Íconos

Eduardo Liendo: el sueño que vive

Sus obsesiones saltan a la vista en cada uno de sus libros. Este novelista acentúa esos temas que lo persiguen hasta el acoso: la falsificación, impostura, usurpación. La prisión y el exilio los lleva en el pecho lo mismo que las lecturas que lo liberaron. Liendo es el gran homenajeado, bien merecido, del 7mo Festival de la Lectura Chacao 2015

Foto: Oriana Lozada
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La Plaza de Los Palos Grandes debe ser uno de los cuartos de manzana más felices de toda Caracas. Basta poner un pie en ella para dejar atrás el rabioso ritmo de la ciudad. Allí me citó Eduardo Liendo a las tres de una tarde cuyo cielo no terminaba de decidirse entre amontonar nubes o despejarlas.

Llegué puntual. Lo suficiente para verlo arribar con paso calmo, como el ritmo de ese sitio que ha convertido en una extensión de su hogar. Nos sentamos en una de las mesas del café de la plaza, bajo un generoso toldo que protegía perfectamente del sol más enérgico.

Habla pausado, y en no pocas ocasiones se detiene a buscar la palabra precisa. Su mirada siempre parece puesta en el horizonte, así la tenga clavada sobre los ojos de su contertulio. En el horizonte, o en algún punto remoto del pasado, como si pudiese ver a ese muchacho que volvió del exilio. O al que estuvo preso en un fortín. O al que corría por las calles del centro de la ciudad. En todo caso, desde donde está, puede ver toda su vida. Y la ve como una obra de teatro en tres actos, claramente definidos.

Primer acto: ilusiones y contrariedades

Nació en Caracas, en la Maternidad Concepción Palacios. “La primera casa, me dicen mis padres, que habité fue una en la esquina del Peligro. No sé si eso tiene que ver un poco con las incidencias de mi vida”, comenta. Pero no crecería allí, porque al tiempo se mudaron a El Silencio, a los predios de lo que se conoce como Caño Amarillo. Allí transcurrió su infancia, sintiéndose un Tarzán en las zonas boscosas del Parque del Calvario, donde solía jugar. “Yo era muy independiente, y no tuve una relación de juegos muy cercana con mis hermanos. Me iba a la calle por mi cuenta e hice mis propios amiguitos”, rememora.

Creció en un hogar compuesto por su padre, un talabartero guaireño llamado Francisco José Liendo; su madre, llamada Rosa Zurita; su abuela Dionisia y cinco niños: Francisco, Héctor, Eduardo, Enrique y Zaida —la única hembra, que se convertiría en un importante apoyo para el autor y a la que le dedicaría su primer libro. Comenta con mucha admiración el esfuerzo con el que sus padres, con el apoyo de su abuela, levantaron cinco muchachos. “Yo no recuerdo haberme acostado nunca con hambre. Vivíamos en eso que llaman una pobreza decorosa”, acota.

liendo

Fue lector desde niño. En su casa había varios tomos de los Clásicos Jackson. Leyó la biografía de Napoleón, de Balzac y Las Confesiones de Rousseau, entre otras. “Mucha gente se asombrará, pero yo desde los dieciséis años quise ser escritor”, señala.

Del Silencio pasaron a vivir a Prado de María, y de ahí, a Los Jardines de El Valle, donde transcurrió su adolescencia y su juventud. “Mark Twain dice que ‘la casualidad’ cuenta mucho en nuestras vidas porque vivimos de casualidad, y yo creo que es de una sabiduría pura”, señala. Y es así como, en esa calle 10 de Los Jardines de El Valle, una tarde, conversando con unos amigos en una plazoleta del barrio, se les acercó un señor de apellido Lucena, y los invitó a una reunión.

Tenía 17 años. Aunque sus hermanos ya militaban en el Partido Comunista, se acercó sin demasiada convicción. Y quizá no hubiese vuelto, de no ser porque en ese pequeño grupo se encontraba una muchacha que lo deslumbró y se convirtió en la razón para volver. Se llamaba Melania Ortega, tendría unos 25 años y era la secretaria de un famoso sindicalista de entonces. Él sabía que jamás estaría en las expectativas de “ese hembrón”, pero disfrutaba de acompañarla a su casa cuando salían de las reuniones, a veces a las 10 de la noche.
En ese entonces ya había leído por su cuenta el Manifiesto Comunista, pero la militancia política que anidó en su corazón fue gracias a otros títulos: La Madre de Gorki; Así se templó el acero de Ostrovski; Un hombre de verdad de Polevoi; El Comité Regional Clandestino actúa de Fiódorov y otras novelas de entonces.

Al año siguiente cae la dictadura de Pérez Jiménez. “Yo creo que nunca antes ni después se ha vivido en Venezuela tal grado de entusiasmo y esperanza como el que e respiró en esa fecha, y por lo menos durante los siguientes dos o tres años”, acota quien terminó siendo secretario de Propaganda del Partido Comunista de la zona y, luego, se sumaría a la lucha armada. Eran tiempos entusiastas y confusos. La revolución cubana deslumbró a intelectuales como Sartre, y contagió a todo un continente. “Uno de los grandes errores de la izquierda venezolana fue pensar que el camino del foco armado iba a conducir a una sociedad nueva”, confiesa.

Comienza una tímida lluvia. Nuestra mesa parece bien abrigada del agua. Un día del año 1962, ese joven que cinco años atrás había decidido ser escritor, cae en un cerco militar en las montañas de Lara. Su grupo ——que no llegaba a columna— estaba integrado fundamentalmente por estudiantes. Desde el día que los trasladaron al Cuartel de Barquisimeto y purgó condena entre el Fortín Colonial de El Vigía y La Isla de Tacarigua, hasta el día en que le quitaron las esposas en las escalerillas de un avión rumbo a Zurich, transcurrieron seis años. El eufemismo para el destierro se llamaba: “Conmutación de pena por extrañamiento del país”.

“Yo recuerdo esos días con mucha emoción, porque salir de una prisión tan larga a una ciudad como Zurich era algo increíble”, comenta. De allí pasó a Checoslovaquia, y ahí el partido tomó la decisión de enviarlo a la URSS, donde estudió en el Instituto de Ciencias Sociales de Moscú, conocido como el Instituto Lenin. “Fue una experiencia extraordinaria”, rememora.

No habían transcurrido tres años cuando el partido le ordenó volver. Lo hizo y siguió en la militancia, pero una cargada de conflictos personales, porque, aunque tenía el agradecimiento de haber sido bien atendido, acababa de suceder la invasión soviética a Checoslovaquia. “Como ya lo he dicho antes, yo pertenezco a una generación que se equivocó soñando”, acota.

Segundo acto: superando encrucijadas

Lo que era una lluvia insistente se convirtió en un vendaval, por lo que buscamos refugio en la parte techada del café. Luego de deslindarse del Partido Comunista y acercarse al naciente MAS, conservó el ideal por un socialismo democrático. En ese marco nace su primera novela: El mago de la cara de vidrio. “Yo siempre fui lector. Y en la cárcel me hice uno empedernido. De todo. Ya había leído los clásicos rusos y franceses pero también, por ejemplo, El lobo estepario, de Hermann Hesse, que fue estructural para mí”. Ese libro ha sido el de más aceptación popular de toda su obra. “Yo no creo que sea mi mejor libro, y sería una desgracia que así fuera, pero es el más afortunado de todos”, concede.

Hasta ese entonces tenía una vocación dividida: escritor y activista, disputándose. Durante un tiempo prevaleció la del activista, pero la que estaba relegada apareció con fuerza en cuanto encontró su espacio. “Lo decidí como una apuesta. Yo no podía perder todas las batallas. Si no fui un revolucionario victorioso, tenía que hacer algo de mi vida en lo cual no sucumbiera del todo a la derrota”.

En esa época comienza a frecuentar el Taller de Calicanto —un espacio de discusión de literatura que fundó Antonia Palacios y que fue muy famoso porque signó una tradición. Allí conoce a gente tan maravillosa, inteligente y valiosa como esos jóvenes de la cárcel. Eran dos experiencias que se confrontaban por el tipo de actividad humana y la circunstancia. En eso vuelve el azar a manifestarse y lo envían, en comisión de servicio, a inventariar los cinco mil volúmenes que componían la biblioteca personal de Enrique Bernardo Núñez, lo que lo lleva a descubrir a un extraordinario historiador, periodista y narrador. Esa vivencia contribuye enormemente con su formación intelectual.

Le comento que temas como la falsificación, la impostura y la usurpación han sido el hilo conductor de su obra, y me señala que, en efecto, está obsesionado con la otredad y con la condición fragmentaria de la naturaleza humana —aunque siempre intenta buscar nuevos temas. “Yo pongo tanto esfuerzo, tanto interés, tanta motivación, en cada uno de mis libros, que siempre creo que el que estoy escribiendo es el mejor. Si no fuese así no seguiría escribiendo”, concluye.

Tercer acto: la vida como un arte poética

La lluvia adquirió dimensiones bíblicas. Enormes truenos se intercalaban en nuestra conversación. Liendo prosiguió con sus vaivenes. En varias ocasiones pensó en abandonar la escritura. Ganarse el pan y atender a sus responsabilidades del hogar requerían de tiempo completo. De hecho, hacia el final de la década de los ochenta se encontró en una situación económica tan difícil, que se lo planteó con mucha firmeza. Pero, volvió el azar con sus dictámenes: le llegó el Premio CONAC y obtuvo un cargo de dirección en la Biblioteca Nacional, con lo que su situación mejoró notablemente, dándole un nuevo impulso a su carrera.

Luego de El mago de la cara de vidrio, publicó Los Topos (1975), Mascarada (1978), Los platos del diablo (1985), El cocodrilo rojo (1987), Si yo fuera Pedro Infante (1989), Diario del enano (1995), El round del olvido (2002), Las kuitas del hombre mosca (2005), Contraespejismo (2008), El último fantasma (2009) y su más reciente Contigo en la distancia, editado por Seix Barral. También se encuentra a la espera de la publicación, bajo el sello Lugar Común, de En torno al oficio de escritor, que recoge sus apuntes sobre el tema.

Con la llegada del siglo XXI, junto al descalabro del país, vio llegar su brusca jubilación de la Biblioteca Nacional. Y vio, también, cómo su vida adquiría otro ritmo. Desde hace muchos años llena agendas de notas con sus vivencias, cosas que se le ocurren, pasajes, reflexiones… “La memoria es frágil”, comenta. Cada tanto revisa esas viejas agendas y pasa en limpio lo que considera valioso. En muchos casos se topa con novelas inconclusas que luego retoma. O ideas para desarrollarlas luego.

¿Qué cambiarías de tu vida?, le pregunto. Guarda silencio por un instante para luego señalar: “he aprendido a valorar mis logros y a tolerar mis fracasos. De la prisión y del exilio forzoso obtuve también valiosas experiencias que fortalecieron y disciplinaron mi carácter. Hice magníficos amigos para toda la vida y tuve un conocimiento del mundo —Zúrich, Praga, Moscú, San Petersburgo— que quizás un muchacho de barrio nunca hubiese conocido”.

La lluvia fue perdiendo fuerza hasta convertirse en garúa. La calle retomó su ritmo, con gente volviendo a casa. Viendo todo a la distancia, como quien mira al horizonte, Liendo ve pasar los días. En las tardes echa un ojo a la prensa en algún café. “Sé que se acerca la caída del telón”, señala estoicamente. “No tengo apuro, pero es inevitable. Me gustaría acaso que en el momento del cierre alguien dijera: no lo hizo tan mal, fue un buen escritor”, comenta para agregar que, en última instancia, atraviesa estos días bajo una premisa que le resulta muy gratificante: “Doy por vivido todo lo soñado”.

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