Investigación

En la Sierra de Perijá los ángeles mueren de paludismo

Indígenas de la etnia yukpa que viven en la Misión de Los Ángeles del Tukuko, tramo del estado Zulia fronterizo con Colombia, creen que no recibieron el tratamiento adecuado contra el brote de malaria registrado en este año. Niños y adultos por igual son vencidos por la epidemia, en medio de una alimentación precaria, de la ausencia de tratamiento suficientes y bajo la mirada indolente y silenciosa del Estado. Las cifras se acumulan, los muertos se cuentan por decenas, los infectados por miles. El paludismo es la constante, el hambre y el abandono sus mejores aliados

Fotos: Fray Nelson Sandoval @fray_Nelson
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Crisbel Alejandra descansa sobre la tumba de su abuela María Woke, en un cajoncito rectangular de concreto en el cementerio de Los Ángeles del Tukuko. Esta es una comunidad donde viven cerca de diez mil indígenas de la etnia yukpa, ubicados en el Parque Nacional Sierra de Perijá; un tramo de verde infinito del estado Zulia que colinda con Colombia.

La caja de Crisbel es tosca. Carece de la ternura que se espera para un ángel de 23 días de nacido. Su mamá, Ludymar Yakusa, una yukpa de 34 años de edad, se promete a sí misma que apenas la familia consiga cemento frisarán bien el cajón, escribirán el nombre de la niña y apuntarán las fechas entre las cuales pasó por este mundo: 12 de mayo y 5 de junio de 2018. Eso es lo que desea recordar. La causa de la muerte, por el contrario, jamás se apunta. Sin embargo, Ludymar no puede olvidarla con facilidad: su hija Crisbel murió por paludismo, una enfermedad que a ella se le manifestó cinco veces mientras estuvo embarazada sin lograr recibir un tratamiento efectivo.

Paludismo-cita5En el cementerio las chicharras cantan fuerte, pero no son las únicas que subrayan su existir. Los árboles agitan sus ramas. Silban. Son altísimos. Pareciera que pretenden besar el cielo y huir de ese rincón confinado a la muerte. Ludymar mientras tanto, calla. Caminó hasta allí pisando el suelo ocre con unas cholitas delgadas que dejaban sus pies al descubierto. Exponiéndose, una vez más, a la picada del Anopheles hembra, el vector que al estar infectado transmite a los seres humanos cuatro parásitos distintos de una misma familia: Plasmodium Falciparum, Plasmodium Vivax, Plasmodium Malariae y Plasmodium Ovale.

Luce abstraída. Dice temer que la niña crea que ella la olvidó. Por eso regresa a llevarle flores todas las semanas. Esta vez le dejó matas de Ginger y Aves del Paraíso, después de confesar que cuando se siente sola llora mucho. Entonces llega su mamá, la abuelita de Crisbel, para recordarle que la bebé está muy bien, que ella vive con tíos y abuelos que ya se han ido y que ahora está en el cielo para cuidar de todos.

“En el 2017 me dio paludismo, cuando no estaba embarazada. Me tomé el tratamiento pero no lo cumplí porque no era suficiente. Estaba escaso por esos días. Con el embarazo recaí cuando tenía cuatro meses y tampoco pude tomármelo completo porque podría traerle problemas a la niña. Me dijeron que era preventivo, pero a los 21 días recaí. Volví a tomar y volví a recaer y otra vez me daban las pastillas y al mes y medio volvían a repetirse los síntomas. A los ocho meses de embarazo no aguantaba la fiebre y el dolor en los huesos. Me dio como un ahogo. Los pulmones se me taparon por el paludismo. El corazón se me agitaba, como si estuviera corriendo. Tuvieron que darme oxígeno para poder respirar. Luego, dos semanas antes de dar a luz, volvió a darme. Y ya por último, después de que ella murió, a las tres semanas regresó la enfermedad. Me decían que solo me daban Cloroquina por tres días para no perder a la bebé, pero igual la perdí”, comenta Ludymar mientras describe la figura de su pequeña hija.

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Nació de parto normal, pesó 2 kilos 900 gramos, era blanquita y gordita, de largas piernas y ojos achinados. Lucía rosada y bien de salud, pero a los 20 días fue cambiando de color y empezó a tener fiebre de 39 grados. Una noche lloró tanto que su madre la llevó al ambulatorio para hacerle la prueba de paludismo. Salió positiva. Al día siguiente le dieron Cloroquina a la niña pero la fiebre continuó, así que resolvieron irse a la ciudad de Machiques, a una hora de camino, para llevarla a una clínica privada. Le diagnosticaron neumonía y le recomendaron a Ludymar que no se preocupara, que “tampoco era para tanto”.

“Cuando le comencé a dar el tratamiento ella se agitaba. Empezaba a ahogarse. La fiebre era constante, así que me la llevé al ambulatorio de aquí del pueblo y estuve con ella toda la noche. No aguantó. A las seis de la mañana falleció”, narra su madre mientras insiste en pedir apoyo para la comunidad. “Yo quisiera que nos tomaran en cuenta. Que no hubiera más muertos. Aquí no solo hemos perdido niños por el paludismo, sino también adultos y ancianos. Antes se fumigaba y se rociaba. Así se morían todos los zancudos. En cambio ahora, si se llega a fumigar, esos se pierden por unos días pero luego regresan”, asegura Ludymar.

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Más de la mitad de la etnia yukpa del país se encuentra entre el río El Tukuko y el río Santa Rosa, en el estado Zulia. Son como 25 kilómetros de extensión a lo largo. La etnia barí está más hacia el sur: desde el río Santa Rosa hasta el río de Oro, frontera con Colombia. En el Parque Nacional Sierra de Perijá hay una población demográfica bastante grande, que quizá alcance las 45 mil personas. Solo en el casco central de Los Ángeles del Tukuko hay cerca de 10 mil habitantes, agrupados en 852 familias. Es un espacio subdividido en 12 sectores, donde cada uno tiene un cacique que representa la autoridad del lugar. En esa área también convergen 20 consejos comunales.

Al sol de hoy, octubre de 2018, toda esa micro estructura geopolítica no ha sido suficiente para comprar ocho pilas de 1,5 voltios y unas bujías para que funcionen los cuatro quemadores del pueblo y se pueda fumigar con humo. Si hablamos de la fumigación con aspersión tampoco se ha concretado pues no han podido acordar la compra de las bombas y el insecticida requerido.

Ender Baldión no nació en la Sierra, aunque lleva 12 años allí. Él es de Machiques de Perijá. Tiene 41 años de edad, de los cuales 23 se ha dedicado a la carpintería. Dice que elabora todo lo que tiene que ver con madera: puertas, dormitorios, juego de comedores y hasta urnas. “He visto la necesidad de mucha gente que no tiene cómo comprar una urna y por eso decidí empezar a hacerlas y regalarlas. Llevo 72. Hay demasiadas comunidades que han bajado de la Sierra y fallecen aquí, la mayoría por paludismo. Me toca abrirles la puerta a la una o a las dos de la madrugada, cuando vienen a pedirlas de emergencia. Entonces amanezco haciendo urnas con mis tres hijos de 7, 12 y 16 años de edad”.

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El promedio de urnas elaboradas por Baldión es de seis por año. Es decir, una urna cada dos meses. Para tener una idea de lo que se registró en Perijá durante los primeros meses de 2018 habría que saber que solo entre mayo y junio él elaboró nueve cajones. “A partir de enero comenzó la mortandad porque los muchachitos tenían pulmonía, les daba paludismo y se complicaban. Fallecieron bastantes, pero las autoridades no creían lo que nos estaba ocurriendo, que la gente se estaba muriendo. Incluso la alcaldesa del municipio Machiques de Perijá, Betty Zuletta, estuvo una vez por aquí y pensaba que era mentira. Hasta que le tiraron una bebé que estaba convulsionando en sus narices y ella lo presenció. Fueron dos personas ese mismo día. Así vio que la denuncia de la mortandad que alcanzó el paludismo no era falsa. Aquí no se daban abasto para atender a las personas. Eran entre 80 y 100 casos de paludismo al día, y después que lograbas que te sacaran la muestra, no había pastilla. Al principio daban algo para medio calmarte, pero en cuanto se terminaba el tratamiento te volvía a dar. Solo esta última vez me dieron las pastillas por siete días. De resto, he sido reincidente. Hace dos años me dio paludismo nueve veces y este año me ha dado 12. Mis tres hijos también lo han sufrido. Creo que no hay que esperar hasta que vuelva a propagarse la enfermedad para tomar las medidas de control”, agrega.

Mileidys Martínez se desempeña como coordinadora escolar y es la cacique segunda del casco central de Los Ángeles del Tukuko. Néstor Maikishi es el cacique mayor, la máxima autoridad de la zona, pero no estuvo disponible para este reportaje. Ella cree que nunca hubo la atención adecuada para enfrentar el brote, a pesar de que los casos empezaron a registrarse desde diciembre de 2017: “El paludismo se mantenía en la parte de los barí y luego se fue expandiendo. Los primeros diagnósticos los recibimos de Küshashamo, Santa Teresita de Tebas y Santa Inés, una comunidad donde toda la población, sin excepción, niños y adultos, fue afectada por el paludismo. Fue una responsabilidad compartida: la comunidad, los caciques y los coordinadores de consejos comunales debieron estar atentos. A finales de abril y principios de mayo de este año se veían muchas personas dentro del ambulatorio, así como también saliendo de la Misión. Iban a hacerse las pruebas diagnósticas, a la oficina de Malariología de Machiques, para saber si tenían paludismo o no. Dentro del Tukuko ni siquiera había láminas para tomar la muestra. Tampoco hubo tratamiento a inicios de este año. Fue en abril cuando empezaron a entregar la medicina pero apenas por tres días. Debido a esto, el 8 de junio cerramos la carretera nacional Machiques-Colón durante ocho horas”.

Antes hicieron denuncias, visitaron la alcaldía de Machiques y conversaron con la asistente de la alcaldesa Betty Zuleta, fueron a la oficina de Malariología, pasaron por el hospital de la ciudad y hablaron con la coordinadora de la red de ambulatorios, acudieron a la emisora Fe y Alegría y, por último, se presentaron en un acto oficial donde estaba el gobernador del Zulia, Omar Prieto. Nada sirvió.

Paludismo-cita4“Le dije que por favor me diera un minuto y me escuchara. Él me respondió que ya tenía conocimiento del caso y que hablara con su hermana Omaira, que ella se encargaría; que ellos ya habían activado un personal capacitado pero que debíamos esperar 15 días, porque para ese momento se encontraba en el estado Bolívar, atendiendo casos de paludismo allá. Esto no sucedió. Nunca enviaron a esas personas y nunca hubo esa fumigación extensiva por toda la cuenca. Hasta ahora los estamos esperando. De hecho, una semana antes de que hiciéramos el cierre de la vía hubo una reunión de caciques mayores en Maracaibo. Ellos expusieron la situación ante el director regional de Malariología, Pedro Morel, y la encargada de salud indígena de la Gobernación del Zulia. Allí les dieron 200 tabletas de Cloroquina y unas 200 láminas para realizar las pruebas. Esto no alcanzaba para nada puesto que diariamente llegaban al ambulatorio más de 300 personas. Eso rindió apenas para calmarle los síntomas a treinta y pico de pacientes”, añade.

Después de meses sin recibir la atención adecuada, luego de la tranca total de la vía, aparecieron ese mismo día las primeras 500 tabletas; pero posterior a esa entrega, que no alcanzó ni para 100 pacientes, hubo que pasar otra semana más sin medicamentos. La regularidad en el desembolso de las medicinas por parte del gobierno ocurrió el 10 de julio, cuatro días después de que la iglesia católica empezara a entregar tratamiento supervisado en la Misión.

El Centro Misional Los Ángeles del Tukuko fue construido en el año 1945 por los Capuchinos Franciscanos y es apoyado en sus actividades por la congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana. Allí funciona una escuela y una casa hogar, donde estudian y se alimentan diariamente al menos 745 niños. Fray Nelson Sandoval, párroco de la comunidad y director de la casa hogar Fray Romualdo de Renedo, informa que la totalidad de los estudiantes internos, 119 jóvenes, cayeron enfermos de paludismo.

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Sandoval explica que la asistencia a los enfermos se logró gracias a una donación de Cáritas de Venezuela a su filial de la Diócesis de Machiques, después de que la Organización Panamericana de la Salud les entregara pruebas de diagnóstico rápido y tratamiento completo para 1.200 personas afectadas por la cepa específica de la Sierra: Plasmodium Vivax; tras recibir un informe sobre la situación en el Tukuko.

Ingrid Graterol, directora de la Cáritas Diocesana de Machiques, detalla que la Sierra de Perijá es una zona endémica para el paludismo o la malaria. Esto significa que el vector vive allí y, por ende, siempre habrá un número de casos esperados. Lo inusual en este año fue que hubo un brote exponencialmente superior a los registros históricos. Para ella se trató de una epidemia. “En mayo fueron 1.100 casos positivos y en junio 1.900. La situación estaba desbordaba y no teníamos cómo apoyar porque esos medicamentos siempre fueron controlados por el programa de Malariología del Estado. Ellos nos ofrecían Artesunato (que puede sustituir a la Cloroquina) pero este no funciona para la cepa aislada de la Sierra. No sirve para el Plasmodium Vivax sino para el Plasmodium Falciparum. Además, no teníamos el más importante que era la Primaquina, el medicamento que erradica el parásito del hígado y del bazo, evitando así que reincida en el brote; porque el parásito, si no se elimina del todo, cada 21 días sale de nuevo a la sangre y vuelve a dar los síntomas de fiebre y escalofrío”, indicó Graterol.

¿Por qué se descuidó la prevención epidemiológica?, se le pregunta y ella cree que este desinterés gubernamental hacia la población de la Sierra de Perijá lleva más de cinco años. En todo este tiempo –asegura- no se hicieron fumigaciones ni talleres de prevención y además se obvió la práctica del “cerco epidemiológico”.

Otro aspecto que incide en la poca resistencia frente al paludismo es el grado de desnutrición que presente el enfermo. Hay tres tipos de ella: leve, moderada y severa. Cuando hay alguna de estas, se cae por debajo de la “curva verde” de las líneas de normalidad trazadas por la Organización Mundial de la Salud, que acompañan el peso con la talla.

Paludismo-cita3Graterol informa que de acuerdo a las estadísticas de Cáritas de Venezuela, los estados donde hay mayor desnutrición infantil son Carabobo y Zulia: “Nosotros tenemos las cifras más altas en desnutrición severa. Para diciembre de 2017 registramos diez por ciento entre los niños menores de cinco años que pesamos y medimos, entre enero y marzo de 2018 estábamos en doce por ciento y para agosto subimos a catorce. Eso significa, en el lenguaje de ayuda internacional, que estamos en Emergencia Humanitaria”.

Las Cáritas parroquiales de Machiques van a los barrios periféricos que no tienen carreteras, sobre todo donde viven los indígenas wayus. Allí, una vez al mes, hacen la “olla solidaria” para ofrecerles comida caliente. La pastoral social de la iglesia católica sabe que este programa no les solucionará el problema nutricional, pero es una excusa para propiciar el encuentro familiar donde todos los menores de cinco años serán pesados y medidos y, de registrar desnutrición, entrarán en un programa de cuidados especiales llamado “Vivero”, que contempla consejerías de salud, consultas médicas, entrega de alimentos, barras nutricionales, antiparasitarios, vitaminas y todo lo que la organización reciba de ayuda humanitaria.

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“Contempla la atención del niño durante ocho semanas. Se supone que luego estará fortalecido para volver a su realidad, pero con las defensas necesarias para superar las enfermedades”, añade la doctora al confesar que en las encuestas que realizan para la aplicación del programa se han enterado de que las familias ya no están consumiendo proteína animal alguna: ni carne, ni pollo, ni pescado; y que incluso la desesperación los lleva a vender hasta las herramientas de trabajo para tener con qué comer. “También están los que se juntan y comparten los alimentos, así como en otras familias dejaron de comer los abuelitos para que coman los niños. Esta es otra de las realidades que se nos están presentando: con la migración son muchos los padres que se van del país y dejan a los niños con sus abuelos, pero como están tan viejitos no tienen fuerza para salir a buscar la comida. Entonces los niños, que son débiles, tampoco pueden hacerlo”, aseguró.

Estirar la medicina

Los rumores en la Sierra se propagan tan rápido como el paludismo. Uno de ellos denunciaba el comercio ilegal del tratamiento, por parte de los trabajadores del ambulatorio, además de cierta selectividad para su entrega.

Juan Abarora, conocido en el casco central de El Tukuko como Cayuco, es un indígena boshí de 38 años de edad que niega con firmeza estos señalamientos. Por el contrario, en el mes de agosto explicó que lleva alrededor de cinco años trabajando en el área de salud sin tener siquiera contrato alguno y su sueldo mensual era el equivalente de lo que hoy son 12 bolívares soberanos. Es decir, él ganaba un millón doscientos mil bolívares al mes.Paludismo-Foto05

“Yo no tengo medicamentos. ¿De dónde los voy a sacar? ¡Eso es mentira! Vos sabéis que esa era una lista que venía por nombre, apellido y número de cédula. Acá se mandaban los reportes, porque la estadística yo la tengo que pasar directamente a Machiques semanalmente y de allí se distribuye todo lo que llega a la Misión, a toda la cuenca de Perijá. La medicina venía directamente de Maracay. No llegaba la Primaquina, no venía para acá, y cuando llegaba era apenas un poquito nada más. No alcanzaba. Entonces yo tenía que darles Artesunato y por tres días solamente, para que aguantaran hasta que llegaran todos los medicamentos. Eso era lo que mandaban para todos, en Machiques también fue así”, dijo Coyuco desde el patio de su casa en la Sierra, sin abandonar ni un segundo un machete que lleva en la mano. Minutos antes picaba unos tubérculos para el almuerzo.

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Se mostraba desconfiado. Subrayaba que no podía informar sobre el número de personas que murieron por paludismo, así como tampoco de los casos que dieron positivo en el diagnóstico. Lo único que sí confirmó es que desde el mes de mayo hubo un aumento. “En enero el índice era menos, no había muchos. Pero a partir de mayo la gente dormía en el ambulatorio para poder agarrar turno y ser atendido al día siguiente. Yo veía de 70 a 120 láminas diarias, desde las 8:00 am hasta las 6:00 pm. Es la primera vez que veo una epidemia de esas”.

Un jeep amarillo sostenido por cuatro troncos de madera, donde deben ir los cauchos, es lo primero que uno ve cuando entra a la oficina de Malariología de la ciudad de Machiques, luego de bajar de la Sierra de Perijá y viajar durante una hora por un camino de tierra en la mayoría del trayecto. Es un área enrejada con una casita rural dentro. A mano izquierda está el jeep, como un monumento del Museo del Transporte, protegido por un árbol gigante y florido que obsequia algo de sombra a un lugar exageradamente caluroso.

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En el marco superior de la puerta de la casa hay un letrerito que dice Zona XV Endemias rurales de marcación B. Al entrar, en el primer cuarto a mano izquierda, se observan unos funcionarios de la Guardia Nacional conversando. El aire acondicionado de allí está dañado. En el segundo cuarto funciona mal pero es aquí donde están los trabajadores de Malariología estudiando las láminas de decenas de personas que previamente tomaron en El Tukuko.

La dinámica de estos dos jóvenes es atroz. Trabajan todo un día en el ambulatorio del Tukuko tomando las muestras de la comunidad y al día siguiente viajan en transporte público hasta Machiques para analizarlas. Ninguno de los dos está contratado por el Ministerio de Salud, no cuentan con viáticos y aseguran que hasta el pasaje lo tienen que pagar de su propio bolsillo. Como no les alcanza piden una colaboración a los enfermos y con lo que logran reunir pagan su puesto en la “chirrinchera” (camioneta pick up habilitada en su parte trasera para llevar pasajeros) que los lleva y los regresa en un mismo día; sin siquiera tener para comprarse una botellita de agua.

Pablo López es su jefe. Él es Director de Malariología y Salud Ambiental de Machiques. Tiene 40 años en la institución. Comenzó como visitador rural en las comunidades, de esos que llamaban “pastilleros”, después se graduó de Inspector en Salud y hoy dirige la oficina. Sabe que las condiciones para trabajar son mínimas. No tienen cuadrillas ni carros para ir a fumigar ni siquiera a una cuadra de esa casita. De los microscopios solo sirve uno y no se ve por ningún lado guantes a la hora de manejar esas láminas llenas de sangre. “Acá vivimos por la misericordia de Dios” y lanza esta frase lapidaria sin titubear pero tampoco sin estridencias. Es un señor delgado, callado y sereno, que se autodefine como un viejo que sabe de herrería y que es capaz de salir a la calle a manejar un taxi, si la cosa llega a apretar mucho.

“Ellos saben cuáles son nuestras condiciones. Yo no sé los problemas que tendrán allá arriba (las autoridades) pero por lo menos respondo por lo que me corresponde a mí. Caso positivo que me arrojan los análisis, caso que informo, pero de allí en adelante no le sé decir. Estoy seguro de que todo el mundo lo sabe. No entiendo por qué ese empeño en negarlo. A mí ningún funcionario, que esté involucrado en esto, puede decirme que no hizo nada porque no sabía. Tengo copias de todo lo que les envié. Ahora, no sé si como en el estado Bolívar tenemos situaciones peores, los recursos los destinaron para allá”, reflexiona López.

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Lo que sí sabe y afirma es que hubo un descuido en la vigilancia epidemiológica en la Sierra, desaparecieron los “pastilleros”, nunca más hubo fumigación y la entrega de la medicina fue intermitente. El vector, por el contrario, es tenaz. No es costumbre que se reproduzca en aguas sucias pero a juicio de López esto podría estar ocurriendo. Así como también cambiar su hábitat natural. Lo normal es que viva en ambientes selváticos y no domiciliarios, pero existen algunas especies que se alimentan dentro de la casa. De allí que por primera vez los casos ocurrieran en la parte baja del Tukuko.

“Un enfermo te puede dar diez enfermos, veinte enfermos; porque si está en un área donde los anópheles no están controlados el vuelo de ese zancudo puede alcanzar cinco kilómetros. Ese es su radio de acción. ¡Imagínese a cuántas personas puede enfermar un mosquito!, porque si hay mucha brisa, el animal no vive mucho, pero si hay poca brisa él puede durar hasta 40 días. Entonces, si no hay protección todos enfermarán. Además, una hembra puede poner 150 huevos cada tres días. De allí que crea que vamos a tener paludismo en la zona como por cinco años más. Eso no se acaba de un día para otro. Ahora, si se trabaja bien, en ese tiempo tendremos todo controlado. Mientras tanto no”.

Negligencia oficial

Para conversar con Hilarión Romero en el porche de su casa, debajo de una mata de limón, hay que pedirle al vecino que baje la música de Diomedes Díaz que suena a todo volumen, y aún así se hace difícil escucharlo.

Romero, líder de la comunidad indígena yukpa, estuvo al frente del despacho de Sierra y Cordillera Andina del Viceministerio de Pueblos Indígenas entre los años 2010 y 2013, y por eso no tiene reparos en admitir que apoya a un gobierno que se autodenomina revolucionario, al mismo tiempo que reconoce la negligencia oficial que hubo frente a la epidemia de paludismo que se registró en Perijá.

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“A inicios de 2017 comenzó a correrse el rumor de la existencia de cien casos de paludismo, luego fueron doscientos, trescientos. Después pasaron a 500, 1000, 1500, 2000. Todas las mañanas se veía una cola entre 150 y 170 personas esperando frente al ambulatorio para tomarse la muestra, de los cuales salían todos los días 160 casos positivos y no había tratamiento. Quizá sea irresponsable decir que murieron de paludismo pero yo pongo este caso: una persona tiene neumonía y está tomando tratamiento para tratársela. Luego adquiere paludismo y tiene que dejar el tratamiento anterior para curarse el paludismo. Mientras esto ocurre la neumonía se complica y fallece. Me pregunto: ¿Esa persona murió de neumonía o de paludismo? Desde mi punto de vista, murió de las dos cosas. Entonces a decesos como esos comenzamos a decir aquí en la comunidad que murieron de paludismo”, afirma.

Romero es el único entrevistado que se atreve a dar cifras sobre el número de fallecidos o de casos positivos por paludismo. Recuerda que entre todos los líderes tuvieron que decirle al cacique mayor del Tukuko, Néstor Maikishi, que usara su potestad para tener acceso al libro de los funcionarios de Malariología y así obtener esa información. “Los líderes que nos reuníamos para tratar el tema comentábamos: ‘Murió fulano, murió fulanita, la bebé de fulana, el bebé de fulanito’… y así llegamos a contabilizar 14 decesos. También tuvimos conocimiento de que en los libros donde los muchachos de Malariología contabilizan a los pacientes que salieron positivos se superó la cifra de 5.200 casos, solamente aquí en el casco central de El Tukuko. Esto corresponde a más de la mitad de la población”, añade.

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Lo insólito fue que las autoridades los escucharan solo después de trancar durante ocho horas la carretera nacional Machiques-Colón, cuando las denuncias empezaron con 200 casos, a inicios de este año. “Ya habíamos ido a las oficinas de Malariología en Machiques y en Maracaibo, también a la sede de la Gobernación. Incluso, una comisión fue al Ministerio de Salud en Caracas, pero nada sucedió. En cambio, cuando cerramos la vía allá en Cerro Alto, logramos conseguir 500 tratamientos al final de la protesta. Lo más triste fue eso, que apareció la Primaquina y la Cloroquina, sin que entrara o saliera vehículo alguno, ni tampoco se escuchara el sobrevuelo de un helicóptero. Siempre estuvieron allí y eso me causó mucha tristeza porque, como le digo, soy defensor de este proceso revolucionario y existe una alcaldesa bolivariana que nunca se dignó a acercarse por allí y preguntar”, refiere.

La responsabilidad sobre las muertes endosadas al paludismo es tan difusa como la bruma que baja de la Sierra. Y así, mientras concluye la entrevista con Romero y en algunas casas continúan los enfermos temblando y sudando la fiebre en pleno mediodía; en otras se sigue escuchando vallenatos.

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En el sector Virgen del Carmen, por ejemplo, está Francisco Nikra recostado en una hamaca. Es el cacique segundo de Tayaya, pero nada de eso vale cuando se padece paludismo y se cree que puede morir. Está llorando. Junto a Natividad Romero tiene ocho hijos y la semana anterior se le murió un nieto por la misma enfermedad. El bebé vivió tres meses y una semana. Su madre, de solo 16 años, parece muda. Solo alcanza a decir que a su hijo le dio tos, le mandaron medicamentos para la gripe pero no sobrevivió. “Lo mandaron en una caja”, grita Francisco desde su chinchorro y luego se abre, sin temer que una mujer lo vea llorar y añade: “Aquí estamos cansados. Los niños y los abuelos se nos están muriendo. El dispensario está acabado. No te dan nada, solo recetas. Aquí ni en la escuela se come” y no habla más. Permanece en su casa rectangular con piso de tierra y sin puertas. Rodeado, eso sí, de varillas de palma de macana y muchos niños.

Paludismo-cita1Lorenzo Akumba está tirado sobre la acera, a la entrada del Centro Misional. El asfalto quema pero este señor de 64 años está temblando también. Ha venido en mula desde la comunidad de Saymadoyi, a 36 kilómetros del Tukuko, para buscar medicinas. Su nieto Diosenel, de apenas nueve años, lo acompaña. Ya le han asistido. Le hicieron la prueba y le dieron el medicamento. Él asegura que serán dos horas de fiebre y temblor, por eso no puede montarse en la mula y regresar a su casa. Debe esperar y solo quiere hacerlo allí, tirado en la calle para apaciguar sus dolores con el sol. Dice que otro nieto suyo se murió por paludismo hace 15 días y que en la comunidad de donde viene todos tienen la enfermedad: “Imey nei oshikaure kituure kii agdu”, añade, para contar en idioma barí que le duelen mucho las piernas y las manos.

En el Tukuko se percibe el avance de una epidemia que es todavía peor al paludismo: es la apatía y el descontento. Lo admite la misma Mileidys Martínez quien se reconoce desanimada tras estar al frente de la situación y luego ser despachada por el cacique del lugar, quien le recordó que era él quien detentaba la autoridad en el pueblo. A pesar de esto, Martínez hace un llamado a la concientización: “Espero que los conductores no les cobren los pasajes a quienes van a llevar las muestras a Machiques. Confío en que algún laboratorio nos ayudará a conseguir el bombillo del microscopio que necesitamos para trabajar aquí, sin necesidad de ir a llevar esas muestras. Y a todos los caciques mayores, líderes de los consejos comunales, les recuerdo que no hemos acabado aún con el paludismo, que él está todavía aquí, neutralizado, pero si nos quedamos dormidos o cruzados de brazos se volverá a activar fuertemente. Tenemos que apoyarnos entre todos. El ser líder no es solo conseguir bolsas de comida o créditos. Ser líder es velar por el bienestar de la comunidad”.

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