Investigación

La Peste: el gran enigma de El Caracazo

Más de tres décadas después de la explosión social de 1989, el recuerdo de los cuerpos apilados como abono en un terraplén del Cementerio General del Sur impulsa el reclamo de justicia y reparación de familiares de las víctimas de aquél Caracazo que cobró la vida de quienes salieron –o no- a reclamar la precariedad económica 

Texto: Julio Materano
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Maritza Romero tiene 29 años repasando la misma historia. Su insistencia es ahora un ejercicio soberbio de memoria, pues pretende evitar que se le escurra cualquier detalle, como si en cada evocación intentara traer de vuelta a Fidel Orlando Romero Castro, una de las víctimas de El Caracazo; el estallido social “espontáneo” ocurrido el 27 de Febrero de 1989 y que trajo consigo una represión militar inédita en la historia democrática de Venezuela.

El de Romero es el testimonio de una venezolana que exige al Estado le entregue el cuerpo de su hermano. Una petición que su madre de 83 años se niega a abandonar casi tres décadas después de su asesinato. “Es doble el sufrimiento: verlo morir y no saber dónde está enterrado”, afirma.

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Esa mañana, la del 28 de febrero de 1989, cuando la incertidumbre aún mantenía a su familia presa en casa, ausentarse del trabajo parecía ser la única garantía de seguridad. “Desconocíamos lo que estaba pasando y acordamos no salir”, recuerda Maritza Romero. Ya eran casi las 7:00 de la noche cuando un tumulto de curiosos agolpado en la avenida que conduce hacia Ojo de Agua, en Baruta, indicaba que algo estaba mal. La calle ardía. Había una persona herida. Orlando, de entonces 24 años de edad, salió a hacer una llamada a eso de las 3:00 de la tarde, pero aún no había regresado. “Era el único que faltaba en casa y salimos a ver quién era la víctima”, agrega.

Un disparo de FAL en el estómago tendió a Orlando súbitamente en el asfalto. Dominados por la angustia, sus familiares desafiaban los proyectiles que iban en cualquier dirección e improvisaron una camilla con algunas cobijas para trasladarlo a un hospital. Un amigo ofreció llevarlo en su camioneta hasta el Pérez de León, en Petare, donde fue sometido a una intervención que duró nueve horas. Asumieron que lo peor había ocurrido. Pero el joven murió el 1 de marzo a las 11:00 de la mañana.

Su hermano sería trasladado a la medicatura forense de Bello Monte para practicarle una autopsia, pero transcurrieron varias horas hasta ingresarlo. “Después de tres días de ir y venir a la Morgue. Le informaron a uno de mis hermanos que el cuerpo de Orlando no estaba. Como pudo entró a la morgue. Hurgó entre la pila de muertos y logró sacarlo del fondo. Lo cargó y lo puso sobre la mesa de autopsias, pero le dijeron que fuera a casa porque había toque de queda”. Aunque el patólogo de guardia prometió entregar el  cuerpo en el transcurso de la noche o en la mañana, 27 años después los Romeros continúan esperando.

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Fidel Orlando Romero, al igual que decenas de víctimas fue enterrado en La Peste, una fosa común reabierta por órdenes del Estado en el Cementerio General del Sur, que se tragó los cuerpos marcados por la huella de la represión militar, estimulada por la violencia de quienes protestaban y pedían revocar el “paquetazo”. Se trataba de un ajuste macroeconómico para reparar la economía y rebajar la deuda externa que ascendía a 32 mil millones de dólares. Así lo anunció el 16 de febrero anterior el presidente Carlos Andrés Pérez, en un mensaje televisado, a pocos días de haber asumido su segundo mandato. “Reconocemos la dificultad y las durezas de las medidas, pero no hay otro remedio si queremos bienestar para toda la colectividad”, dijo en ese entonces.

Deuda de sangre

30 años después de lo ocurrido familiares esperan que se arme un expediente sobre el caso; el vestigio indeleble de la violencia protagonizada por los cuerpos de seguridad del Estado es la única certeza para quienes claman justicia. Deudos aseguran que la mayoría de las víctimas murieron sin entender lo que estaba pasando, sin comprender las implicaciones de un estado de excepción o un toque de queda. Una realidad desvinculada por demás a la historia de mártires, héroes y patriotas con la cual el chavismo pretende asociar alos sucesos de El Caracazo.

“Eran inocentes. Mi hermano no quería morir, no era un mártir, trabajaba en una construcción cercana. Era un muchacho joven al que le gustaba bailar y murió de esa manera. Aún nos preguntamos con incertidumbre dónde está el cadáver. No sabemos dónde ir a rezarle. No hubo velorio, entierro, tampoco despedida”, relata la hermana de Orlando.

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Su madre, Jacinta Castro, fue la primera en encadenarse a las puertas de Miraflores para exigir que se identificaran las osamentas enterradas en La Peste.  Una medida que, con la presión de otros afectados, lograron materializar en 1990 y tuvo validez hasta 1991, cuando el Estado decidió cerrar la fosa. Mientras avanzaba la exhumación en La Peste, con el juez Saúl Ronal al frente,  algunos familiares incluso pernoctaron en el lugar a la espera de recibir los cuerpos.

Lina Quintero, de La Vega, aún recuerda cuando llevaba agua, comida e insumos a otros parientes. Apenas tenía la mayoría de edad. “Nunca hubo ni hay disposición del Estado para identificar a quienes fueron enterrados como abono en las fosas comunes. Hemos tenido cuatro gobiernos desde 1989 y ninguno se ha preocupado por castigar a los responsables”. En esa oportunidad expertos traídos de Argentina solo lograron identificar tres de 68 cadáveres, según Cofavic.

Wolfang, el padre que no vio crecer a su hija

Iris Medina comparte la desdicha de la familia Romero. A sus 46 años, recuerda a su esposo Wolfang Quintana, un veinteañero, asesinado el 2 de marzo de 1989 cuando creía estar a salvo en el lugar más seguro: su hogar. Wolfang tenía su bebé de tres meses en brazos  y saboreaba un vaso de limonada cuando un proyectil de FAL atravesó su pecho y salió por un costado. El disparo no sólo ocasionó un hueco en la pared sino que dejó un enorme vacío en esa familia. Su niña no vería nunca más a su padre. Una vecina de la parte baja del barrio El Guarataro, en la avenida San Martín, vio cuando un militar acabó adrede con la vida de Wolfang. Le disparó desde la ventana cuando caía la tarde.

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Pasados 29 años, Iris asegura ser una sobreviviente. “Wolfang cayó de rodillas y se desangró. Estaba cerca y también me pudieron haber matado”. En un intento por socorrerlo, fue trasladado a la ahora desaparecida Policlínica Metropolitana en la avenida José Ángel Lamas, en San Martín, donde le negaron el acceso por estar muerto. “Cuando lo llevábamos a la Morgue, nos detuvieron unos militares en la avenida Baralt. Bajaron el cuerpo del carro, lo trasladaron a un vehículo militar en la plaza Miranda y nos ordenaron retirarnos a casa porque la ciudad estaba convulsionada”, recuerda su esposa.

Al siguiente día uno de los hermanos de Wolfang rescató el cuerpo aplastado por otras víctimas que yacían en la morgue y pidió que le hicieran la autopsia.  A las tres de la tarde fue ingresado a la Funeraria “La Popular” en la avenida Fuerzas Armadas donde lo velaron durante una hora. “Tuvimos que dejar el cuerpo porque no nos podíamos quedar en la funeraria. Era la primera vez en mi vida que veía tantos militares en la calle. Si sabía algo de política era que tenía que salir a votar, de resto no sabía nada. Desconocía que hay unos derechos inviolables. Pensaba que si me mataban era porque yo me lo busqué”, dice la ahora activista de los derechos humanos.

Carlos Andrés Pérez habló el 28 de febrero y dijo que la situación ya estaba controlada. Mandó a los venezolanos a retomar la rutina, pero en Caracas los saqueos continuaban en Antímano, La Vega, Coche y El Valle. La turba de manifestantes enardecidos  devoraba en cuestiones de minutos los locales comerciales. “Si bajabas del barrio tenías que decir a los militares a donde ibas. Se escuchaban disparos a toda hora”, relata.

Acoplamiento económico

A grandes rasgos, el “paquetazo” suponía una metamorfosis económica que exigía el incremento de servicios públicos, la eliminación de subsidios e incluía la reforma de las políticas cambiarias, fiscal, deuda externa y comercio exterior. “El estado acudiría al Fondo Monetario Internacional para obtener, en un lapso de 36 meses, un crédito por 4,5 billones de dólares. La gasolina aumentaría 100% y se había previsto un incremento anual de los productos derivados del petróleo”, explica Mario Calatrava, profesor de Economía de la UCV.

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El pasaje mínimo había aumentado 30%, pero el ascenso seguiría escalando. El gobierno de CAP además tendría el reto de reducir el déficit fiscal a menos de 4%. El sueldo mínimo incrementaría entre 5 y 30%, pero el Estado debía recortar la nómina pública. “El salario se ubicaría en 4.000 bolívares en zonas urbanas y 2.500 en zonas rurales”.

El economista explica que para obtener el financiamiento del FMI era necesario eliminar la tasa de cambio preferencial para unificar el mercado de divisas. También se liberaban los precios de los productos, a excepción de 18 rubros de la cesta básica. Además se planeó el incremento escalado de los servicios como agua, electricidad y telefonía.

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Se trata de una política que cobró al menos 80 vidas los dos primeros días de la “espontánea protesta” que se originó en Guarenas cuando un grupo de usuarios se negó a pagar las nuevas tarifas de transporte. Horas más tarde, la cifra ascendió a más de 270 muertos, según la data recabada por el Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos (Provea) correspondiente a ese año. De acuerdo con el Comité de Familiares de Víctimas (Cofavic) la cifra de asesinados, confirmadas por el Ministerio Público, es de 600 personas. Sin embargo, a la fecha Provea sitúa en 800 el número de asesinados. Otras fuentes hablan de más de 1.000 mil víctimas.

A la espera de justicia

Hoy apenas existe una lista desvirtuada de las víctimas, cuyos cuerpos se han desdibujado con el tiempo. De los 68 cadáveres exhumados a inicio de la década de los 90, Cofavic logró documentar 45 casos de víctimas en fosas comunes cuyas pruebas fueron presentadas en 1995 ante la Comisión del Sistema Interamerticano de Derechos Humanos y luego en la Corte. La misma instancia internacional que en el año 2000 emitió una sentencia de reparación e indemnización de daños a las víctimas, cuyas medidas fueron cumplidas precariamente en 2002, cuando el Estado venezolano fue allanado y reconoció la violación de derechos humanos.

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En septiembre de 2009 la entonces fiscal general de la República Luisa Ortega Díaz encabezó un nuevo proceso de exhumación ordenado por el gobierno del entonces presidente Chávez. En esa ocasión los restos de 127 personas fueron colocados en nichos y trasladados a un galpón en Fuerte Tiuna, donde serían “plenamente identificados” con ayuda de expertos de la escuela de Antropología de la UCV. Voceros de Cofavic aseguran que no han sido convocados y desconocen dónde reposan los restos ahora. Hoy la Fiscalía busca cerrar a como dé lugar el capítulo de El Caracazo, un episodio que le ha costado caro a la nación.

Cada año, partidarios del Gobierno chavista se concentran en el Cementerio General del Sur para recordar lo que consideran una rebelión popular en contra del neoliberalismo. Mientras, los familiares de víctimas y sobrevivientes conmemoran la fecha con una misa en la iglesia La Candelaria, de la parroquia homónima.

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