Salud

La enfermedad mental de la violencia

No es siquiera un secreto a voces. Lamentable realidad: cada vez son más los venezolanos cuya salud mental está al borde de un precipicio luego de un robo, secuestro o cualquier otro episodio de violencia. Padecimiento tormentoso que acribilla a su morador

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Liliana Espinoza tiene veintidós años y dice que lo mejor es buscar ayuda. En 2013, fue víctima de un secuestro orquestado por la esposa de su pareja, con el fin de vengarse de Liliana a través de un rito mágico-religioso que consistía en “montarle un muerto”, lo cual incluyó torturarla y drogarla a en algún paraje cercano al río San Diego, estado Anzoátegui. De esto Liliana emergió con un episodio psicótico. Requirió el tratamiento psiquiátrico que la devolvería, meses después, a los recodos de la realidad. “Ese hombre me pegaba, él también estaba involucrado en lo que me hicieron. No pusimos la denuncia, ¿para qué? Pero a mí lo que me ayudó fue ir al psiquiatra, tomarme mis pastillas y contarle lo que estaba sintiendo. Yo no podía ver a nadie vestido de negro y a veces veía al bicho malo que se burlaba de mí”. Su madre confiesa que anhelan justicia, pero cómo, a qué precio. Hace unas pocas semanas Liliana estaba frente a su casa y un motorizado le quitó el teléfono. “Aquí la gente hace las vainas porque sabe que no le van a hacer nada. Los mismos policías son unas ratas”, vuelve encendida de rencor.

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¿Sientes que tu vida cambió después de eso? ¿Confías?

—“No, no confío. Le tengo miedo a los hombres y a las mujeres. Después tuve un novio y resulta que también tenía mujer y ya me estaban montando otro trabajo.”

Aunque Liliana cree en el poder de los embrujamientos, también insiste en que la solución es ir al médico para contrarrestar las consecuencias. Piensa continuar sus estudios pero lamenta perder tanto tiempo en las colas para comprar alimentos.

Venezuela encabeza las peores estadísticas: las de un antiparaíso donde el agua para consumir es peligrosa; donde se registra la inflación más alta del mundo, más del 70%; donde los que se van prefieren pasar roncha antes que volver y donde los derechos humanos son quebrantados bajo diversas formas represivas, perpetradas bien desde la delincuencia común o bien desde la delincuencia de Estado. Cerca de veinticinco mil muertos anuales, una impunidad que alarma más allá de las fronteras y un estado psíquico generalizado que prende las alarmas de la Federación Venezolana de Psicólogos son el retrato de un país hundido en sí mismo en un soliloquio ensordecedor. Mientras tanto, el venezolano trata de existir, enfrentando situaciones que lo exceden. ¿Cómo vivir así y construir un relato personal? ¿Cómo enfrentar los estigmas de la violencia y la impunidad? ¿Cómo lidiar con el desplazamiento de la vida interior?  ¿Acaso el venezolano recuerda que tiene derecho a esa vida de lo íntimo, lo placentero y lo saludable?

Lorenzo Parra ha sobrevivido a un par de atracos en los que perdió celulares y dinero en efectivo. En 2014 atravesó el pánico mayor cuando sufrió, junto a su hijo de quince años, un secuestro exprés que lo llevó a deambular con los antisociales entre Puerto la Cruz y Lechería. “Me llevaron a un cajero. Yo me tuve que bajar con uno mientras los otros dos tenían a mi hijo en el carro. Al final no nos hicieron nada y nos dejaron en Los Montones. Claro que me he sentido mal, pero, ¿qué más puede hacer uno? Mi mujer me dijo que hablara con un psicólogo porque después de eso supuestamente me puse más violento y no es mentira que me da insomnio. Pero uno sigue adelante, digo yo, tampoco es que para ir a verse con un loquero. Aquí a todo el mundo le han hecho una vaina como esa pero hay que ser fuerte, esos son los sifrinos que por cualquier cosa van al psicólogo.”

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Cristal Palacios, psicóloga y directora de Psiquearte, ofrece un panorama a propósito de discursos como el antes mencionado. “No todo el que vive un asalto o un secuestro termina deprimido o ansioso a largo plazo o ve su salud afectada por lo ocurrido. Sin embargo, el camino habitual que veo en estos casos es que la gente ‘guapea’: deciden que pueden con eso, siguen adelante y, al menos que vivan en una burbuja, más adelante sus emociones los alcanzan y sin darse cuenta la experiencia violenta termina siendo el punto de partida de conflictos personales, laborales o familiares. Los tabúes que existen en torno a la atención psicológica y la poca educación alrededor a la salud mental también cooperan para que las personas no busquen ayuda de inmediato o cuando comienzan a percibir que algo está mal. Creo que en parte porque no quieren revisitar la experiencia traumática pero también porque el entorno lo normaliza: si a Fulanito le pasó y pudo con eso solo, ¿por qué yo voy a ir al psicólogo? Y resulta que tenemos muchos fulanitos alrededor. El venezolano en general es poco dado a discutir sus asuntos íntimos. Más allá del venezolano chévere y confianzudo, hay en el fondo un venezolano que desconfía del otro –desconfianza migrando a paranoia luego de estos dieciséis años de proceso revolucionario. Durante las protestas de 2014 la experiencia de los psicólogos con las víctimas de la represión fue que las peticiones de ayuda eran muy pocas en relación a la cifra de detenidos y torturados. La salud mental propia no pareciera estar en el tapete, sino la del otro señalado como culpable, responsable de la situación. Él es el loco que debe buscar ayuda, yo no. Yo soy fuerte y resisto. Hasta que me quiebro.”

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A Lorena García la siguieron desde el cajero y le arrancaron el bolso, no sin antes registrarla incluso en sus partes íntimas por si había resguardado alguna cantidad de dinero. En la calle a pocos pasos le dio una crisis nerviosa y llegó a su casa gracias a que algunos transeúntes la ayudaron a tomar un taxi. “Desde ahí me daban ataques de llanto y apenas dormía dos o tres horas al día. Yo venía mal desde que a mi hijo mayor lo malograron en un atraco donde le quitaron la camioneta. Todo me desespera, me quiero ir del país pero yo estoy muy vieja para eso. ¿Qué podría hacer? Al menos aquí tengo casa y trabajo. Sí he pensado en ir a terapia, hacer una actividad que me calme. Tengo una amiga que va al psicólogo y hace yoga, y dice que le ha funcionado”.

Inmediatamente después de ser víctima de un atraco o secuestro, la persona presenta síntomas de estrés o depresión. “No es más que la forma de nuestro organismo de responder ante un evento estresante, traumático y potencialmente mortal. Sudamos, se acelera nuestra frecuencia cardíaca y respiración. Nos cuesta pensar claramente, nos sentimos embotados emocionalmente, ansiosos o nos cuesta sentir, estamos ‘como anestesiados’ y revivimos mentalmente —o en sueños— lo ocurrido. Esta es una respuesta adaptativa y sana que nos permite sacar la experiencia: contarla, buscar ayuda, desahogarnos. También pasamos por un período de evitación —del lugar, las personas que nos lo recuerdan— hasta que nos estabilizamos. En Venezuela, debido a la alta frecuencia de eventos violentos, este proceso no suele cumplir su ciclo, el regreso a la normalidad no ocurre pues el peligro, aunque deja de ser inmediato, no cesa y estamos permanentemente expuestos a los relatos de otros. Los grados de separación ya no son seis entre un secuestro y otro. Muchos venezolanos vivimos en un estado de alerta permanente que funciona como un proceso de trauma crónico que logra que los síntomas del estrés agudo se instalen en vez de desaparecer. En ese momento aparecen los ataques de pánico, las dificultades para dormir, los problemas en el trabajo o en casa, la depresión y problemas de salud física asociados al estrés”, añade la psicóloga.

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“Yo lo que quiero es salir a matar malandros”, confiesa Luis Núñez, mesonero de 28 años, residenciado en Tronconal III, Barcelona. “Me costó una bola de real y de horas extras comprarme un teléfono y a los pocos días me pusieron una pistola en la cabeza para tumbármelo. ¿Hasta cuándo, vale? Uno aquí no pude tener nada porque en seguida te la roban y te meten un pepazo. Yo al menos tuve suerte. No te sé explicar bien la rabia que tengo. Y no se me pasa con nada. Me da rabia la gente y a la vez me da miedo. Quisiera ser como esos que se van de esta porquería, pero yo no estudié mucho, no sé, no tengo idea de cómo irme. Mientras tanto sigo aquí con este nudo en la garganta. ¿Sabes cómo eso? No te sé explicar mejor, pero no se me quita. Yo sé que la próxima vez que me pongan una pistola en la cabeza no me voy a salvar. Y yo no quiero que me maten. ¿Qué va a ser de mis hermanitas si me matan? ¿Mientras tanto qué hago con el nudo en la garganta? ¡A veces no me provoca ni tirar!”

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El pesimismo recrudece el horizonte. El gobierno se niega a ponerse de parte del criollo permanente victimizado por la barbarie y la carencia absoluta de institucionalidad. Se forja una orfandad y el ciudadano en muchos casos debe poner de su parte lo que no sabe que tiene: la necesidad de pedir ayuda especializada. Obedecer al prejuicio del venezolano ‘resteado’ puede consumir la virtud de sobrevivir en el peor de los escenarios posibles. Es factible darse por vencido pero muchos quieren dar la pelea. ¿Qué medidas, entonces, puede tomar la sociedad civil a fin de contar con herramientas efectivas para atravesar la experiencia del anti paraíso ?

“La psicoterapeuta británica Phillipa Perry dice en su libro Cómo mantenerse cuerdo que uno debe cuidarse de las historias a las que se expone. La primera medida debe ser entonces la protección: protegerse de los detalles de las historias ajenas que no se necesitan, de las noticias amarillistas que solo alimentan la paranoia y todo elemento que pueda corroer la burbuja de la tranquilidad emocional. Protección también significa reforzar internamente: mantener redes de apoyo funcionando, conectar con las personas que nutren y hacer lo que se disfruta. La segunda medida es la previsión: no esperar hasta el quiebre. Buscar ayuda siempre es una opción. La psicoterapia no es solo un proceso de reparación, sino también preventivo en la medida en que ayuda a conocerse mejor y fortalecer. Finalmente, tomar medidas es la última medida. Si no se hace nada luego de un asalto o secuestro, la persona se adentra en el ciclo de violencia. Esa violencia se queda con nosotros, nos habita y algún momento encuentra salida en nuestro mundo: con nuestro cuerpo, nuestro hijos o lo que encuentre a mano. Hacer algo pasa por denunciar cuando sea posible, por cuidarnos físicamente y emocionalmente y encontrar nuestras propias alternativas para romper el ciclo.”

Que sea entonces el paraíso interior quien dé la cara frente a los bárbaros.

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