Crónica

La historia viva de la calle y el cuartel

Incredulidad, esperanza y miedo fueron algunas de las emociones vividas el 30 de abril. Una fase de la promoción Batalla de Maturín de la Guardia Nacional se sublevó contra el régimen de Nicolás Maduro y reavivó las fuerzas de Juan Guaidó. Civiles y militares otra vez hicieron historia

PORTADA: AFP | FOTOS EN EL TEXTO: AFP, PRENSA JUAN GUAIDÓ
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En el ajetreo de sus problemas, los vecinos del barrio José Félix Ribas en Petare permanecieron indiferentes ante el madrugonazo militar del 30 de abril. Nadie creía siquiera que algo pudiera estar ocurriendo. Las señoras de la cola del gas hicieron caso omiso a la poca información que circulaba: “Hubo una intentona militar en La Carlota, Juan Guaidó y Leopoldo López lideran el movimiento”. Sandeces, pensaron. Inventos de las redes sociales, porque en la televisión no estaban transmitiendo eso. La frase de Santo Tomás, ver para creer, fue la única respuesta ante la presunta insurrección. A esa hora, 27 años antes y con menor tecnología, de las dos intentonas de 1992 ya se conocían los detalles. Pero, entonces, no había censura ni hegemonía comunicacional.

Aquella mañana, con el transito del sol hacia el oeste, la información se esclarecía cada vez más. No están en La Carlota, están en las adyacencias de la base aérea, en la autopista. Leopoldo López está libre. Están llamando a una concentración en Altamira. Maduro no ha dicho nada. Nadie dice nada. En un país plagado de revoluciones, la noticia no alertó a sus habitantes, aunque hubo aquellos que sí fueron arropados por la ilusión de un cambio inmediato de gobierno. Ellos no tardaron en abrir la gaveta y sacar la bandera, el jean, la gorra tricolor, el rosario y la franela blanca para ir a acompañar a los civiles y militares en rebeldía contra la usurpación. Un kit que parece estar siempre preparado.

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El reloj marcaba las 8 de la mañana y los negocios abrían con normalidad en Petare, aunque los rumores circulaban con más fuerza, la indiferencia ante lo acontecido seguía reinando en las calles del barrio. Las colas en los abastos y panaderías no reflejaban algo fuera de lo común, era fin de mes y las escuálidas quincenas ya estaban listas para pasar por los saturados puntos de venta. Pese a eso, la gente comenzó a bajar hacia Palo Verde, sin importar la ausencia del Metro. Ese fue el caso de José Arcadio, quien tomó la decisión cuando leyó un mensaje del colegio en el que trabaja como profesor de historia: “No asistan, por seguridad resguárdense en sus casas”. Sabía de primera mano, que aquello, triunfara o fracasara, sería histórico. Ahora él sería el estudiante y los hechos sus maestros.

Nadie puede robar la libertad

A un cuarto para las 9, la redoma de Petare hervía de gente, pese a que muchas empresas e instituciones decidieron mantener sus santamarías abajo; pero los buhoneros y comerciantes independientes no se pararon. Un autobús frente al Cristo Redentor en la plaza recogió a más de una docena de pasajeros y les prometió acercarlos lo más posible a Los Dos Caminos. Entre ellos se encontraba, Úrsula Iguarán, trabajadora de la Asamblea Nacional, quien no pudo aguantar otro día más para salir a protestar, sino que aprovechó esa excusa que la historia le regalaba. No se atrevió a sacar el celular, la presencia de vendedores ambulantes con mal aspecto le retorcieron el estómago.

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“Lánzate ese lío aquí mismo”, dijo uno de los sospechosos en la puerta de atrás. Úrsula respiró y se encomendó a Dios. El destino era respaldar a los militares alzados, clave para el inminente cambio político, pero no estaba dispuesta a perder sus pertenencias en un robo masivo. El chofer se desvió por la autopista y eso preocupó a los pasajeros, que hacían comentarios contra el gobierno, tras ver a los oficiales de las Fuerzas de Operaciones Especiales (FAES) apuntar con sus armas a los civiles de la redoma, desde un muro pintado de negro, con una calavera de blanco en el centro y la tenebrosa frase: “Cuando los caminos se ponen duros, solo los duros caminan. Leales siempre, traidores nunca”.

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Los nervios fueron sus únicos acompañantes en el transcurso del viaje a la concentración convocada por Guaidó. Al retomar la avenida Francisco de Miranda, a la altura de Los Ruices, la gente suspiró. Una avalancha de personas con banderas, pitos y pancartas se dirigían en ambos sentidos de la calle con dirección hacia Altamira. El chofer desembarcó a sus pasajeros y algunos no dudaron en pedir de vuelta la mitad del pasaje, pues la promesa había sido llegar a Los Dos Caminos y apenas estaban en el elevado de Los Cortijos. Dos lochas que no empobrecen ni enriquecen a nadie. Las emociones llenaban el ambiente, crecían con las caravanas de carros con pasajeros tocando cacerolas, lanzando gritos y ondeando banderas al aire: “Militar, amigo, el pueblo está contigo”.

Cuando la historia dice presente en los cuarteles

Aureliano estaba encima de camión en Altamira con sus compañeros militares, rodeado de civiles que aplaudían su apoyo a Juan Guaidó. Despertó antes de las 3 am, cuando salió a buscar las armas que le encomendó un coronel, de quien se niega a revelar nombre. Pidió su baja de la Armada Bolivariana de Venezuela en diciembre de 2018, debido a las presiones en su componente, porque lo escucharon hablar sobre Óscar Pérez y por un impasse con el embajador de Cuba en Venezuela. Hoy es investigado por la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) y no puede salir del país. Asegura que otros pronunciamientos de mayor magnitud vienen en camino, pero el temor y la desesperación frenan las voluntades. Nadie quiere seguir dentro.

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En medio del fragor del alzamiento del 30 de abril, aseguraba que se trataba de una fase de la promoción Batalla de Maturín de la Guardia Nacional Bolivariana, la primera de varios sectores de la Aviación, el Ejército y la Armada que también tienen previsto un pronunciamiento a su debido tiempo. “Alrededor del 98% está descontento, el 2% es el generalato y el almirantazgo que está enchufado por sus intereses y no por la patria, ellos no soltarán eso democráticamente; pero la pirámide fundamental, la base, la columna vertebral es la tropa profesional: a nivel de mayor, de comandante, de sargento mayor, todos ellos”. Los “comacates”, recordando 1992.

Más temprano, en el distribuidor Altamira, el comandante del destacamento 432 de la Guardia Nacional, teniente coronel Ilich Sánchez, afirmaba que su objetivo era “garantizar la voz del pueblo venezolano. Queremos paz, no enfrentamientos. Queremos que el pueblo venezolano reclame lo que le corresponde, que es vivir dignamente. Hay varias unidades que están con nosotros, solamente estamos esperando el punto de quiebre”. Guaidó, a su lado, afirmó que había militares de todos los rangos involucrados en la operación.

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Larga fue la carrera de Aureliano dentro de la Armada, lugar donde pudo conocer cómo funciona un país de tradición autoritaria. Estuvo en la caravana de Vladimir Padrino López, también en la Guardia de Honor Presidencial y sirvió como escolta a algunos generales. Hoy es uno más de la larga lista de militares desertores en la clandestinidad, que huyen del usurpador y de la inteligencia cubana. “Si hay que reincorporarse, lo hacemos, porque el compromiso que hay por la libertad para Venezuela no tiene vuelta atrás, así tengamos que usar las armas; pero hay mucho miedo, no es fácil estar preso, uno piensa en sus hijos, en la familia, en mi caso no pude aguantar a un cubano más”.

Tener fe en la democracia

Altamira, 9:30 de la mañana. Amaranta tiene 79 años y es una de las hermanas de la Iglesia María Auxiliadora. Tapada de pies a cabeza bajo el inclemente sol, esperaba con ansias la llegada del presidente interino. No lucía desesperada, sólo quería echarle la bendición y ponerlo en los caminos del Señor. Una arrolladora multitud se abrió paso desde la Avenida Sur y subió hacia una de las calles, al borde de la plaza. Juan Guaidó y Leopoldo López eran el punto neurálgico de la algarabía.

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Amaranta no se apartó, aunque recibió empujones y pisotones. “Cuidado, que hay una señora mayor acá”, gritaba uno de los presentes. Nadie lo escuchó. Fotógrafos, periodistas y cuerpos de seguridad rodearon al líder opositor, acompañante de los militares sublevados en el camión que hacía de tarima.

“Señora, ¿por qué no mejor se va a su casa y reza desde allá?”, preguntó uno de los hombres que acompaña a Guaidó. Ella no respondió, sólo se reía y esperaba su momento. “En serio, señora, esto se puede poner feo y es peligroso, mejor váyase o póngase en un lugar más seguro”. No hubo respuestas. Esperó. Guaidó hablaba, Leopoldo respaldaba, serio, y el alboroto crecía.

Cuando terminó sus palabras, el presidente de la Asamblea Nacional bajó y entró a una camioneta Fortuner negra, parada justamente al lado del camión, que le sirvió de despacho presidencial durante la mitad de la jornada. La gente se dispersó, pero no abandonó el lugar. Los diputados Delsa Solórzano y Richard Blanco agradecían a los militares.

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Mientras tanto, nadie miraba a la hermana Amaranta, que llevaba esperando más de una hora. Ante su inamovible presencia, por fin la dejaron acercarse, sin mover un dedo. “Nunca perdamos la fe”, dijo antes de su encuentro con el presidente encargado.

En los cuarteles se vive de todo. Hay hambre y sed. Los arrepentimientos no tienen cabida. Oraciones van y vienen. Los militares sienten y padecen. La historia de Venezuela pasa otra vez montada en un camión de uniformados verdes, con fusiles y metralletas en la mano. Se siente la fuerza del tiempo, parece un déjà vu, pero no lo es, de lo que se vivió antes, entre triunfos y fracasos: 1945, 1948, 1958, 1992, 2002.

Golpes de Estado, intentonas, tiranos huyendo y presidentes destituidos. Una magistral clase de historia se dicta en la calle y no en un paraninfo como de costumbre. La enseña la gente, civiles y militares unidos por el fin un ciclo histórico que en 2019 está cumpliendo 20 años. Es ahora.

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