Investigación

La Casona: secuestrada por las hijas de Chávez

María Gabriela Chávez defiende los intereses patrios en Nueva York desde agosto de 2014 y aprovecha para darle la cola al poder hasta a su peluquero. Su hermana, Rosa Virginia, que aún vive en Caracas, no quiere soltar La Casona. Ella y su esposo, Jorge Arreaza, son los actuales inquilinos y no abren las puertas ni para dejar pasar las moscas. Maduro tampoco pudo reclamar su aposento acaso por los extraños usos que en la casa presidencial se perpetran. Cumple 52 años pero nadie pudo celebrarlos

Fotografías: Fabiola Ferrero
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Los guardias de verde olivo permanecen apostados en la larga hilera de garitas incrustadas en los topes de la muralla. Un puñado de militares se mantiene en la plaza adyacente. Silencio. Solariega construcción colonial que, una vez acondicionada como residencia presidencial, recibió en puntual alternancia a los gobernantes de la democracia, Raúl Leoni y su familia los primeros, La Casona, como emblemático espacio privado de representación de lo plural, siempre mantuvo abiertas las puertas al entra y sale de gente de distintos entornos, realidades y procedencias, ergo, diplomáticos, políticos, intelectuales, creadores, estudiantes o ciudadanos que iban a la visita guiada. Es distinto de un tiempo a esta parte; un manto de simulación, hermetismo y dudas empaca al referente caraqueño donde dormía el poder nacional. Donde soñaba la democracia.

Cuando acaba de cumplir 50 años de su estreno como residencia oficial —el 19 de marzo de 1966 izan la bandera los recién mudados Leoni—, no se sabe si el patrimonio artístico, valiosas obras de autores venezolanos tales como Arturo Michelena, Armando Reverón, Tito Salas, Pedro Centeno Vallenilla, Emilio Boggio, Héctor Poleo y Alfredo López Méndez, entre otros, así como los bienes materiales que contiene, que pertenecen al estado venezolano, se mantienen a buen resguardo. No se tienen noticias sobre si se cuida con esmero el mobiliario, si en el maravilloso jardín borbotea la fuente, si sombrea la pérgola, si siguen en pie los ébanos y el majestuoso araguaney, si mantiene su belleza el celebérrimo orquidiario. Solo registra un portal oficialista que los comercios circundantes han dejado de fiarles —porque la pizza delivery se paga, sea quien sea el consumidor— a quienes encargan productos por teléfono para consumo en casa, en Casona, porque la cosa no es así.

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Casa tomada por residentes que no intercambian con los vecinos como fue siempre costumbre —el oficialismo circula tras vidrios ahumados—, las hijas del difunto presidente Hugo Chávez siguieron ocupando la residencia luego de la muerte del padre; y aunque Gabriela Chávez fue destacada en la Organización de Naciones Unidas (ONU) en abril de 2015, permanecerían Rosa Virginia y su esposo Jorge Arreaza, con todo y que Maduro, ay, acaso por lo arduo que resulta escucharlo, les hiciera toc toc en 2013 reclamando espacio. Ni a él ni a nadie le abren; y con ello se consolará Maduro, con que no es el único, él, que tan pocas cosas, o nada, logra.

Lo cierto es que cuando quedó a cargo del país —una hipótesis— tras darse a conocer los resultados de las elecciones de hace tres años que lo habrían favorecido —segunda hipótesis—, él y su esposa, “La primera combatiente”, intentaron la mudanza; el forcejeo incluso casi llega a querella. Pero intercedieron los cofrades de la logia roja, alegando lutos, razones políticas y consideraciones varias con el legado más vivo después del mismo Maduro, y sin hacer quedarían las maletas. Maduro no insistiría y se quedaría entonces en Fuerte Tiuna —y acaso creerá que está más seguro rodeado de botas— mientras en la Casona, en aquel lugar exuberante y a la vez sosegado de 6.500 metros cuadrados de verde irresistible, interceptado de frescos corredores y acogedores salones rendidos al perenne diálogo con la naturaleza, se quedaría la descendencia de Chávez, con el argumento del apellido; como si de linaje se tratara.

No puede heredarse un bien público, un bien del estado, pero como el estado soy yo, queda claro el silogismo. María Isabel Rodríguez ex de Chávez, también levantaría la mano para hacer notar que su hija tendría derechos, claro, pero siempre —hasta que viajó a París— viviría con ella. Ella, María Isabel, que por cierto fue la última primera dama en la historia descarrilada reciente que viviría allí —ya vendrán otras parejas presidenciales o presidentes solteros o presidentes mujeres— dijo al mudarse en 1999 que se sentía incómoda entre tanto boato, habiendo tanta pobreza. Entonces se hablaba de que la Casona debería entregársele al pueblo. Entera o por partes. También aseguró allí, sentada al lado de Diana la cazadora, obra señera de Michelena: “Seré la primera en reclamarle a Hugo si intenta afincarse en el poder”, y así consta en la revista Exceso.

Asunto de formas, no de pompa, aclara Carmen Sofía Leoni Fernández, la idea de destinar una residencia a la familia presidencial de turno no tuvo origen en los deseos de grandeza de nadie ni provino de las ganas soterradas de nadie de rodearse de lujos o gratificar egos. “La idea era propiciar un entorno cómodo a los presidentes y su familia, por razones de seguridad más que de privilegio”. En la Casona, que como toda casa sería reflejo y expresión de sus habitantes, convivirán en armonía obras pictóricas de estilo y objetos franceses de siglos pasados; sin hacer estridencia, coexistirían trabajos artesanales populares y cristalería de Bacará, como dice Sandra Pinardi en el libro La Casona. Que más que un muestrario del mestizaje nacional exhibiría la condición libertaria que nos identifica —polarizaciones aparte—: la pluralidad.

Propuesta que publica la Gaceta Oficial del 10 de marzo de 1964, la de la búsqueda de un espacio que pudiera funcionar como lugar donde convocar el consejo de ministros, tener sus despachos privados tanto el presidente como la primera dama, fuera posible hacer una recepción y además fungiera de habitación privada, dos años después, Carmen Fernández de Leoni, doña Menca, entonces Primera Dama de la República, cumple con el requerimiento. Y es que sin perder un segundo, como evoca Carmen Sofía, se concentró en la tarea de buscar el sitio. Vivían Raúl Leoni y su familia en la quinta Los Núñez, en Altamira, donde antes había vivido Rómulo Betancourt —y después, ya dividida en hermosos apartamentos, vivían Ben Amí Fihman y María Sol Pérez Schael, caraqueños singulares, editores de Exceso— y tras realizar algunas visitas a casas posibles de la ciudad, de una se enamoró de inmediato, de la antigua hacienda de caña y café que pertenecía a la familia Brandt. La hacienda La Pastora, que su dueño Alfredo Brandt bautizara La Casona, sería adquirida, tras la pertinaz insistencia de doña Menca, para ser convertida en el referente íntimo del país.

citacasonaUbicada entonces en las afueras de Caracas —su historia data del siglo XVIII— se accedía a ella por el camino real que conducía de Caracas al pueblo del Buen Jesús de Petare, un recorrido exuberante, bordeado por el entonces idílico Guaire, exactamente a la altura en la que confluye el río Caurimare, en lo que ahora es La Carlota. Convencería doña Menca a la dueña, Elisa Elvira de Brandt, tan apegada a sus plantas morichales, a sus flores y a sus plantaciones de café de vender, con el argumento de que no tendría que separarse nunca del todo de su jardín: “Mamá le prometió que podría visitarnos siempre, que creía en la política de puertas abiertas”. El 19 de marzo de 1966, los Leoni durmieron su primera noche en La Casona. “Pero no se acostumbren”, les diría a los hijos doña Menca, “estaremos aquí solo un ratico”.

Andrés Enrique Betancourt sería el arquitecto a cargo de remodelar el delicioso lugar y producir los cambios que la convertirían en espacio donde pudiera asentarse el poder, y a la vez vivir con naturalidad la cotidianidad; no sería muy complicado, el aire familiar ya le era propio. Betancourt decide entonces conservar el estilo colonial original de la estructura, y sus elementos característicos, las columnas, los patios, las rejas ornamentales y las fuentes, así como preservar, como valor estético fundamental, la sencillez de la obra, un patio central donde convergen los corredores que convocan tertulias y contemplaciones.

Y recrear el espacio, tan familiar como plural, le tocó también a Doña Menca. Se paseó por los sótanos de los ministerios y encontró maravillas como una alfombra con pedigrí de origen morisco que había llegado desde España y que permanecía enrollada en los sótanos de una oficina, de la que solo sabía una familia de gatos. Consiguió que los artistas sintieran encanto de estar en aquellas paredes como museo de arte venezolano. “Vivir en aquellos patios y pasar por frente a Diana la cazadora era muy conmovedor”, recuerda Carmen Sofía.

A ese espacio llegaron todos, los elegidos y los invitados, los sucesores de Leoni y los que no tenían por qué. Rafael Caldera dos veces —Mercedes Oropeza sería la chef de postín en la reincidencia—, Carlos Andrés Pérez, también, y Luis Herrera, Jaime Lusinchi y Hugo Chávez e hijas, luego que la política del tornillo echara raíces. Pero antes de ser su más dilatado morador antes integraría el movimiento insurreccional que la acribilla. Fueron casi 250 soldados, cuenta el libro de Sebastiana Barráez editado por la editorial Libros marcados, que sobre la clínica Santa Cecilia, dispararon durante horas, toda la noche y hasta avanzada la madrugada, esperando la rendición. Carlos Andrés Pérez, el presidente que querían los sediciosos deponer, se fue a Miraflores y allí resistió —no acusó entonces el golpe— mientras en la Casona hizo lo propio su esposa, Blanca Rodríguez de Pérez, que desoyendo los consejos de los guardias, insistió siempre en que había que plantarse. Es historia su audacia. Le dijo a un general que no, que no se rendirían. Que si hacía falta, tenían armas en un cuarto. Carolina Pérez, una de sus hijas, le dijo “¿dónde mamá?” Y ella le pidió que se callara, que lo que quería era tranquilizar al general.

Bien de la Nación, cuyos gastos de mantenimiento y seguridad costeará el estado venezolano, la Casona, que también albergaría huéspedes oficiales y celebérrimos —Gabriel García Márquez estuvo allí invitado por Pérez entre otros intelectuales y embajadores— hay quien ha escuchado de celebraciones y saraos, pero más recientemente, su silencio. Esta morada, sin embargo, que no solo expresa a aquellos que la viven en determinados momentos sino que relata el desarrollo del ser nacional venezolano en la república, será recorrida de nuevo por habitantes de concordia, gente conmovida por el murmullo vital de la naturaleza, que se opondrá a más balas. Y será abierta y luminosa. Y quedará a ojos vista la huella democrática de tantos pasos jamás perdidos.

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