Política

La violencia política, de las palabras a los puños

Venezuela es multicolor, pero en el terreno político se agotan los matices. Ya no hay espacio para los puntos medios. Es blanco o negro. Para muchos venezolanos, el gris dejó de ser una opción posible. Tomar partido es común en época de crisis, pero lo que para algunos es inconcebible es que el bando elegido no sea el mismo que uno apoya

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Luz Guzmán es chavista “resteada” y vive en un edificio residencial de Los Ruices en Caracas. Ella opaca el humor de su vecina opositora, Mercedes Basterra, cada vez que le deja panfletos alusivos a la “revolución” por debajo de la puerta. Sin importar cuántas veces Mercedes le haya dicho que no le gusta recibir esos mensajes, Luz tiene la convicción de propagar sus ideas políticas. Al menos dos veces al mes repite el ritual y, con la misma periodicidad, Mercedes coloca su basura frente a la puerta de Luz. “Le he pedido de buena manera que deje de molestarme con eso y no hace caso. Si ella pone basura en mi puerta, yo pongo en la de ella”, justifica la opositora. La vida de ninguna está en aparente riesgo. De hecho sus actos pueden considerarse infantiles, pero la reiteración de las disputas sin duda alguna afecta su convivencia cotidiana.

La violencia física, verbal o psicológica termina siendo resultado de la marcada polarización política del país. La existencia de los “ni-ni” está en peligro de extinción y con razón. Es difícil no tomar posición en un escenario tan convulsionado como el venezolano, pero lo que parece más complicado es aceptar y respetar la ideología del otro. La frustración de una parte u otra se traduce en agresión hacia el disidente. “Vivimos en un ambiente altamente crispado producto de todos los factores que alteran la calidad de vida. Tenemos el malestar a flor de piel y cualquier alteración que se sume a esa situación nos hace responder de una forma desproporcionada al hecho”, explica el psicólogo y analista social, Leoncio Barrios.

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En las colas para comprar —literalmente lo que haya— se observa una amplia gama de comportamientos. Las peleas a puños —y a veces con armas— por algún producto no dejan de ser noticia. Pero en un nivel más bajo de agresión, siempre está presente la molestia. Alberto Domínguez todavía recuerda cómo hace unas semanas estalló al pasar frente a la fila del supermercado Unicasa de El Paraíso. “La cola era inmensa como de costumbre, pero lo que me indignó fue que la gente parecía disfrutarlo. Comiendo dulces que venden en la espera, riendo, jugando, dejando toda la calle sucia como si estuvieran en un estadio. Allí no sé qué me pasó y empecé a insultarlos a todos por ser tan conformistas y come mierda. Por apoyar este Gobierno. No es posible que gocen con eso”. Alberto generalizó la conducta de algunos y justos pagaron por pecadores.

El investigador del Centro Gumilla y profesor de la escuela de Trabajo Social de la Universidad Central de Venezuela, José Ibarra, comenta que la división es común verla en las comunidades populares donde trabaja. Cuando asiste a algunos sectores se fija en la segregación de los grupos por tendencia política, lo cual es contraproducente porque “un conflicto y una polarización no permite que la comunidad se desarrolle porque cada quien va a estar en función de sus propios intereses”. A su juicio, la solución para problemas de convivencia a pequeña escala como el de Luz y Mercedes y a gran escala como la armonía del país es llevar a la sociedad a un “punto de quiebre”. “Hacerlos conscientes de cómo llegaron a esa situación porque a veces ni siquiera la persona está clara. Hay que llevarlos a un reconocimiento del otro”, indica Ibarra y eso se logra encontrando puntos en común entre los involucrados.

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Sin embargo, el trabajador social explica que en la conciliación de un conflicto hay dos concepciones. “Una positiva donde ambas partes asumen la resolución para avanzar y la negativa donde hay una debilidad en alguna de las partes y traiciona los valores o principios”. Manuela Vásquez no tuvo la oportunidad siquiera de llegar a un acuerdo con su atacante. Prefiere usar ese nombre para no revelar su identidad. Es funcionaria pública en el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) de Pérez Bonalde en Catia y ha sido blanco de agresiones solo por usar su uniforme institucional. “Yo trabajo en Catia y allá todo es tenso, pero el ambiente es chavista y no pasa nada. Aunque a veces hay saqueos. Una vez fui después del trabajo al (Centro Comercial) Terras Plaza y una señora que podía ser mi abuela empezó a insultarme. No le dije nada por respeto, pero luego me lanzó un pedazo de papel. No es que por eso me vaya a morir, pero es un irrespeto. Ni siquiera soy chavista, es solo el lugar donde me gano la vida”. Manuela procura no usar su característica camisa roja del Saime si sale de su zona de confort para evitar los ratos amargos. “Ahora no me expongo y menos desde que dieron los días no laborables. Con eso nos tienen de sopita para las burlas. Ni que fuera decisión nuestra”, expresa.

La psicóloga social, Colette Capriles, añade que “después de 15 años de violencia institucional, la gente empieza a tener violencia cotidiana. Eso se convirtió en una forma admitida socialmente de funcionar”, pero es una traba para mantener la civilidad, ya que es más lógico negociar el cuestionamiento de las ideas que el de los sentimientos.

Los políticos por ser figuras públicas no se salvan de la furia popular de quienes disienten sus proyectos.  El 3 de marzo de 2016, los diputados opositores Carlos Paparoni, Jorge Millán y Juan Miguel Matheus —junto con el concejal de Caracas Jesús Armas— fueron agredidos en la Plaza Bolívar de Caracas por un grupo de supuestos simpatizantes del oficialismo. Cerca de 30 personas los atacaron mientras los dirigentes iban a almorzar. Paparoni resultó herido en la cabeza cuando rompieron una botella sobre él. “No puede ser que nosotros como ciudadanos no podamos salir a la Plaza Bolívar. A punta de agresiones no van a sacarnos de la Asamblea Nacional”, dijo el diputado de Primero Justicia durante su intervención la Asamblea Nacional.

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Las manifestaciones violentas aparecen cuando “no hay otra manera de expresar las diferencias, cuando las palabras ya no son suficiente y ya no comunican nada. Ese es nuestro problema. Que todo nuestro discurso público se ha vaciado de sentido. Pareciera que ya no son las ideas las que se pueden discutir, sino las pasiones, las emociones, los odios y amores de las personas. Y llega un momento en que ya no tiene palabras con qué describirse. Toda esa emocionalidad de la política lo que está causando es que no se pueda hablar de política”, manifiesta Capriles. Los ciudadanos son granadas ambulantes a punto de estallar. Barrios expresa que la conflictividad se puede revertir “indudablemente si se corrigen los factores que la desencadenan”. En este caso, el cúmulo de carencias que sufre el país se ensancha a la crisis económica, la escasez de alimentos y medicinas, el racionamiento de agua y electricidad, la inseguridad y una larga cantidad de “etcétera”.

Volver a la normalidad o al menos a una posición aceptable supone un panorama borroso si se toma en cuenta el agravio del tema alimentación, por ejemplo. De acuerdo con la encuesta ómnibus realizada por Datanálisis en febrero de 2016, la escasez de productos regulados en los anaqueles de los supermercados solo en Caracas era de 82,3%. Es decir, ocho de cada diez artículos no se consiguen. En enero de 2016, el presidente de la Federación Farmacéutica de Venezuela (Fefarven), Freddy Ceballos, declaró que la escasez de medicamento se ubicaba en 80%. La inflación —supuestamente inducida según el vicepresidente Aristóbulo Istúriz— no tiene cifra precisa pero en cualquier caso posee tres dígitos.

Políticamente, Maduro va en picada. Según Datanálisis, la gestión del presidente cayó en marzo a 26,8%, su peor nivel en los últimos cinco meses. El reproche no es solo en Venezuela. La consultora Gallup Latinoamérica que mide la aprobación de los funcionarios latinos, posiciona al mandatario venezolano como el tercero con peor evaluación. Y los pronósticos no mejoran. Según una encuesta nacional realizada en mayo de 2016 por Hinterlaces,  89,94% de los venezolanos califica negativamente la situación económica del país y al menos 52,85% expresó tener “ninguna confianza” en Maduro para resolver los problemas de esa materia.

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Ofelia Hernández trabaja en una tienda de calzado en Chacaíto y diariamente se moviliza en el Metro desde Capuchinos. “Yo he optado por llevarme un libro a todos lados y apenas veo pleito, me concentro en la lectura. En el Metro nunca falta la pelea por política. Casi a diario la gente empieza a reclamar por un empujón y termina quejándose del país y que ‘por eso estamos como estamos’. No es que no me importe, pero ya aturde. Todos sabemos que la cosa está mal”, opina. Ella se retrae de la realidad para poder sobrellevarla con menor irritación. “Una vez me asusté porque pensé que estaban robando y era que unos señores se gritaban que si en la cuarta esto o en la cuarta aquello”.

En caso de que se prolongue la precariedad del país, Barrios señala que pueden producirse dos escenarios. “Un proceso de adaptación a la circunstancia a nivel individual, grupal y social en que cada quien resuelve como puede. Donde se acostumbra a vivir en esas condiciones. Y el escenario donde se pudiera dar el de una explosión social en que la gente no aguanta más y termine en una solución violenta”. En Venezuela hay una dualidad entre ambos escenarios.

Las colas no se extinguen. El hambre manda e implica soportar horas de espera para conseguir con qué llenar el estómago. Pero eso no significa resignación. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social contabilizó 2.138 entre enero y abril de 2016, de las cuales 24% están vinculadas a la exigencia de alimentos. Hay un ambiente pasivo activo en el país. Son 17 años “aguantando” la continua decadencia del régimen chavista, pero con el tiempo también incrementa el descontento. Tanto que para mayo de 2016, 64,18% de los venezolanos aprueba la salida de Maduro como vía para solucionar la crisis de acuerdo con una encuesta de Hinterlaces.

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La espiral de violencia no se detiene. Ya para 2015, sin cifras oficiales, el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) estimó que hubo 27.875 muertes violentas para una tasa de 90 fallecidos por cada cien mil habitantes cuando el promedio mundial es de 8,9 personas por cien mil habitantes. Ahora se suman los actos violentos cotidianos producto de un ambiente es volátil. El Ministerio Público reconoció que en el primer cuatrimestre de 2016 se registraron 74 linchamientos, de los cuales la mitad de las víctimas murieron y las otras sufrieron heridas graves. El director del OVCS, Marco Antonio Ponce, sostiene que solo en mayo se produjeron 73 saqueos o intentos. “Se está desmontando el mito de que somos maravillosos y buena gente. En las condiciones en la que estamos la gente reacciona como humanos, lamentablemente los humanos somos así, bastante salvajes”, opina Capriles.

En las estadísticas no se reflejan los incidentes comunitarios como los de Luz Guzmán y Mercedes Basterra, tampoco los ataques de rabia como el de Juan Domínguez, pero basta con recorrer la calle para ser testigo de la irritabilidad latente. Venezuela no avanza hacia ninguna dirección porque el conflicto obstaculiza y los agravios se caldean en la sociedad.

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