Íconos

Isabel Palacios: el canto de una criolla principal

De maneras nobles y verbo ajustado, Isabel Palacios no se rinde en su deseo pertinaz de hacer buena música: Moteverdi, Bach, Mozart mediante. Le gusta expandirla,  llevarla a los oídos sensibles. Fundadora de la Camerata de Caracas, sempiterna esposa de Cabrujas, fiel a la construcción del hombre nuevo, el Renacimiento lo hizo suyo. Florece en su carne

Publicidad

El camino serpenteaba colina arriba mientras a los lados, fugazmente, ocurría una rara competencia entre edificios y árboles, a cual más imponente o frondoso, y en la atmósfera soplaba el recuerdo de una tarde de calor africano, de un cerro El Ávila seco, blanco, muy delineado por los efectos ópticos de la insólita canícula. Ya en el portalón de acceso a la que otrora fuera la villa de Armando Planchart Franklin y su esposa Anala Braun Kerdel, diseñada por el arquitecto Gio Ponti, se respiraba lo que sería una bella contradicción: música renacentista bajo el ala moderna de la arquitectura yate, internacional en que se circunscribe la quinta El Cerrito. Quizá la primera vez que “la directora” desplegaba su corte en una mansión y no en un palacio. Prudentes y sensibles se mostraban todos cuanto aguardaban su aparición. Al fondo, las orquídeas de la eterna señora de la casa, o los trofeos de cacería subrepticios del fallecido amo que aparecen y desaparecen bajo el efecto mágico de un botón; pero también un órgano, clavecín, violas de gamba, violines, bajón, tiorba, flautas dulces. Y de pronto, un ahogado silencio y una salva de aplausos. Nigérrimos en vestiduras entraron los miembros de la Camerata de Caracas, y bajo los acordes telepáticos de la diosa central, se alinearon en fila cual cofrades de una procesión. Ya estudiado el auditorio, alzó la mirada y la voz para contextualizar a sus osados concurrentes: “En este concierto nos trasladaremos a la Italia de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, y escucharemos obras de Peri, Caccini, Da Gagliano, Frescobaldi, Gastoldi, Banchieri, Barsanti y, por supuesto, del gran Monteverdi…”. Una palabras más, una sonrisa menos, y ya Isabel Palacios Zuloaga entornaba los ojos para que su batería de músicos inaugurara el tributo al egregio cremonés y sus contemporáneos. Y los ojos de un verde que pueden competir con el jade, la blancura que brotaba de su piel como un don de la luz, la profusa cabellera castaña, el imperio, el ritmo del paso, la seguridad en sí misma, y algo así como un hálito que se desprendía de su silueta, parecían paralizar tiempo, espacio y pensamientos para que solo tesituras e instrumentos tuvieran vida, y para que únicamente ella absorbiera el furioso arrebol de esas frescas energías.

isabelpalacios1

Nacida en cuna de solar conocido, con próceres independentistas en su savia genealógica, hija de Gonzalo Palacios y Herrera y de doña Luisa Zuloaga y de las Casas, la niña Isabel creció rodeada de una diversidad artística más que peculiar: pintores, toreros, cantaores, bailarines, escritores como Miguel Otero Silva o Pablo Neruda…en fin, una pléyade a mano que pronto traería la consecuencia de una infancia poco normal; esto sin obviar el interés de su madre en que estudiara en una escuela, sino pública, plural para forjar el espíritu aterrizado del que ahora es feliz portadora. Y si de ella, de la pintora, aprendió a soñar materializando, de su dilecto padre captó el buen humor frente a los momentos difíciles, el cultivo de los amigos, el amor por la historia y el fervor por el orden. Sin embargo, existe incluso una criatura increíble a quien le adeuda su sensibilidad por las palabras: María Fernanda, su única y mayor hermana. “Ella siempre fue, y sigue siendo, mi mejor amiga; la de los sabios consejos, la que me decía qué leer de acuerdo a mi edad y la misma que me dejaba en estado de shock permanente con un párrafo de Rilke”. “Sin embargo -prosigue- descubrir una obra nueva (la Tercera de Brahms, por ejemplo) me podía quitar el sueño por cuatro días, lo mismo que un cuadro de Velásquez”.

Alumna insigne de Gerty Haas, Fedora Alemán, Gonzalo Castellanos, Modesta Bor, Ángel Sauce, Ryth Gosewinkel, Vera Rosza y Alberto Grau; eterna esposa de José Ignacio Cabrujas; madre amantísima de Diego y Gonzalo; fundadora y directora artística de la Fundación Camerata de Caracas, pariente legítima de la madre del Libertador, sigue siendo aquella inquieta niña de seis a quien, en un cumpleaños en casa de los Otero Silva, le dio por alejarse de la chiquillada para componer en el gran piano de cola del escritor; o la que mintió para que la aceptaran en una cátedra de canto, alegando haber sido alumna de una tal amiga de su mamá llamada Morella Muñoz; también la que pasó un mes entero disfrazada de doña Jimena tras ver la película El Cid —y de la que extraería su arrebato por la música antigua—; o la que estudió ballet, pintura, artes plásticas, grabados…distinguiéndose en cada uno cual artista renacentista; la que puede tornarse de una parte atrayente y de otra temible; la que solo sueña con un viaje por toda Venezuela junto a sus dos hijos…la misma a quien hasta los ángeles bajan del cielo y los diablos del infierno suben a escucharla. En suma, la niña, la adolescente y la mujer de 64 años en que se conjuran, fantásticamente, los dos polos de la raza: el que se está quieto y el que marcha. El estático produce los místicos; el dinámico, los conquistadores.

Tu casona natal en Los Rosales, ahora puesta al servicio de la Camerata de Caracas, durante tu infancia estuvo llena de artistas, literatos, toreros, bailarines, cantaores, escritores… ¿Cuál episodio o cuál personaje ligado a ellos te impactó más?

Si apartamos del grupo a mis propios padres, creo que, por su cercanía, personajes serían Miguel Otero Silva y el “paisa” Jaimes Sánchez; pero también jugar “la mancha de Rochas” entre dos equipos —algo demasiado largo para describir, pero con ese juego tuve que madurar a grandes saltos para que, por ejemplo, confundieran mis papelitos escritos con los de Miguel Otero por necesidades estratégicas de nuestro equipo. Episodios hay miles y todos forman parte de mi historia. El taller de mamá era un sitio donde se respiraba el trabajo creativo, respetuoso, experimental y apasionado durante toda la semana, y a la vez donde se realizaban, todos los sábados, las reuniones-fiestas más increíbles del mundo que iban desde aprender a bailar twist en colectivo, hasta representar una escena de la ópera china. Recuerdo bien, por ejemplo, la escenificación completa de un Salón Oficial del Museo de Bellas Artes, en la cual cada pintor hizo el cuadro de otro compañero, y así Hugo Baptista era pintado por Jaimes Sánchez, mamá hizo a Luisa Ritcher, la Richter al Paisa, Ángel Luque a Jacobo Borges, Tecla Tofano a Harry Abend, y Harry a Cruz-Diez, etc. Lo cuento y puede parecer mentira, pero eso pasaba. Hoy en las fiestas la gente ni habla porque la “música” se pone a unos volúmenes ensordecedores, y no hay espacio para la imaginación.

Quiso la Nena Palacios que estudiaras en un colegio público. ¿Qué aportes te trajo esa experiencia que no te hubiese aportado la contraria?

No estudié en uno público, pero “casi”. Estudié en el Colegio Santa María que quedaba de Velásquez a Santa Rosalía, y eso me aportó amigos, maestros maravillosos y conocer como la palma de mi mano el centro de Caracas; lo que sin duda me dio una visión completa de lo que es ser venezolana y caraqueña. Si hubiese sido lo contrario, no sería la misma que soy.

¿Quién es, para ti, María Fernanda Palacios?

Es una de las personas más inteligentes y cultas que existen, es mi hermana, mi amiga, mi guía, y una maestra y escritora como pocas.

Gerty Haas, Fedora Alemán, Gonzalo Castellanos, Modesta Bor, Ángel Sauce, Ruth Gosewinkel, Vera Rosza y Alberto Grau. ¿Cuál de ellos te formó más?

Imposible de contestar. Es como preguntarle a tu hijo: ¿a quién quieres más: a tu papá o a tu mamá? Lo que sí puedo decir es que tuve la bendición de ser formada por todos ellos, y que cada uno sembró en mí una semilla diferente que floreció y, según creo, dio buenos frutos: el amor por la música, el respeto y la dignidad de la profesión, maravillarme ante la dirección de una melodía, la alegría del ritmo y la magia de la armonía, la humildad frente a los grandes maestros y sus obras, la disciplina y la meticulosidad al trabajar, los sueños por perseguir, la maravilla de la voz humana y el trabajo incansable y constante,  y todos en mí —y de por vida— tienen mi amor y mi agradecimiento infinito.

Por padre estás emparentada con el Libertador. ¿Qué opinión te merece la película homónima de Alberto Arvelo con Édgar Ramírez?

Confieso que no he visto la película pues entre los conciertos, los ensayos y los virus horribles que he padecido recientemente, he estado encerrada.

Hubo un tiempo en que estuviste negada a conceder entrevistas. ¿Por qué?

Generalmente me gustan las entrevistas y las disfruto enormemente; soy una persona abierta y en mi profesión no escondo nada porque no tengo nada que esconder; pero pasaron algunas cosas no muy agradables: respuestas que al ser sacadas de contexto podían entenderse al revés y otras redactadas de forma tal que se malinterpretaron. Creo firmemente que cuando un artista está atravesando un proceso complejo, cuando está cargado de dudas y contradicciones, o cuando se dirige hacia transformaciones casi dignas del ave fénix, es mejor callar. Las renovaciones y los cambios profundos deben hacerse en silencio, sin comentarios. Son asuntos muy privados y hasta dolorosos.

¿Cuál de esos grandes músicos, tus favoritos, escuchas más?

Hoy en día destilo Monteverdi y Mozart junto a Bach y Brahms, puesto que al no estar muy activa como cantante en los escenarios, Mahler y Beethoven, que eran mis amigos cercanos, se han alejado un poco (pero igualito los amo).

 ¿Qué director de orquesta, cuál cantante lírico te tiene interesada actualmente?

No estoy sumergida en ningún director en particular, pero por supuesto sigo con mucho interés la carrera de Gustavo Dudamel y escucho al gran maestro Simon Rattle —aunque sigo rechazando eso de que me hablen, por ejemplo, de “la Traviata de sultano”, pues para mí siempre será la Traviata de Verdi y el director, su orfebre. En cuanto a cantantes es mucho más fácil: Jonas Kauffmann, Sara Mingardo, Philipe Jarouski y Cecilia Bartoli son quienes hoy en día me cautivan y me interesan.

¿Por qué Juan Sebastián Bach es para ti el mayor músico de la historia de la humanidad?

Tan sencillo como que si Bach no hubiese existido la música sería otra cosa y estaríamos en otro sitio. Ahora bien, hay muchos otros compositores fundamentales, por ejemplo, Josquin Des Prez es para mí el gran responsable de la polifonía, y sin el Orfeo de Monteverdi simplemente no existiría la ópera.

Hace unos años soñabas “con una Camerata estabilizada, con presupuesto, que todos mis integrantes y profesores ganen suficiente dinero como para que puedan dedicarse solamente a esto, que lo hacen tan bello”. ¿Se ha materializado ese sueño?

No, lamentablemente ese sueño sigue allí, esperando. Muchos otros se han materializado, pero económicamente no hemos logrado esa anhelada estabilidad que representa la dedicación de sus integrantes y la posibilidad de planificar con tranquilidad todas nuestras actividades artísticas y pedagógicas.

Antes era la capilla de la Escuela de Enfermería de la UCV en Sebucán. Ahora, el Teatro Nacional. ¿Cómo haces para conseguir esos espacios tan especiales?

Sé que a veces rayo en lo fastidiosa, pero soy muy estricta a la hora de elegir espacios para los conciertos: la acústica tiene que ser la ideal. Lamentablemente hay muchos escenarios que son, en el fondo, sordas salas para que “nada se oiga”, necesitadas de micrófonos y monitores; y eso es exactamente lo contrario a lo que requiere la música que nosotros hacemos. Nosotros y cualquier músico “acústico”, como los llaman hoy día. Siempre digo que a nadie se le ocurre invitar a un pintor a exponer su obra en una sala sin luz, pero los músicos vivimos actuando en sitios que distan mucho de ser los adecuados para que se oiga lo que uno hace. El Teatro Nacional es una joyita y su acústica es deliciosa, así como la capilla de las enfermeras, la Iglesia San José del Ávila o de la Universidad Santa Rosa. Yo seguiré buscando esos espacios porque no solo me gusta que el público oiga bien, sino también que los músicos se sientan cómodos y felices mientras trabajan.

¿Toca pactar con los dirigentes de turno con tal de llevar la música a más público? ¿Cómo es ese diálogo entre música para élites, o al menos para ciudadanos sensibles, con una masa que se inclina por el reguetón?

La verdad es que nunca he pactado ni me han pedido pacto. Nosotros hacemos la música que hacemos donde se nos respete, y si tocamos en Sebucán o en la Iglesia de San Francisco, el repertorio es el mismo. No me vendo. Creo que la buena música no entiende de élites y el reguetón, tampoco. Bueno, el reguetón no entiende nada. La Camerata, por ejemplo, está formada por personas de todo tipo, y algunas vienen de sitios muy humildes y entienden, aman y hacen esa música a la perfección. Por otro lado, hace muchos años “gente de élite” interrumpió un recital de la Camerata en una sala de conciertos porque querían que los mesoneros sirvieran el cocktail previsto, y un mesón estaba ocupado por nosotros con los instrumentos renacentistas. Pregunto yo, ¿quiénes son entonces los ciudadanos sensibles?

¿Cuál será el futuro de la música?

Lo que viene no es fácil, a la música le toca seguir existiendo y, como siempre, la mala se olvidará y la buena quedará, trascenderá. Toca hacerla cada vez mejor y recordar que buena música no siempre significa buen negocio. A la música le toca abrirse de alma, mente y oídos, y entender, aceptar las modificaciones pero permanecer en lo que no se debe modificar nunca y, con todo eso, crecer, enriquecerse y mantenerse. La música tiene que comprender que el MP3 y los “quemados” la hacen oír mal, así como la música sabe que el sonido del CD es inferior al disco de vinil. Y a la música, como arte al fin y al cabo, le tocará como siempre hacernos mejores seres humanos.

Publicidad
Publicidad