.

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A eso de mediodía el tiempo pareció detenerse en la playa. El viento ya no hablaba. Las palmeras se quedaron quietas y las frentes chorreaban su mayor cuota de sudor. El calor hizo pesado el uniforme de los escolares, que se iban al río después de clases a refrescar lo aprendido. Entre ellos “Suco”, Jesús Rojas, que estaba cerca de “un mujerero” que lavaba ropa, según recuerda. Él en cambio, hacía guerra de barro. Se quitaba su chemise blanca de niño de primaria y se zambullía en el agua turbia que lo hacía desaparecer. Esto le ayudaba a atacar a los desprevenidos. Pero el barro no suena a plomo. Suco lo supo entonces. Había visita en el pueblo.

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Rosa Arveláez, en cambio, era de esas señoras que se bañaban allí con sus hijos y llevaban consigo una carga para lavar. Ese día lo vio por primera vez. Se trataba de uno de los guerrilleros que había expugnado la costa de Machurucuto y al que todos llamaban“turista”. Salió de una casa vecina. Lo vio voltear para ambos lados y ella, después de imitar su acción como un espejo, siguió lavando. Día después, imposible saber la fecha exacta por esos juegos que falsean la memoria, cuando Suco se bañaba en la boca del río, Rosa preparaba el almuerzo y otros tantos escapaban del calor, comenzó el alboroto. Ella había escuchado esa mañana a sus vecinas diciendo que “por ahí andaba un guerrillero”. “Los del monte”, pensó ella. Se le erizó la piel. Se acordó de los comentarios que le habían chismeado sus alumnos de antes. Se encontró con la garganta cerrada cuando trató de decir que lo había visto el día anterior.

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Cualquiera que pregunta cómo salir hacia El Guapo, delata su ignorancia. Así que cuando “el turista” —que deambulaba por las angostas calles del pueblo— pidió estas señas, los oriundos escucharon un “no soy de aquí”. Su verdadero destino era el Frente Ezequiel Zamora, en el Cerro El Bachiller, que funcionaba desde 1963 y donde lo esperaban Fernando Soto Rojas, —actual diputado de la Asamblea Nacional— Trino Barrios y Moisés Moleiro. Los tres formaron parte de este intento frustrado por encender la mecha de los ideales revolucionarios cubanos en el país. Con el aviso llegaron los militares y una guerra de verdes contra verdes comenzó con el mar como testigo.

A las cinco las ventanas se cerraban y las esquinas de las casas de bahareque hacían de cama para los que no podían escapar del espectáculo. Duró cuatro días, con entreactos incluidos.

Los periodistas de Caracas y otras ciudades empezaron a llegar al pueblo. La palabra Machurucuto resonaba en los oídos propios y extraños. Las relaciones de Venezuela con Cuba, que iban desfalleciendo, recibían un knock out vergonzoso. En El Bachiller las carpas se quedaban solas, agarrando polvo, mientras Soto Rojas se escondía por quién sabe dónde. El Frente Ezequiel Zamora pagó caro la improvisación.

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“Mataron a uno”, se murmuraba puertas adentro. Era Antonio “Tony” Briones Montoto, guerrillero cubano dispuesto a morir por la revolución. Le tocó a William Izarra —padre del ministro Andrés Izarra— para entonces un joven de 19 años miembro de las Fuerzas Armadas, acompañar al cadáver en el helicóptero. Mientras veía su cráneo destrozado, con apenas la barbilla colgando, Izarra se crecía en impotencia. “Iba al encuentro con el diablo. Sin embargo, mi sorpresa fue que en lugar del demonio allí estaba un ángel”, escribió para Aporrea en 2006. Fue ese hecho lo que revolvió en él la “búsqueda por la revolución”. No se quedaría con esa.

Donde corrió su sangre después se alzó un monumento. Lo construyó Suco en 2006. En la inauguración acompañó a Izarra. Él recordaría el cadáver y sus manos inertes. Cerraría el discurso con: “Vivirás por siempre, Antonio Briones Montoto”. El monumento ya no está en el lugar. En su sitio hay apenas un cubículo de concreto.

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De Gilberto Pico, otro de los pocos pero indeterminados guerrilleros que participaron, no se sabe. “El tipo se les lanzó al mar desde el helicóptero. A ese lo buscaron y nunca lo consiguieron”, dice Suco. Según la prensa, falleció. Para el pueblo, todavía anda escondido por la selva. Otros dos quedaron presos. De los demás no se habló ni se preguntó. Hoy Machurucuto vive con la venezolanidad típica de los pueblos en las entrañas: vivir con poco porque poco se necesita. El incidente que se usó de a ratos como propaganda política por el ex presidente fallecido Hugo Chávez, queda como un párrafo en algunos libros de historia.

Mientras, en otra casa frente al mar, sigue Rosa, no tan asustada. El bahareque ahora tiene concreto encima y la sala los ojos de Hugo Chávez que la cuidan de otra invasión. “Porque sí es verdad, ahora somos amigos de Cuba”, dice esbozando una sonrisa.

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