Ciudad

Hotel Humboldt, Tomás Sanabria y el gasto con botas

El hotel Humboldt, maravilla arquitectónica que concretaría la entelequia de la modernidad en Venezuela, cumple 60 años. Y el arquitecto Tomás Sanabria, su hacedor, 92 si estuviera vivo. Una historia de belleza e ideas vanguardistas se amarillea en esta edificación golpeada por la corrupción. Desvalijado, arruinado y hasta abandonado, sigue esperando su reinauguración prometida por Maduro en 2014

Fotografía de portada: Anderson Betancourt
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Colosal, portentoso, fálico, en el año de sus 60, el Hotel Humboldt permanece erguido e insondable a la vista de todos, desde el valle, desde el mar. En sigiloso proceso de remodelación —Maduro anunció que estaría listo en 2014 y ya van dos años de chito—, “el faro más fantástico del mundo”, como llamaría William Niño a esa joya arquitectónica suscrita por Tomás Sanabria, contra viento y marea se yergue, además, sobre un fantástico pedestal: el Ávila, la montaña hasta cuya cima subió el explorador alemán Alexander von Humboldt el 21 de noviembre de 1799 y de la cual escribiría luego en su bitácora que había sido el “más hermoso de los caminos recorridos” en su viaje a América. No imaginaría que el 29 de diciembre de 1956, 157 años después, sería erigido en el tope de aquella cobija verde y exuberante un hotel fantástico que llevaría su nombre. Ojalá que cuando sea restaurado —fueron aprobados 397 millones de bolívares en 2012 para tal fin— no sea también rebautizado. Podrían llamarlo, ay no, hotel Che, (y al cafetín, Te Castro).

Icono del diseño internacional, mantendrá siempre la altivez de origen que no han disminuido ni los consuetudinarios saqueos que desmantelaron su elegante mobiliario o su vajilla y cubertería de relumbre —mandada a hacer especialmente y marcada con el logotipo del hotel—, ni el abandono que, de tan prolongado, convertiría precozmente a este referente icónico de la modernidad en su principal reliquia. Monumento al ingenio y un homenaje a la voluntad que desde la primera línea que lo esboza hasta el día de su inauguración se alía con la excelencia, también podría ser incómodo bastión de la arrogancia y la falta de sensatez. Pero ¿puede alguien no maravillarse con su prodigiosa presencia?

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Erigido con velocidad de vértigo entre mayo y diciembre de 1956, convocó a los mejores para su construcción impecable, en todas las instancias y áreas de planificación y ejecución. Una nómina de 600 trabajadores de distintas procedencias —los italianos serían notables en el manejo del cemento y fundiciones, los portugueses en el trabajo de la madera y ebanistería, los españoles, domeñando el hierro, los venezolanos como operadores de máquinas…— requerirían de 40 millones de kilogramos de materiales varios para acometer la magnífica obra cuyo ritmo mantuvo siempre la misma intensidad delirante desde que comenzó —el inicio lo pautó el revuelo de una motosierra agujereando una roca avileña— hasta estar listo. Sin un minuto de pausa, el calendario laboral sería continuo, de día y de noche, y totalizaría dos millones de horas hombre. Aquella liga de naciones, obreros y expertos de medio mundo hablando en tantas lenguas, sería capitaneada por los ingenieros a cargo, Gustavo Larrazábal y Oscar Urriztieta, según el trazo audaz y genial de Tomás Sanabria, quien este 20 de marzo cumpliría 92 años.

Alumno loado de Harvard y quien cuenta entre sus profesores de Arquitectura con Walter Gropius, fundador de la Bauhaus —movimiento al que arrinconó el nazismo a tal punto que sus luminarias emigraron a Estados Unidos—, Tomás Sanabria recibió lecciones imborrables sobre los valores humanos de la arquitectura, la necesidad de articularla con la naturaleza, la importancia ética de respetar antes que a nada, al ambiente. Recién graduado con honores, regresa a Venezuela con la cabeza echa un hervidero. Las ideas de una arquitectura integrada al entorno, de edificios en diálogo con el espacio público que ellos también son abiertos a la luz son premisas que convertirá en estilo. No tardaría en hacerse notar. Produce embeleso el edificio de la Electricidad de Caracas, en San Bernardino, obra para cuya inauguración es invitado el dictador Marcos Evangelista Pérez Jiménez. Tan impresionado queda el general que se asumió anfitrión de la fiesta del hormigón que, sin pensarlo dos veces, le encarga el hotel, la joya de la corona. Epopeya que espolea el “gran ideal nacional” y el anhelo de grandeza, y ceba la bonanza petrolera, tiene un punto de partida impensado.

Proveniente de Argentina, llega a Venezuela el ingeniero Vladimir de Bertren, un hombre de una vida intensa, emparentado con la nobleza rusa que migró a Francia luego de la revolución bolchevique. Piloto en la Segunda Guerra Mundial, queda hipnotizado, como tantos, por el Ávila y de inmediato tiene una ocurrencia: la construcción de un teleférico entre la ciudad y el tope de la montaña. Se las ingenió para tener una cita con el ministro de Obras Públicas de entonces, Bacalao Lara y lo convenció de la conveniencia del plan. Eran tiempos de represión de ideas, y holgura de sueños.

Suben al Ávila, y luego de una jornada extenuante de ascenso, llegan a la cumbre recibidos por una espesa y juguetona niebla. Repentinamente, se despeja el cielo, que junto a él están, y pueden ver, desde un envidiable punto de mira, a Caracas, la picota del llamado progreso, los urbanismos en desarrollo. Convencidos de que un teleférico puede ser, sin duda, un atractivo turístico —pagaría la gente por ver qué hay arriba y desde allí ver hacia abajo—, se añade a la empresa una nueva aspiración que también logra consenso: alzar allí, en la cúspide, para todo el que quisiera tomarse la belleza con calma, un gran hotel con no menos de 800 habitaciones que daría cobijo a quien quisiera pernoctar en el techo de Caracas. Pérez Jiménez saca cuentas: en La Guaira se erige el hotel Gaicamacuto, en el nivel 0. En Caracas, el Tamanaco, al nivel de la cota 1000. El Humboldt debía ser el hotel a 2000 metros sobre el nivel del mar. Sobre el nivel del mal. Aprobado.

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Caracas toda es entonces remodelada, y se despide de la historia fundacional para entrar en la modernidad. Metrópolis que el MOMA reverenciará años después, ciudad que cuando se termine de hacer quedará bien bonita —palabras de Cabrujas— ahora cuando como entonces la democracia también es anhelo, y del banquete solo se ven las migas, quedan sin embargo, las obras y la palabra terca haciendo constancia. El hotel Humboldt y el delicioso libro El hotel Humboldt un milagro en el Ávila, objeto de culto que narra la proeza que significó soñar, calcular y alzar allá arriba, a 2140 metros exactos sobre el nivel del mar, aquel cilindro tan artificial y tan entrañado a la montaña como si fuese su corona. Con ventanales enormes de piso a techo, con suficiente porosidad como para que el paisaje se inmiscuyera en el confort, con estudio de la ventilación y de los sistemas de sombras, acristalado como comenzaba a difundirse, bajo la influencia de Mies van der Rohe, el hotel tiene quien lo cuente.

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Sobre la decepción de Tomás Sanabria a quien Pérez Jiménez le dijo que en su gobierno nunca se permitirían los casinos —solo un lugar de entretenimiento así, que atrajera el mayor consumo posible podría ayudar a hacer sustentable el hotel— y sobre la del militar de La Mulera que inauguró un hotel no de 800 sino de 70 habitaciones tipo suite ubicadas a lo largo de 17 pisos —y claro, con fácil acceso a la piscina templada, al restaurante de postín, a los bellos alrededores según el paisajismo de Roberto Burle Marx—, así como de la historia enorme y también menuda de este edificio que ha seguido latiendo y dando de qué hablar trata el libro que fue coordinado editorialmente con primor y devoción por el hombre de letras Federico Prieto y que compite en belleza y revelaciones con el del mismísimo Humboldt, Alejandro. Solapas duras adentro, esta publicación de Fundavag contiene además de la seductora prosa de Joaquín Marta Sosa, un video de más de 40 minutos que es un batacazo en las redes —cuenta con imágenes de la época y entrevistas a sus protagonistas la historia zigzagueante de este hotel—, amén de una pertinente cronología que arranca con la creación del mundo, y una portada seductora, de antología, foto también de Federico Prieto.

Es un viaje, una estación, una ciudad, un tiempo. Un reconocimiento a una obra y a su autor, Tomás Sanabria, el que dijo: “No hay arquitectura sin ciudad”. Frase que es como un delta, no solo por lo tanto que fluye de ella sino porque es la precisa comprensión de lo que es una ciudad, como lo explica el arquitecto Juan José Pérez Rancel: contenedor y contenido. Las ciudades no solo son la escenografía, útero. Son las calles, los edificios, las plazas, los árboles, los besos, las esquinas, los carteles, el aire, el farol, el grifo, el papagayo, el perro famélico, la risa. Un edificio cuyas escaleras desembocan en la acera hace guiños, se insinúa, lame la calle. Tomás Sanabria, reconocidísimo arquitecto creador del Foro Libertador —“la nueva sede de la Biblioteca Nacional cambió allí la forma de respirar”, diría la arquitecto Fina Weitz— , el edificio del Banco Central de Venezuela, el Centro Ciudad Comercial Tamanaco y la sede del INCE en la avenida Nueva Granada siempre defendió la tesis de que los edificios deben generar espacios urbanos.

Estudioso de Le Corbusier y vale reiterar, de los tema ambientalistas como el visionario que fue —la protección solar y el condicionamiento climático basado en la arquitectura y no en las instalaciones de aire acondicionado—, quien fuera el primer director de la nueva Facultad de Arquitectura de la Central, y parte de la segunda generación de arquitectos modernos caraqueños —José Miguel Galia, Martín Vegas, Guido Bermúdez, Fruto Vivas, Henrique Hernández, Guinand, Benacerraf—, es autor, también, de una de las obras más importantes realizadas en la década del cincuenta y que resumiría su afán por la arquitectura integral: el central azucarero El Palmar, construido en acero, y con disposición de planos horizontales de fachada de manera tal que posibilitara la ventilación. Galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura en 1967 y doctor Honoris Causa por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela (UCV), Tomás Sanabria falleció el 21 de diciembre 2008. Sus cenizas, según su deseo, serían esparcidos en el Ávila.

“Los ranchos de Caracas crecen a un ritmo más acelerado que la ciudad ‘formal’: el conjunto de ranchos de Petare, posee más de 600 mil habitantes. Por ello, nuestros arquitectos, en vez de maravillarse ante las impactantes obras ajenas, publicadas en revistas con papel cromo, deben mirar hacia la realidad circundante, e imaginar nuevas soluciones para los problemas de la vivienda y los servicios sociales de los estratos más necesitados de la población, cuya dimensión creciente presiona en forma angustiante sobre las estructuras urbanas”, dejaría soportadas con base, sus palabras.

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