Entrevista

Liliana Lara escribe desde el Medio Oriente historias de Maturín

Esta narradora se nimba con la irreverencia. Incluso hay algo de rebeldía adolescente en ella, pese a que hace mucho abandonó el liceo en Maturín, donde estudió. Es profesora de español en Israel, pero también este año presenta su nuevo libro de cuentos editado por Equinoccio: Trampa-Jaula

Fotografía: Jacqueline Zilberberg
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A Liliana Lara se le da natural lo de outsider. Lo de rebelde también. Pero no son poses de artista incomprendida. Ambas tienen sus razones y se remontan, ambas, al inicio de su escolarización. A los siete años, para ser más precisos. El asunto empezó cuando, siendo niña, debió mudarse de El Marquéz, en Caracas, donde nació y creció junto a sus padres y su hermana menor, a Maturín, debido a una oferta laboral que le hicieron al padre. Esta oferta le vino perfecta a su madre, debido a que se trataba de su ciudad natal, a la cual, aunque ya casi no le quedaban familiares allí, tenía muchas ganas de volver.

Aquí comienza la historia que queremos contar. Esa llamada del destino interrumpió el calendario escolar de la pequeña Liliana, en el primer grado del colegio Madre del Divino Pastor, para aterrizar en la escuela donde había estudiado su mamá. Como se trataba de una escuela pública, a mitad de año y no había cupo para ella, sus padres debieron rogarle a la directora que la aceptara, llegando incluso a comprarle el pupitre donde habría de sentarse. Finalmente la aceptaron. En un principio, de “oyente”. Esa condición impactaría los años de su vida académica.

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No acabaría allí lo accidentado de ese año, que sería tan determinante. “Una vez, por distraída, mi maestra me dio un reglazo en la mano” —a pesar de que eran finales de los 70, en las escuelas del interior las maestras, al parecer, todavía se permitían esos tratos. Oyente y castigada fueron los dos ingredientes de un coctel que, al batirlo, produjo en ella un odio hacia todo lo que tuviese que ver con la escuela, las maestras y las figuras de autoridad en general. “Ese reglazo me convirtió en mala alumna, resentida, outsider. Fue feliz en los recreos porque jugaba y corría por el jardín, además de que compraba cuanta chuchería ofrecían los vendedores ambulantes a través de la reja de la escuela, pero en clases “siempre estaba sentada atrás, distraída, dibujando y no escuchando nada de lo que decía la maestra, negándome a ser ‘oyente’”, rememora.

En el bachillerato acentuaría ambas condiciones, agudizando también su malestar con la educación académica. Aunque luego, por eso mismo, “fui cool, porque yo estaba en mi propio universo de músicas, lecturas, ideas —y de llevarle la contraria a la escuela en todo lo posible— y así pude encontrar varios amigos del mismo estilo”.

Tanta rebeldía, tanta disposición a andar por las orillas, fueron ingredientes perfectos para hacer de ella lo que terminó siendo. Durante la adolescencia, “leía como loca. Leía porque me gustaba y leía porque estaba muy sola”, comenta. Y de esta manera, esa chica que no se sentía demasiado a gusto en grupos grandes y que pasaba buena parte de su día aislada, fue desarrollando dos certezas: quería escribir y que para eso no hace falta estudiar nada, sino leer mucha literatura. Entonces intentó con carreras que complacieran a la mamá, quien no sin razón decía que los escritores siempre se morían de hambre, hasta que terminó estudiando la única carrera que quedaba disponible en la Universidad de Oriente. Como a la vida le encanta hacer chistes y trabalenguas a costa de uno, esa rebelde que odiaba el sistema educativo terminó estudiando, precisamente, Educación, mención Castellano y Literatura.

Su vida en el kibutz

Liliana es Magíster en Literatura Latinoamericana, egresada de la Universidad Simón Bolívar. Esas credenciales le permitieron ejercer de profesora de Español y literatura latinoamericana en dos colegios universitarios de Israel. Actualmente, además, está terminando un doctorado en literatura iberoamericana en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

¿Cómo terminó viviendo allá? El asunto vino porque, estando en Maturín, inició una relación con un argentino-israelí que vivía en Israel. La relación se fue consolidando y, luego de atravesar el mapa varias veces —entre allá y aquí—, decidieron vivir juntos. En un principio, la idea era vivir allá un tiempo para luego instalarse aquí. Pero, por lo pronto, este “aquí” es una idea suspendida.

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Y allá trabaja, cría a sus dos hijos y escribe. En un kibbutz, especie de comuna agrícola socialista que abunda en el campo de Israel, “pero ya no funciona como antes, está privatizado, aunque sigue manteniendo muchas cosas de la vida social comunitaria de los viejos tiempos”, comenta. A una hora de Tel Aviv y Jerusalén, “entre sembradíos de trigo, durazno, girasoles, maíz…”, comenta, agregando que su vida cotidiana no tiene nada de especial. “Puede que alguna tarde me encuentren matando un escorpión en el jardín, pero del resto, es todo muy corriente”. Durante las mañanas limpia, cocina, prepara clases y escribe. A las dos de la tarde sus hijos regresan de la escuela y, luego de atenderlos, se va a dar clases.

Lo más difícil, en eso de adaptarse, fue aprender la lengua. “Yo no sabía ni la o por lo redondo, pero bueno, vale decir que en este idioma ni siquiera hay tal letra porque usa otro alfabeto. Fue como de pronto volverse analfabeta. Luego, cuando ya lees, te queda esa tendencia a no leer, a entender a través de los dibujos o los números. Es muy cómico. Puedo hacer un tratado con todas las metidas de pata que he hecho con eso de ‘tender a no leer’”, comenta.

Vencido el obstáculo de la lengua, el siguiente fue mirar de cerca los fanatismos religiosos, “que son tan sectarios y patéticos como los políticos”. En Israel, Estado y religión no están separados, lo cual conlleva a que haya demasiadas costumbres religiosas marcando pauta en el día a día. Por poner un ejemplo: los sábados no hay transporte público porque la religión dice que en shabat no se debe trabajar. “Ese tipo de cosas son inexplicables en un país que en otros aspectos está tan avanzado”, señala.

Luego está la guerra. Viviendo a 20 minutos de la frontera con Gaza, “escucho los bombardeos de aquí para allá y tengo que correr a un refugio cuando lanzan cohetes Kazam de allá para acá. Cada vez que suena la alarma, tenemos unos segundos para correr al refugio más cercano, pero a veces no hay ninguno y no queda otra que lanzarse al suelo y protegerse la cabeza con las manos”, comenta. “Mi vida está en peligro cada vez que suena esa alarma. Y tal vez también cuando no suena”, remata.

Siempre vivió lejos

Como toda niña solitaria, Liliana siempre vivió lejos, en su propio mundo. A los cuatro años sus padres le daban un micrófono para que grabara sus cuentos. A los nueve, más o menos, comenzó a escribir novelas de amor, de esas que leía en las revistas Vanidades que coleccionaba una tía suya. Escribía durante horas hasta que se aburría, y un día llegó a la conclusión de que no era eso lo que quería contar.

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Durante esa época, además de las novelitas rosa, a sus manos cayeron clásicos como Colmillo Blanco, La isla del tesoro, Los viajes de Gulliver, Mujercitas. Luego, en el bachillerato leyó a Wilde, Kafka, Stephen King, Boris Vian, Grahan Green y Henrich Boll, libros que tenía su papá en la biblioteca. “Él me recomendaba algunos y me decía que no leyera otros porque eran demasiado complicados. Y yo comenzaba precisamente por los complicados”, comenta sonriendo. Durante su bachillerato leía “sólo lo que me provocaba, y nunca lo que mandaban a leer en clases”.

Esa postal viva llamada Venezuela

En su español hay una cadencia, una musicalidad, una lengua que se arrastra apenas, delatando un cercanísimo oriente. Es esa Maturín donde creció, odió el colegio, se volvió rebelde, se asumió outsider, tuvo un primer novio más joven lo cual, al ser mal visto, la llevó a tener varios novios mayores de los que no estuvo enamorada. Esa Maturín en la cual, para no morirse de aburrimiento, fundó con una gran amiga de entonces un grupo secreto para grafitear poesía por las paredes de esa ciudad.

“Salíamos con los sprays en los morrales, a pleno mediodía, cuando la gente estaba en sus casas por el calorón, y escribíamos”. Un día apareció otro grupo de grafiteros, lo que ocasionó una guerra por hacerse de las paredes de la zona, lo que devino duelo. Fueron retadas. “Aceptamos. Todas estas transacciones se llevaban a cabo escritas en las paredes. Nosotras no sabíamos quiénes eran ellos, ni ellos sabían quiénes éramos nosotras. Así fue como llegó el día señalado y a las puertas de nuestro liceo se presentó una patota de muchachos de otro liceo. Nosotras los veíamos desde una ventanita en la puerta, muertas de pánico. No queríamos salir, pero finalmente caímos en cuenta de que ellos no sabían nuestra identidad, así que salimos con nuestras caras muy lavadas, pasamos entre ellos, y nos fuimos a nuestra casa como quien no ha roto un plato”, cuenta riéndose, como si el asunto hubiese ocurrido hace unos cuantos días y no hace unos cuántos años.

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Y siguió escribiendo. No ya poemas en las paredes, sino cuentos. Generalmente, como ya se dijo, en las mañanas. “Si escribo de noche, luego no puedo dormir con la cabeza tan agitada, y yo adoro dormir”, comenta risueña. De hecho, su obra, aunque mayormente ambientada en sus recuerdos de Maturín, la ha producido desde Israel. De esa manera, en 2007 obtuvo la XVI edición de la Bienal Ramos Sucre con su libro de cuentos Los jardines de Salomón, editado por la UDO al año siguiente. Nueve años después, en 2016, la editorial Equinoccio, de la Universidad Simón Bolívar USB, publicaría su segundo libro de cuentos: Trampa-Jaula. Sus dos casas de estudio, como podemos ver, han sido las encargadas de dejar el registro de su obra literaria.

¿Piensas incursionar en la novela?, pregunto. “Escribí una novela que será publicada en algún momento de este año”, anuncia mientras acota que tiene una tendencia a escribir cuentos que, aunque funcionan solos, “se conectan con otros cuentos y hay quienes los han visto como especies de novelas”. De hecho, su novela está compuesta por tres capítulos que parecen tres cuentos diferentes, pero que se necesitan los unos a los otros para alcanzar algún sentido. “Me gusta esa cosa intermedia entre la novela y el cuento”, puntualiza, advirtiendo que escribe su obra en español “porque en hebreo tiendo a la simplificación y a juegos de palabras que solo pueden entender quienes comparten lenguas conmigo”.

“Yo ni siquiera pensaba que algún día viviría en Israel”, señala cuando le pregunto si volverá a Venezuela o si se instalaría en otro país. “Así que lo que piense o deje de pensar con respecto a dónde viviré en el futuro no tiene mucha importancia”, responde con su timbre ligeramente oscuro y melodioso, y con esa franqueza informal que nos dice que, indistintamente de dónde lo haga, el Caribe residirá en ella como un compañero de viaje.

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