Opinión

El General Yuca llegó al mercado popular

De la ficción a la realidad hay una cola para comprar comida de distancia. Ahora que habrá generales asignados para cada rubro de la alimentación, conocer la historia del Mercado de las Maravillas nos alerta de lo que viene, además de hambre

Composición fotográfica: Ainhoa Salas
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El Mercado de las Maravillas estaba repleto de los más divinos frutos y las más apetitosas hortalizas. De los techos guindaban suculentos chorizos, mientras que en frías neveras se congelaban las carnes. En la pescadería, el atún esperaba para ser cortado y empacado al vacío. Grandes recipientes contenían maíz y casabitos y el aroma de los quesos se entremezclaba con el café molido.

Los vendedores estaban orgullosos de su mercado. El sol de la mañana resplandecía sobre sus puestos y hacía que los granos de azúcar pareciesen diamantes y los brócolis esmeraldas. Todo aquel que entrase a comprar lo hacía mareado con las mil y un maravillas. “¡Err pollo! ¡Dos kilos err fresco pollo!”, vociferaba Miguel, el portugués, y los vendedores se lo compraban. Dos a buen precio y uno, de ñapa, a precio de gallina.

Todo el mundo que compraba tenía un carrito en el cual iba metiendo sus cositas. Cada quien tenía sus puestos preferidos. A María se le compraba el cochino porque sabían mejor que los de la vieja Inés. A Pedro las lentejas porque las vendía más baratas que Simón. Pero todo el mundo iba pa’ donde Juana. “¡La harina, la harina, la harina!”, gritaba la grande Juana desde una esquina y los compradores corrían para ver a la negra amasar arepitas con harina de maíz.

Juana sabía de harinas. En paqueticos te las vendía o te las fiaba. “Me paga el domingo que viene, Don Juan”, decía la negra. “Pero me trae ron como penitencia por andar por la calle sin real”. Tan productivo fue el castigo por la fiadera en el mercado que en algún momento Juana tuvo que abrir en el tarantín de harinas una sección de ron.

Eso todo cambió una mañana cuando al sol se le olvidó salir tempranito. 18 hombres uniformados entraron al mercado y decretaron que ahora el mercado era de todos. “¿De todos?”, les preguntó Miguel, el portugués. “¿Y de cuándo acá fue de alguien?”, inquirió Don Juan.

-Cállese, viejo ridículo –le dijo un militar con varias medallas sobre el pecho. “¡Aquí el que manda soy yo!”

-¿Y quién es usted? –le gritó Juana desde la esquina mientras amasaba sin frenar un lote de arepas.

El hombre se volteó y con voz de imponencia le anunció:

Yo soy el General Yuca. Nuevo jefe del Mercado de la Alimentación Público, Pública y Popular.

Los vendedores y compradores del Mercado de las Maravillas se echaron a reír. Pero pronto fueron desalojados por la fuerza hasta que solo quedaron el General y los hombres uniformados. Con precisión militar, se dispusieron a reorganizar el mercado. El General Yuca le asignó a cada uno de ellos un puesto y ordenó concentrar en ellos todos los productos similares a su asignación. De esta manera, todos los pollos se fueron a un mesón, todo el arroz a otro, y así sucesivamente.

Inmediatamente después, como quien impone charreteras de condecoración, ascendió a cada uno de los 17 militares a General de un mesón y les dio una sola orden: “El que se mueva de su puesto será considerado un traidor al nuevo Mercado de la Alimentación Público, Pública y Popular”. Luego, y sin señalar a alguien en específico sentenció: “Y si falta algo, usted será el encargado de avisarme”. Ninguno de los generales se sintió aludido. Sin más nada que ordenar, el General Yuca se posicionó con su rifle frente a su propio puesto y calló.

Con el tiempo, a los compradores se les hizo difícil entrar al mercado maravilloso que otrora habían conocido. A María y a Inés las veían cada martes entre la fila de gente para comprar unas lonjitas de cochino. Miguel, el portugués, ya no compraba pollo porque era muy caro y Pedro a veces le daba un puñado de lentejas que compraba a Simón. De Juana no se supo más nada en el extinto Mercado de las Maravillas. Quizás fue por tristeza, o por el grafiti en la pared donde antes estaba  su puesto que decía: “Aquí nadie quiere a Juana”.

Los generales impuestos por el General Yuca no se movían de sus puestos como les habían ordenado. Veían que los productos en sus mesones respectivos se hacían cada vez más escasos a medida que la fila de gente crecía, pero ahí permanecían inmóviles hasta que un día no hubo más nada que custodiar en el Mercado de la Alimentación Público, Pública y Popular.

-Debes comunicarle al General Yuca que ya no queda nada, como te ordenó –le dijo el General Pollo desde su puesto a su vecino, el General Arroz. El General Pollo sabía que el General Arroz debía ser el encargado de notificarle la mala noticia al General Yuca.

Pero el General Arroz siempre asumió que el General Leche era el seleccionado. Como éste se negó a creer que era el elegido, la Generala Carne le dio miedo hacerlo. El General Café se enojó cuando no la vio moverse de su puesto y pensó que ahora le correspondía hacerlo al General Harina. Éste le pidió el favor al General Maíz quien le pasó la encomienda al General Sorgo y luego al General Azúcar, y después a todos los restantes hasta que finalmente los diecisiete generales se dieron cuenta de que el General Yuca hacía tiempo que ya no estaba en su puesto.

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