Salud

Enfermeros: retratos de una profesión destruida

Atender a los pacientes sin tener qué comer. Vestirse de blanco inmaculado sin poder llegar a fin de mes. La noción de que una quincena de un enfermero alcanza para dos empanadas, si acaso, espanta a cualquiera, mientras impulsa a estos cuidadores a exigir reivindicaciones salariales a un gobierno que prioriza el gasto militar por encima de la salud. Cinco historias revelan el porqué de la protesta, una que no atiende a trayectoria sino a vocación

Fotografías: Daniel Hernández
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El gremio de enfermeros lleva 15 días de paro que anunciaron indefinido hasta que el Estado venezolano les mejore sus condiciones salariales. Desde el pasado 25 de junio han dejado –a medias– sus puestos de trabajo y han levantado su voz para exigirle al Gobierno de Nicolás Maduro que escuche sus peticiones. Trabajan con las uñas, sin suficientes insumos médicos, con el estómago vacío y zapatos destruidos. La mayoría recibe un salario de 1.000.000 de bolívares mensuales, que no es suficiente para paliar la crisis que azota la nación.

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Elvia Valecillos, sacrificios sin recompensa

En el lado izquierdo del pecho de Elvia Valecillos, sobre la tela de su uniforme perfectamente blanco, relucen cinco botones condecorativos, uno al lado del otro. Los dos más brillantes apenas alcanzan a lanzar una pista de su amplia trayectoria profesional: “Honor al mérito” y “25 años de servicio”. Aunque parece mucho, se quedan cortos. “40 años como enfermera”, suelta ella con presunción. “13 en los Magallanes de Catia y 27 en el Periférico”, precisa para que no queden dudas. Sus compañeras también lo saben: la reconocen como la de mayor experiencia, la que conoce todo, “la que tiene más tiempo aquí”. Sus 70 años de edad así lo confirman.

Cuando Elvia entró a trabajar en el Hospital Dr. Ricardo Baquero González, ubicado en el oeste caraqueño, ganaba 150 bolívares. Dinero que, según explica, no solo le alcanzaba, sino que le sobraba para los gastos del hogar y hasta para ahorrar. Con su sueldo como personal de la salud de aquella época crió y “echo pa’lante” con cinco hijos. “Todos estudiaron en colegios privados”. Con ese mismo salario pagó la inicial para comprar su primer y único apartamento en el sector La Quebradita 2 en San Martín. “Me costó 300 bolívares y el monto me lo descontaban por partes”, recuerda. Un tiempo pasado que sí fue mejor.

Los años de labores y entrega ahora no son recompensados. “Ya no se puede hacer nada de eso”, afirma con pesar. Al comienzo de julio de 2018, la septuagenaria gana 500 mil bolívares cada quincena. La plata no le rinde y sus hijos son quienes la ayudan de vez en cuando llevándole arroz, harina o pasta para que no le falte comida en la nevera. “El sueldo no alcanza ni para un frasquito de acetona. Mira, me las tuve que repasar otra vez”, se ríe mientras muestra las uñas de sus manos pintadas de verde brillante. Los labios coloreados de rojo, el pelo impecablemente peinado y la actitud estoica dan muestra de su empeño en intentar que las dificultades del país no le borren su esencia.

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Hace un esfuerzo, pero no siempre lo logra. “Sigo trabajando para no quedarme sola, echada en la casa. Sobre todo porque me gusta mi profesión, esta es mi vocación”. Aunque su pasión la sigue levantando de la cama todos los días, la crisis de salud se le hace cuesta arriba y no solo le afecta sus labores profesionales. “Soy diabética e hipertensa. Necesito comprar Omeprazol y la caja de 14 pastillas sale en tres millones. ¿Cómo voy a comprar eso? Estoy mal, aquí donde me ves si me tocan, me tumban”.

Los años en los que su profesión le era suficiente, quedaron atrás. “Añoro esos tiempos. No hacíamos cola, conseguíamos de todo. Aquí antes era así, había desde una aspirina para arriba, ahora no hay nada. No sé qué tiene el presidente contra el gremio de enfermeras”, cuestiona Elvia frente a la fachada del centro de salud. Aunque sus tres hijas tomaron el mismo camino de su progenitora, espera que convertirse en enfermeras no siga siendo el destino de las mujeres de la familia.

— ¿No le diría a sus nietas para que fueran enfermeras?
— Ya no, en este momento no. No vale la pena.

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Belkis Corao, con ganas de seguir

El despertador de Belkis Corao suena todos los días a las cinco de la mañana. Antes de que el sol ilumine la ciudad, ella ya está bien despierta y preparándose para salir de su casa en El Junquito para ir a trabajar. Agarra dos unidades de transporte público y recorre dos líneas del Metro de Caracas para llegar a su destino: el Hospital General del Oeste Dr. José Gregorio Hernández, mejor conocido como “Hospital de los Magallanes de Catia”. Lo importante, dice ella, es no llegar tarde. Y no lo hace.

Hace 30 años que Belkis trabaja como enfermera en el centro de salud público. Hace tres décadas que hace la misma travesía para ayudar a salvar vidas. Los pasillos del hospital se convirtieron en su segundo hogar y los colegas son parte de su familia. Pero jamás su labor había sido tan poco retribuida: cobra un millón de bolívares mensuales, aparte del bono de alimentación. En una casa conformada por un licenciado jubilado en Trabajo Social, una universitaria y una liceísta, el irrisorio sueldo de enfermera en un país hiperinflacionario se vuelve nada. Hace tiempo, mucho tiempo, podía vivir con su salario, pero eso quedó en el pasado.

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“Si acaso me alcanza para el pasaje porque para comer no. Eso no llega ni para un cartón de huevos”, comenta la mujer de 51 años. Ante los pocos ceros en su cuenta bancaria, Belkis se rebusca haciendo lo que mejor sabe hacer: atender pacientes. Su horario oficial es nocturno, pero en el día, de 7 a. m. a 1 p. m., hace guardias. Lo que se transforma en 300 mil bolívares por jornada. Para ella, algo es algo. “Soy esclava de mi trabajo, he hecho de todo para seguir sobreviviendo”. Relata que además de las horas extras, en su casa han tenido que dejar de comprar ciertos alimentos para estirar el dinero, además de optar por el trueque de los productos con vecinos o amigos, en busca de aquello que les hace falta. “Hemos cambiado lentejas por arroz, unas harinas por pasta”. Ni siquiera las bolsas de los Comité Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) la ayudan, porque la puntualidad no es el fuerte: le llegan cada dos meses.

Las pésimas condiciones de trabajo tampoco hacen la carga más ligera. “La infraestructura en el hospital está destruida, el aire acondicionado está dañado, el agua del baño de mujeres en quirófano se filtra con las aguas servidas”, enumera. Además de tener que resolver la escasez de insumos, le toca ejercer la enfermería a todo terreno. “Nosotras guerreamos con los pacientes. Si tenemos que improvisar, improvisamos”.

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Sin embargo, para Belkis hay algo que prevalece por encima de todo, aquello que la hace levantar a las cinco de la mañana, enfrentar el caótico transporte público, el insignificante sueldo y las pésimas condiciones: los pacientes. “Igual venimos todos los días. Uno cuando se gradúa hace un juramento, una promesa. Creas un compromiso con ellos y con lo que haces”.

Junto a sus compañeras, lleva 15 días de paro que se anuncia indefinido. Los rumores de un bono de 20 millones por parte del Ministerio de Salud la tienen sin cuidado porque considera que no resolvería el trasfondo del problema. Su atención la tiene puesta en la promesa del sueldo por escala, dependiendo de los grados de estudios, ya que pasaría a ganar 60 millones, más el bono nocturno. Aunque expresa que no tiene jabón para lavar su uniforme y que la deserción de sus colegas la ha sumido en la tristeza, Belkis no pierde el optimismo ni se plantea emigrar del país. “Hay que seguir con la protesta a ver qué beneficios logramos con eso. Uno tiene las esperanzas puestas en Dios, porque del resto estamos de manos atadas. Vivimos momentos de crisis, pero algún día tenemos que mejorar”.

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Edwin López, dos o tres tigres para amortiguar

Cada cierto tiempo, el teléfono de Edwin López suena con una buena noticia: apareció un trabajo. No es algo fijo, pero eso no importa, a él le funciona. Ha sido ayudante de albañilería, se ha puesto pantalones viejos para ir a pintar las paredes de las casas y junto a su primo se ha convertido en técnico de aires acondicionados, así sea por un rato. No todos los oficios los maneja con precisión, pero le ha tocado aprender. La oferta aparece y él se convierte en lo que los clientes necesitan. ¿Lo positivo? Una buena paga. ¿Lo negativo? Él no estudió para eso.

Edwin tiene 30 años y desde hace 9 es enfermero. Su primer empleo fue en la Maternidad Concepción Palacios y ahora está en cargo fijo en la unidad de cardiología del Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño, en La Yaguara. 3.200.000 bolívares, el sueldo que gana por ejercer su profesión, no le ha sido suficiente para paliar la crisis venezolana ni para calmar su bolsillo vacío cuando la canasta alimentaria hace rato que superó los 200 millones de bolívares. Por esta razón, “mata tigres”. Para poder sobrevivir, hace trabajos extras que muy lejos están de sus labores de atender enfermos. Su salario, explica, “medio me alcanza para el pasaje y pagar las tarjetas de crédito que están hasta el tope”.

cita enfermeros 4En varias ocasiones, sus “resuelves” han ganado la batalla en la pelea de a qué le sacará mayor provecho y, por supuesto, dinero. “He tenido que faltar porque me sale un trabajo por ahí y en esas cosas gano más”, aclara mientras a sus espaldas sus compañeros protestan por la crisis que enfrenta el gremio. Sin embargo, no siempre le conviene pagarle a un suplente. “Quiere cobrar en un día lo que yo gano en toda una quincena”.

Su empeño está en mostrar su descontento, todos y cada uno de los días que esté convocado el paro de los enfermeros. “Vamos a protestar hasta que tengamos respuesta del Ministerio de Salud. Estamos trabajando con las uñas, no hay insumos, estuvimos tres días sin agua, el equipo para esterilizar no servía. No estamos haciendo los baños de cama para que los pacientes y los familiares sepan qué se siente”, manifiesta. En el hospital Pérez Carreño, especifica, solo se están atendiendo emergencias. Asimismo, el joven asegura que si el 50% del personal muestra su disconformidad y acata el paro, los enfermeros se irán a una renuncia masiva.

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Sin mayores responsabilidades que su pareja, Edwin se ha mostrado solidario con algunos de sus compañeros que no han tenido qué comer en algunas oportunidades. Donde comen dos, comen tres, bien reza el dicho. Ahora debe pensar en otra boca que alimentar: su primer retoño viene en camino. “Aunque yo soy empleado del hospital, no van a poder hacer la cesárea para sacar a mi hija. Los médicos se niegan porque no tienen para hacer serologías y no hay reactivos para la sangre en los laboratorios, en caso de alguna complicación”.

A pesar de sus infidelidades con otros oficios, de la incertidumbre y la frustración, Edwin insiste en hacer aquello para lo que se formó. “Amo mi profesión, los pocos que quedamos como enfermeros, quedamos por vocación. La idea no es emigrar, queremos trabajar”.

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Leni Leguisamo, riesgos que no valen la pena

Dos piñas, la mitad de un melón y cuatro guayabas. Eso fue lo que el salario que gana Leni Leguisamo como enfermera del Hospital Dr. José Ignacio Baldó alcanzó para comprar a su bebé de un año. “En mi cuenta bancaria lo máximo que he llegado a recibir de sueldo es 1.200.000 bolívares al mes”, confiesa. El dinero no es suficiente ni siquiera para pagar todos los días, ida y vuelta, el pasaje del transporte público que debe tomar en Carapita para llegar al complejo hospitalario.

No anda con rodeos y asume su posición de desventaja sin tapujos. “A mí me mantiene mi esposo. A mí, a la bebé, a la casa”, dice sentada en una oficina del desolado y casi fantasmagórico hospital público. Desde que los ingresos de su esposo como comerciante son el único sustento del hogar, se tuvieron que cambiar las prioridades. “Ya nada de ir a pasear, ir al cine, tomar una cerveza, arreglarse el cabello. Hace mucho tiempo que ni un labial me compro”, asegura con resignación en la voz. Su pelo fuertemente amarrado y su rostro sin maquillaje confirman su queja.

“Una sola cabeza manteniendo una casa obvio no alcanza para cubrir todos los gastos”, afirma. La mujer de 38 años cuenta que desde que su hija nació, hace un año, han sido pocas las veces que ha comprado pañales desechables por lo caros que son. Además, para ahorrar dinero en adquirir leche o fórmulas especiales ha optado por la lactancia materna exclusiva. “Pura teta”, reitera. La crisis también le ha hecho rugir el estómago. “Siempre intentamos tener las dos comidas, aunque no es lo mismo que antes. Muchas veces he comido arepas vacías porque no me gusta entrar al servicio de tuberculosis sin algo en la barriga”, revela.

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Leni no lleva toda la vida siendo enfermera. Empezó como obrera en El Algodonal y ahí duró ocho años. Con ese sueldo, pudo pagarse los estudios de Enfermería en el Instituto Universitario de Tecnología de Administración Industrial (IUTA). “Pregúntame en este momento si puedo. Y eso que antes era obrera y ahora profesional”, expresa con ironía. Sigue recordando los beneficios de sus ganancias de otros tiempos. “A mi hijo de 21 años le di todo con ese sueldo. Estudios, ropa. Es triste ver ahora la otra cara de la moneda con la bebé”. Dos piñas, la mitad de un melón y cuatro guayabas. Una cuenta cruel.

Son innumerables las veces que ha considerado dejar la profesión. Sobre todo, por los grandes peligros que implica trabajar en dicho hospital. “La contaminación es cada vez peor. No hay jabón, no hay cloro, tampoco agua. Estamos corriendo el riesgo de contraer enfermedades y llevamos todo esas cosas hacia la casa. No vale la pena. Mientras más riesgoso, más gratificado debería ser el trabajo”. Pero no es el caso. Si llegara a renunciar, se quedaría cuidando a su hija. Mientras tanto, su esposo la empuja todos los días. “Yo vengo al trabajo por él, es quien me da ánimo. Siempre me dice ‘vas a perder tus años de servicio’”. Pero hay otra solución que se ve más certera para Leni: la emigración. “Mi esposo tiene pensado salir del país a Colombia y después me iría yo con mis dos hijos. Ya estamos acumulando el efectivo”.

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Marco Antonio Quintero, atender pacientes o picar queso

Marco Antonio Quintero no sabía con certeza que el día en que decidiera trabajar en Caracas como enfermero era el día en que empezaría a llevar dos cruces a cuestas: la crisis de salud y del transporte público venezolano. Vive en Santa Teresa del Tuy, estado Miranda, y para poder llegar a tiempo al Hospital José María Vargas de Caracas, en Cotiza, debe salir de su casa seis horas antes si quiere cumplir con su horario de trabajo.

Camina varios kilómetros desde su sector hasta lo alto de Soapire, donde debe tomar una unidad hasta Charallave para poder abordar “El Ferro”. Luego debe viajar hasta alguna estación de Metro en la ciudad, trasladarse hasta La Hoyada, montarse en el BusCaracas o esperar alguna camionetica en la avenida Fuerzas Armadas que lo deje en “El Vargas”. Todo, sin contar el retraso en el transporte subterráneo y las trancas caraqueñas. Agota de solo contar el recorrido.

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Marco Antonio todavía no ha cobrado su primer sueldo como enfermero, 1.500.000 quincenal, según le han contado sus colegas. La vida de atender pacientes, hacer guardias, vestir de blanco inmaculado y ganar poco dinero es nueva para él. En diciembre de 2017 se graduó en la Universidad Nacional Experimental Politécnica de la Fuerza Armada Bolivariana (Unefa) y hace un mes que trabaja en el hospital ubicado al norte de Caracas.

Pero si algo es seguro es que más de la mitad de sus ingresos se le van a ir en transporte. “Nada más en El Ferro cobran 40 mil o 50 mil bolívares; 60 mil si es más tarde”, detalla. En varias oportunidades no ha podido cumplir con el horario de trabajo, porque el ferrocarril de los Valles del Tuy trabaja hasta las 9:30 p. m. Si no sale a tiempo, no llega. “Traté de buscar trabajo allá en clínicas y nada”. La experiencia de atender pacientes particulares no le agradó, a pesar de que la paga era un poco mejor: un millón de bolívares diarios por 24 horas, dos o tres días a la semana. “No me gustó estar encerrado. Aquí (en el hospital) atiendo casos diferentes todo el tiempo”, relata.

Los últimos meses han sido los más difíciles para el ahora enfermero de 32 años. “El dinero no alcanza, estamos sobreviviendo”, señala. Su esposa, con quien está casado desde hace 10 años, no tiene empleo fijo. En algunas oportunidades vende café, cigarros o hielo desde su casa. Su padre, funcionario policial, ha sido su única ayuda. “Me da 100 mil o 200 mil bolívares y trato de rendirlos. Varias veces nos da comida. Nos ha tocado esperar la caja CLAP, aunque no deberíamos, pero es lo que tenemos”. Incluso su uniforme, que le costó 15 millones hace un mes, fue un regalo de su progenitor.

Anteriormente, Marco Antonio era charcutero y carnicero. Decidió estudiar porque no quería llegar a viejo vendiendo quesos, quería “ser alguien”. Así que su hermana le recomendó estudiar enfermería “porque era lo más rápido” y con el tiempo, se dejó atrapar. Pero él todavía no ha visto los frutos de sus esfuerzos como profesional. Saca cuentas y calcula que su sueldo como enfermero solo servirá para un kilo de sardinas. Aunque no estaba en sus planes volver a cortar carne y picar queso, lo está considerando nuevamente. “Me provoca abandonar todo esto”, dice. La emigración también lo tienta desde el país vecino. “Mi hermana está allá y me dice que me vaya. No quisiera, pero la situación nos está obligando”.

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