Opinión

Invisibilidad: el súper poder que dio la revolución a los venezolanos

A mí nadie me va a pedir perdón porque el súper poder más grande que me ha dado la revolución es el de la invisibilidad. Como muchos venezolanos, la gran mayoría de hecho, yo soy un ente inexistente metido en el mismo saco del enemigo común que el Gobierno ha denominado “Ellos”

Composición fotográfica: Andrea Tosta
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El título de esta nota es engañoso. La revolución por supuesto no me ha dado nada más que angustia, tristeza y desespero. La podría culpar por las tres canas que recién he descubierto mientras me veo al espejo por las mañanas. Pero no le puedo echar esa vaina. Suficiente tiene ya esta neo-dictadura con la anarquía, la impunidad, la escasez y el desgobierno como para también asumir responsabilidad por las canas ajenas.

Tampoco la revolución reconocería su culpa por mis canas si se diera el caso. Aunque deberían. Cuando todo esto termine, más de un “revolucionario” va a tener que responder por sus hechos, muchos de ellos verdaderas ofensas en contra de los derechos humanos. Si fueran inteligentes, por lo menos admitirían un crimen menor como el de haberme sacado canas. Mínimo un perdón así tipo “disculpa, pana. No sabía”.

Las banalidades de mi vida cotidiana son incomparables con los problemas que padecemos los venezolanos hoy en día, pero me obligo a pensar en ellos por unos instantes. Es triste pensar que nadie me va a pedir perdón por haberme cortado el agua. Jamás recibiré una tarjeta que diga “Lo Siento” por todas esas veces que se ha ido la luz sin razón aparente. Ni siquiera un vale por caídas del sistema, inexistencia de medicinas o abuso de cadenas de radio y televisión.

Eso es risible. ¿Me van a pedir perdón por obligarme a ver una cadena cuyo único propósito fue mostrar a Nicolás bailando cumbia con Cilia? Por favor. ¡Si yo para la revolución ni siquiera existo!

A mí nadie me va a pedir perdón porque el súper poder más grande que me ha dado la revolución es el de la invisibilidad. Como muchos venezolanos, la gran mayoría de hecho, yo soy un ente inexistente metido en el mismo saco del enemigo común que el Gobierno ha denominado “Ellos”. Jamás, ni en nuestras peores tragedias, he formado parte del saco llamado “Nosotros”. Es ilógico por donde se vea, pues mi partida de nacimiento sí dice que soy venezolano y debería estar en ese equipo. Pero no me consideran así. De hecho, me suponen algo más extraordinario.

Por mis ideas y pensamiento crítico contra el “Socialismo del Siglo XXI”, la revolución afirma que no formo parte del pueblo sino del anti-pueblo. No soy compatriota sino traidor a la patria y no soy heredero de la tierra de Bolívar sino un patrono oligarca, burgués y capitalista que quiero robarme tres estados del mapa para formar un latifundio personal.

No me puedo quejar. Para ser un ente invisible, yo soy el papá de los helados.

Nadie sino un súper poderoso invisible puede en diecisiete años haber causado golpes de Estado en marcha —por cierto, ¿en marcha de qué?—; abierto fuego a una guerra económica; planificado intentos de magnicidio; e impedido la felicidad suprema de todo un pueblo. Para ser alguien que jamás han tomado en cuenta, salvo para culparme de todos los males que ha sufrido Venezuela y clavarme impuestos cuyos resultados no veo palpables sino en arsenal militar, escoltas y relojes Rolex en las muñecas de los ministros, yo y mis compañeros en el saco de la inexistencia somos unos duros.

Pero lo cierto es que sí existo y aquí estoy. En Venezuela. Con otro súper poder más grandioso y magnánimo que sin saberlo también me ha dado esta revolución: el poder de la memoria.

Yo jamás voy a olvidar del desangramiento económico y social que hirió la Revolución a Venezuela, ni los presos políticos, ni los muertos injustos, ni las protestas que no fueron atendidas. Nunca olvidaré a los enfermos, ni a los niños que no tuvieron la educación merecida. No dejaré de pensar en las madres que jamás pudieron decirles adiós a sus hijos ni a los padres que lloraron al llevarse a su familia completa por la frontera.

Como un álbum de barajitas Panini del Mundial de Fútbol, yo he coleccionado en mi memoria el nombre y apellido de cada uno de los funcionarios responsables de las desgracias, de la censura, la escasez y la persecución de todos mis compatriotas. De todos. Desde el eructo de Acosta Carlez, a las “colas sabrosas” de Jacqueline Faría y del “rojo, rojito” de Rafael Ramírez al “profundamente chavista” de Alcalá Cordones. El súper poder de la memoria no dejará que olvide que formé parte de un grupo importante de personas “fascistas” al que le mandaron a echar “gas del bueno” porque “más nunca volverán” y a quienes le prohibieron el acceso a sus divisas y dinero bien trabajado porque “sin control de cambio, nos tumban”.

Parafraseando una frase de Baudelaire sobre el diablo, el truco más grande del Gobierno fue convencer al mundo de que más de la mitad de los venezolanos como yo no existíamos. Poco sabe, incluso hoy en día, que ese también ha sido su más grande error. Cuando ya mi cabeza esté totalmente llena de canas y siga insistiendo en la restitución de los derechos vulnerados de los venezolanos durante esta nefasta revolución, este Gobierno querrá pedirme perdón por esas tres canas que hace años me vi frente a un espejo.

“Muy tarde”, les diré. Reconozco que el perdón también es un súper poder, pero tampoco uno es pendejo.

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