Íconos

Gabriela Montero, himno en blanco y negro

La única venezolana ganadora de un Grammy Latino este 2015, levanta fuerte la voz a través de su música aunque lo haga con la punta de sus dedos, sobre las teclas jugueteando sobre el piano, improvisando la protesta, el reclamo, pero también la esperanza. Aplaudida en foros globales, sigue esperando la oportunidad para pisar de nuevo Maiquetía y reencontrarse con el país que aún inspira sus notas

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Las manos de Gabriela Montero no mienten. Derechas ambas, sabias, compactas, ni huesudas ni largas –“aunque me las veo enormes cuando toco, ¡no son las de un mamut como la gente cree!”-, parecen un escuadrón de caballería avanzando brioso, despampanante, hechicero sobre ese territorio conquistado llamado teclado. Son igualmente una corte angelical que en su sublime desempeño imanarán un catálogo infinito de emociones. Improvisa La Cucaracha y el público cae embelesado por el humor negro que exuda un repentino tango inédito. Interpreta un nocturno de Chopin y tomarán posiciones de vanguardia la vehemencia y la pasión. Toca ExPatria, poema tonal de 15 minutos que dedica al pueblo venezolano, y a los 19.336 muertos asesinados en 2011, y no cabe la menor duda: allí está destilada, derramada, exangüe, Venezuela.

La genio que antes de los dos años, en un piano miniatura que sería más que un juguete, pulsó el himno nacional, esa canción con que arrullan a los niños en el país y a ella misma, y que ahora ha interpretado en versión lúgubre y conmovedora, y con cacerolazo; la artista que asumiría sin titubeos la música como irrefutable destino; la pianista de la enjundiosa trayectoria que incluye presentaciones en los mejores escenarios del mundo, acaba de ser premiada con el Grammy 2015, en el renglón de música académica. El disco que convenció por unanimidad al jurado incluye interpretaciones de los clásicos consagrados, un puñado de las fantásticas improvisaciones con las que de un tiempo a esta parte cierra sus conciertos -maravilla que la hace única-, y su composición ExPatria, ese sacudón de alta intensidad que es la narración amarga de un país extraviado por la corrupción, la violencia, la violación a los derechos humanos, el secuestro de la democracia, la huella de las botas. Y es que aunquesu repertorio, como ocurre con la mayoría de los concertistas, lo signan los clásicos europeos, no elude los ritmos próximos y lleva, sin ninguna duda, el país consigo.

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En las redes están colgados sus temas protesta, como ¿Hasta cuándo? con la que expresa, grita, aúlla el dolor que le producen las balas. Aunque tiene más de cinco años sin venir, está. En realidad, sin proponérselo, sin pertenecer a ninguna organización  –“obedezco a mi corazón”–  es una pianista devenida, por las conmovedoras circunstancias, militante.

El país es el tema que le toca, y que ahora toca. El más reciente trofeo de su currículo, ese Grammy que no pudo recoger personalmente en Los Ángeles, porque coincidía el evento con un concierto pautado en la misma fecha, en Londres, lo dedicó, a través de la BBC, a Venezuela: dio las gracias por el favorable veredicto y, de seguidas, declaró que lo compartía con “mi país y su muy duro presente”. Premio del que se enteró por Twitter -“no soy de vida social ni divismos”-, le serviría para colocar una vez en el tapete el asunto que la sensibiliza: “Son ustedes, mis paisanos, quienes me inspiran, me motivan y me dan la fuerza de seguir gritando a todo pulmón el horror que viven”.

Gabriela Montero está clarísima con respecto a cuál es su rol: “Soy artista, no soy político ni nada parecido, pero los artistas sienten, también sangran, no entiendo la insufrible distancia, la incómoda indiferencia de quien dice que por ser artista no toma partido ¿por qué? ¿qué significa? No me va la hipocresía, las medias tintas, y por supuesto estoy persuadida de que el silencio no es una opción”, dice vía Skype. En BBC aún resuena su declaración final: “Un gran abrazo a todos y no voy a decir ¡Viva Venezuela!, voy a decir más: ¡Arriba Venezuela que tú puedes! Sí vamos a salir de esto, lo podemos lograr juntos, cada quien desde su trinchera. Un abrazo a todos”.

La artista cuya carrera, según los críticos, trascenderá; la pianista que puso de regreso en los salones académicos el olvidado arte de la improvisación –entre los eruditos se le consideraba una práctica de ¿mal gusto? hasta que ella la retoma como ejercicio de puro goce, “es una felicidad”-, que en sus tiempos desarrollarían Bach, Mozart o Beethoven, sigue, asimismo, la tradición de Prokofiev y Shostakovich, la que también se pensaba había quedado circunscrita al talante de ciertos cantantes populares: la protesta. Lo que sería rasgo que particularizaría la carrera de, por ejemplo, Joan Manuel Serrat –se arriesgaría a ir preso en tiempos de Franco por cantar en un festival español el entonces prohibido catalán-, es asunto que incumbe sin ambages a Gabriela Montero. Tan es así que ha signado, incluso, su inspiración. “Esperaba por una circunstancia suficientemente contundente, sobrecogedora, que me conmoviera a componer. Esta lo es”, dice. “En la obra están los militares y el caos y la tragedia, pero no es una historia política”, insiste, “es la de un pueblo y yo con él.”

Atesora muchos momentos singulares a lo largo de la espléndida y precoz trayectoria. Por supuesto que uno muy especial tendría lugar en Washington cuando cuatro artistas del mundo: el violinista Itzhak Perlman, el violonchelista Yo-Yo Ma, el clarinetista Anthony McGill y ella fueron invitados a interpretar la obra Air and Simple Gifts, una composición del músico John Williams en el emotivo acto de celebración del ascenso a la Casa Blanca de Barack Obama. “Fue muy emocionante, por supuesto”, dice evocando el frío, los mitones, la adrenalina. “Fue maravilloso ver esa convocatoria igualitaria, todas las razas, credos, tendencias allí reunidas, una fiesta de la democracia y sin duda un gran paso en la historia de Estados Unidos. El orgullo con el que caminaban las personas llamadas de color… aquello sería una gran oportunidad para sanar un pasado lleno de injusticia”.

Esa mujer sin lacas ni panqué y que es la música en carne viva, su contenedora y su vehículo, que oye radio las 24 horas del día, que tiene un corazón acoplado a la pasión, sístole y resístole, que late por una causa, que se afina en mi amor sostenido mayor, la misma artista que se ha arriesgado, que le han cancelado giras sin explicaciones y de manera intempestiva –le pasó la víspera de una presentación en Australia, le ocurrió a punto de tomar un vuelo a Brasil-, que sigue con su prédica comprometida, no de derechas, “como me han dicho”, sino a favor de la democracia, es la misma que el 16 de marzo de 2014 junto al director de orquesta Carlos Izcaray organizó un concierto en la Emmaus Kirche de Berlín en protesta por el “colapso de la democracia en Venezuela”, y la misma que dice que no hará más conciertos por la paz sino para denunciar “más claramente” al opresor.

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Es la misma que le escribió a Gustavo Dudamel para decirle su sentir y pinchar un poco en su neutralidad etérea, como dice, privilegiada; la misma, también, que colgó hace pocas horas en su muy visitado muro de FB “una información decepcionante que compartieron conmigo que me parece muy grave acerca de que para obtener votos, el oficialismo pide a los músicos del Sistema que consigan cada uno diez votantes, ¡imagínate, los toman no por ciudadanos con libre albedrío sino por militantes!”, y la misma que jura que la motiva la urgencia, y por ello la tenacidad, “no la belicosidad”, jura. “En casa me ven con cierto asombro, fruncen el ceño por el nivel de mi compromiso. La verdad, soy pacífica, no me interesa el conflicto ni la confrontación, lo que quiero no es la beligerancia sino colaborar. Esto que hago no proviene de ninguna línea, es mi forma de expresar amor. Pero tal vez sí, el dolor me ha convertido a mí, que era tímida, en una leona”.

Claro que le gustaría volver pero lo hará cuando cese el horror. “No creo que estaría segura, ¿podría caminar tranquilamente? ¿Tendría que ser rehén de unos guardaespaldas? Y a la vez no quiero andar en camionetas blindadas. ¿Por qué tendría yo que ser una privilegiada, gozar de protección? No. Siempre quise que mis hijas se criaran allá, mi sueño era vivir en mi país, quién sabe si se cumpla. Recuerdo que siempre me hizo muy feliz regresar al término de una gira, era una emoción enorme llegar a Maiquetía, a casa, pero por ahora no es posible”, consigna.

Tiene 9 años en el video que la muestra luciendo un vestidito de manguitas bombachas y zapaticos de charol, es la solista de un concierto en México, dirige la orquesta Eduardo Rahn, no luce nerviosa, pero se frota las manos. Recuerda con claridad también este momento, “siempre jugaba antes de tocar, y si me frotaba las manos es porque seguramente hacía frío en la sala”.  Conocida en medio mundo vuelve a la memoria la circunstancia precisa de ese ir y venir, de crecer junto al piano, de hacer allí vida, piano nido, del retorno a los referentes que enmarca en un gesto: aterrizar en Maiquetía. “Te repito, el corazón que no me cabía en el pecho de la emoción…”.

El juego de la memoria, la persistencia de ella, el anhelo, las manos a la obra, el país, he ahí el repertorio que es clave en Gabriela Montero; que es música y que en ella vibra forte, fortissimo se abra o se cierre el telón.

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