Cultura

Hayao Miyazaki y el camino del viento

Su nombre produce brincos de estómagos para todos los adeptos y fanáticos del manga. Miyazaki rompe paradigmas de un cine infantil que nada tiene que ver con mentes inocentes. Él es el hombre cuya obra da cuenta de una poética comprometida con el quehacer del espíritu. En 2015, ganó un Oscar

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Detrás de Heidi y su abuelito dime tú se encontraba un joven Hayao Miyazaki (Tokio, 1941), vigilando los planos y los ajustes de escena. Así como en el melodrama de Marco, donde se encargó de la escenografía. Ahora el director y productor de cine e ilustrador, Hayao Miyazaki, anuncia su retiro este año, pero continúa con papel y lápiz en la mano, como buen maestro del manga. El cineasta dirigió once películas que erigen un canon indispensable para entender el cine animado japonés que mantiene cautivos a seguidores en todo el mundo. El año 2002 trajo la consagración internacional cuando obtuvo, con El viaje de Chihiro (2001), el Oso de Oro de la Berlinale y el Óscar a mejor cinta animada, así como un reconocimiento a su trayectoria en el Festival Internacional de Cine de Venecia.

En 2005 figuró de nuevo con una nominación de la Academia norteamericana, gracias a su trabajo en El castillo ambulante (2004). Comparado con Akira Kurosawa por el valor filosófico y poético de sus películas, Miyazaki ha formulado una obra que rompe con el lugar común de un cine infantil para mentes inocentes. La muerte, el amor y la fuerza destructiva tanto de la naturaleza como del hombre han elaborado un discurso cinematográfico que inspira a una generación de nuevos artistas, esperando así que el Estudio Ghibli, imperio creativo fundado en 1985 por Miyazaki junto a Isao Takahata, cuente con una larga estabilidad, especialmente ahora que el emperador del animé ha decidido retirarse.

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Su última película, El viento se levanta (2013), alborotó miramientos entre la izquierda y la derecha de su país, puesto que para ambas fue irresponsable la perspectiva que narró el nacimiento de la aviación japonesa. Para otros fue un tributo a las pasiones creativas y al amor, iluminados por los versos de Paul Valéry: «¡El viento se levanta! … Debemos intentar vivir». Esta cinta no brilló por los elementos sobrenaturales a los que acostumbró a su público y sí en cambio por una relectura de un momento histórico y su cruenta carga en la conciencia nipona, acompañado siempre por la música de Joe Hisaishi, otro maestro fundamental. Como sea, a su alrededor coinciden varias generaciones para aplaudir una obra que deja una paleta de mitos monumentales. El pasado 8 de noviembre John Lasseter fue el encargado, en poco más de seis minutos, de homenajear y agradecer a un modesto Miyazaki con un Oscar honorario, por representar como el mismo Miyazaki dijo, «a la última época en que hacemos cine con papel, lápiz y película».

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Su obra da cuenta de una poética comprometida con el quehacer del espíritu: Ponyo en el acantilado (2008), la historia de una niña pez —saludos a Hans Christian Andersen— conjuga nociones idealizadas sobre las relaciones humanas: que los dioses aman a sus mortales, que los monstruos se redimen y que un corazón puro siempre vence al mal. Desde Eros y Psique, pasando por Disney o por ciertas novelas vampíricas, se cree en comuniones entre lo sagrado —o lo diabólico— y lo mortal. Miyazaki domina el tenebroso oficio de erotizar la inocencia, de convertirla en rebelión contra la soledad: sus niñas valientes, sus niños enamorados, sus dioses caídos o amenos y sus brujos vencidos ofician un inventario poético. “El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora”, dice Octavio Paz. Y continúa: “la poesía erotiza al lenguaje y al mundo porque ella misma, en su modo de operar, es ya erotismo”.

El amor en el universo Miyazaki, además de cursi y quizás humanamente irrealizable, es metáfora o sexualidad transfigurada porque convierte en discurso, en proyecto poético, lo que en otro lugar solo serían órganos, transacciones biológicas o rumores, chismes de un viejo ardor.

En Mi vecino Totoro (1988) acontece una gracia fundamental cuando la pequeña Mei, al relatar el encuentro con el espíritu del bosque, se enoja porque siente la incredulidad de su padre y su hermana: el padre le asegura que no ha dudado y que lo apropiado es que se dirijan al templo para agradecerle a Totoro haber cuidado de ella. En estos tiempos agradecer es un don extraño. Y ¿de cuántas doncellas perdidas en la oscuridad está constituida la Historia? ¿De cuántos dioses espiados mientras dormían se compone la genética de la memoria? De igual forma, San, la heroína en La princesa Mononoke (1997) desde un imaginario japonés guarda correspondencia con la Artemisa protectora de la naturaleza, «del terreno virgen, Señora de los animales» ―como recitaría Homero―, en una denuncia a la explotación cruenta de los recursos naturales por parte del hombre: un llamado a que restablezcamos el equilibrio perdido entre las fuerzas que nos sobrepasan y nuestra propia debilidad.

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“Tener un origen divino es tener que nacer todavía como hombre”, apunta Maurice Blanchot. Como sucede en El viaje de Chihiro, la joven protagonista emprende un viaje iniciático rodeada de dioses y demonios, mientras ella misma alcanza un renacimiento como humana y mientras Miyazaki preserva una tradición que busca su lugar en el mundo moderno. Es una tarea dramática nacer todavía como humano: es el caso de Ponyo, hija de la diosa del mar, que para obtener sus brazos y piernas amenaza con ahogar al mundo. Ya lo señalaba Mircea Eliade: “Los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado en el Mundo”, a fin de explicarnos cómo una realidad se ha constituido en forma de gesto, comienzo o destrucción. Por eso Miyazaki es un recitador mitológico, un agitador de arquetipos. Quien desea rememorar el origen de nuestras pulsiones no puede ser un creador inocente.

La entrega de Nausicaä del Valle del viento (1984) y su conocimiento del lugar que merece cada criatura en el mundo pueden calificarse como heroicos y también como suicidas: por este impulso temerario podríamos considerar que Miyazaki tal vez sea uno de los cineastas más feministas de la historia. Sus princesas no esperan que nadie trabaje por ellas: ellas mismas son acción y desenlace, nunca un resto pasivo, y acaso se atreve a proponer la idea de un cristianismo más humanista: Nausicaä es La elegida, Nausicaä vendría a redimir los pecados de su especie, al igual que aquel famoso hijo de Dios. Una mujer también puede ser lo que hace falta.

Queda así honrado un público leal, asistiendo a las películas de Hayao Miyazaki para consumar un acto de fe: una confianza que permita sobrevivir a la realidad, pero sobre todo, a la tarea de ser humano.

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