Crónica

Navegar a Curazao o morir en el intento

El naufragio de una embarcación que transportaba a una treintena de venezolanos hacia Curazao reveló la trama que hay detrás del fenómeno de “los balseros” que se lanzan al mar para alcanzar tierra firme con gobierno holandés y economía dolarizada. Mientras continúa la búsqueda de cadáveres y se atiende a los sobrevivientes, en La Vela de Coro preparan el siguiente viaje

TEXTO: RAQUEL CHIRINOS | FOTOGRAFÍA: AP (ARCHIVO)
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El puerto de La Vela de Coro, estado Falcón, al noreste de Venezuela, ha vivido desde hace años del comercio con las islas antillanas, especialmente con Curazao. Este intercambio se hace por la vía legal, por el muelle, y con supervisión de la Capitanía de Puertos. Pero también está la ruta ilegal, desde puntos clandestinos, ubicados en municipios vecinos. Allí, el negocio en auge es el transporte de personas. Venezolanos que se mueven a la isla, territorio autónomo perteneciente a los Países Bajos, para rebuscarse algunos dólares y volver, para emigrar, para instalarse, para huir del socialismo chavista y sus consecuencias, o morir en el intento.

Lo hacen en lanchas rápidas y precarias, sobrepobladas y siempre en riesgo. El 10 de enero de 2018, se conoció de la muerte de al menos cuatro balseros venezolanos que perseguían la costa curazoleña a bordo de un peñero cargado con treinta de personas, pero con capacidad tan solo para quince. Se asume que una decena más pudiera haber perecido también.

Cien dólares cuesta el improvisado “pasaje” para abordar la lancha que conduce a otra nación y, también, a otra economía. Familias enteras, incluso, han sustituido en los botes a los habituales envíos de chivos y otros productos venezolanos, y el retorno de güisqui y queso amarillo gouda. Era lo normal entre 1980 hasta comienzos de los años 2000, cuando tales bienes se exhibían después en la vía Morón-Coro. Ahora el negocio es llevar gente de ida; y cauchos, televisores y celulares de regreso.

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El trayecto hasta Curazao tiene apenas 90 kilómetros. Estimaciones no oficiales apuntan a que unos 10 mil venezolanos hacen vida de manera ilegal en esa isla. No es la única. La primera ministra de Aruba, Evelyn Wever-Croes, calculó recientemente que de una población de poco más de 100.000 personas que viven en ese territorio 12.000 son venezolanos en situación irregular.

Según la Guardia Costera de Curazao, los números no van sino in crescendo. En 2016, 60 embarcaciones ilegales venezolanas fueron interceptadas en el mar. En 2017 la cifra subió a 300, informó el director de la policía local, Regnal Lugin. Además, durante todo el año pasado se recibieron 200 aplicaciones de asilo en ese país, a través de Acnur, pues Curazao no tiene procedimientos legales propios para esa figura. Las deportaciones hacia Venezuela ascienden a más de 1.000, indican reportes policiales y de inmigración citados por la prensa local.

Detrás del negocio

“Las rápidas”. Así son conocidas las embarcaciones más ligeras, diseñadas para contener el peso de entre seis o diez pasajeros con equipaje ligero, además de algunas cantidades de carga. Sus dueños y operadores son habitantes de los pueblos costeros. Pero el desespero y el aumento de la demanda hacen que en cada peñero se suban no diez, sino quince y hasta treinta, como en la última lancha siniestrada.

No existe una frecuencia, no hay horas ni días fijos para comenzar la travesía. “Normalmente el viaje se programa según la cantidad  de pasajeros en la lista”, cuenta uno de ellos. Al lograr los 30 nombres con su respectivo pago, se fija el día y la hora para zarpar. Lo hacen rápido, furtivos. Cambian la salida de un momento a otro para evitar a las autoridades. Se concreta “cuando no hay moros en la costa”, explica Ramón*, un joven lanchero que se mueve entre Venezuela, Aruba y Curazao.

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Su nombre es ficticio para este reportaje. Él, como todos sus colegas, prefiere no revelar su verdadera identidad, ni dejarse fotografiar. Nadie quiere problemas. Formalmente son pescadores, pero cuando la luna es el único faro, aprovechan de trasegar productos y personas. Es un modo de supervivencia que les permite, al dolarizar la operación, literalmente navegar sobre la hiperinflación y la acelerada devaluación de la moneda local.

El viaje que terminó en tragedia a comienzos de enero comenzó pasadas las nueve de la noche, cuando la vigilancia de aquellas costas, a ambos lados del trayecto, disminuye y las deja desguarnecidas. Entonces, el tráfico tiene mayores probabilidades de éxito.

Los marineros clandestinos cobran al menos 100 dólares por persona, o su equivalente en bolívares a tasa no oficial. El billete verde abre caminos, también mares. De todas maneras, quienes se han acostumbrado a ir y volver saben y calculan que el costo de ese “boleto” se recupera en dos días de trabajo.

Lo que sí no aseguran los 100 dólares son las condiciones para un viaje que puede ser muy peligroso, sobre “aguas picadas”. Ni compran respuestas en caso de siniestros. Eso pasó en el naufragio de enero. “Se ofreció una cosa que no era. No hubo salvavidas. Hubo exceso de peso”, acusa Yaneth Garcés, en la plaza Bolívar de La Vela, mientras espera, junto a familiares de los náufragos, qué pasará con los detenidos, los hospitalizados y los fallecidos.

Es pariente de Yajaira Josefina Márquez, de 31 años, una de las cuatro víctimas confirmadas e identificadas del naufragio del 10 de enero. Ella viajó con Danny José Sánchez Piña (33), Jaires leomar Loaiza Sorret (24), Janaudy Guadalupe Jiménez Chirino (18). Además, Jóvito Gutiérrez (32) está registrado como desaparecido. Su esposa Génesis Vásquez identificó su cuerpo en fotografías, como le dijo a la agencia EFE, pero su madre Ilary Yance esperaba aún el 18 de enero más información, con la esperanza de que estuviera hospitalizado o detenido.

Existen al menos 16 sobrevivientes del naufragio ya localizados. Otros habrían alcanzado tierra y decidido esconderse para evitar ser deportados. “En Protección Civil hemos desplegado un operativo de inteligencia social en las comunidades para recabar información que permita dar con las personas que se fueron de esa manera. Y con la Comandancia Costera se están aplicando medidas de patrullaje marítimo”, dijo Arturo Vargas, director de Protección Civil de La Vela, en Falcón, a Univisión.

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Asfixiados en tierra, ahogados en mar

Juan* se salvó del naufragio porque es pescador y sabe nadar. Braceó durante tres horas hasta que pisó tierra firme de autoridad holandesa. Era su primer viaje, su primer intento. Lo mismo hizo Jóvito Gutiérrez, quien cambió la manera de alcanzar la isla luego de haberse ido en 2016 por vía aérea y de manera legal. Pero siete meses después fue deportado. Llegado de nuevo a Falcón, vio la imposibilidad de tener calidad de vida y aspiró una nueva vida en el promontorio que se divisa sobre el agua desde las costas del norte de Venezuela. “Él aspiraba a que le dieran un empleo fijo en Corpoelec, y como no se lo dieron, tomó la decisión de irse en ese viaje”, dice a Clímax Ilary Yance, su madre.

El modo de viaje fue sugerencia de unos amigos. La lancha para emigrar de la Venezuela “potencia” de la que se ufana el presidente Nicolás Maduro. “Le dijeron que no era peligroso, que cuando llegaban cerca de la orilla se tiraban”, relata Yance. Pero, de acuerdo con las autoridades de la isla, el peñero se estrelló contra unas rocas cerca de la entrada de una laguna en la región Koraal Tabak, al norte de Curazao.

Jóvito pagó la cuota por el traslado con 100 dólares facilitados por un amigo que ya está en Curazao. La condición era que se los devolviera al comenzar a trabajar en la isla donde venezolanos logran trabajar en albañilería, plomería y otros oficios manuales, no profesionales ni con exigencias de papeleo. Su esposa Génesis Vásquez detalló que Gutiérrez buscaba una alternativa ante la situación precaria del país. “Uno aquí vive el día a día solamente para el pan que te vas a llevar a la boca. Uno aquí no puede pensar en adquirir un bien, tener una casa, tener un hogar, tener una familia, tener un negocio. No puede uno. Todos los sueños de los venezolanos están truncados”, afirmó a la agencia EFE.

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Irse y volver es muy común. Por cuenta propia o por la obligación que impone una deportación. Y el método se repite: algún integrante de la familia parte para generar dinero y enviar provisiones a los que dejaron atrás. Dos años, cuatro años, o hasta que los deportan. El tiempo no se prevé.

Yajaira Márquez, una de las fallecidas, era originaria de El Vigía, en Mérida. En noviembre de 2017 regresó a Venezuela luego de haber sido deportada desde Curazao, cinco meses después de haber ingresado al país de manera legal. “Inmediatamente empezó a averiguar cómo era lo del viaje en lanchas”, cuenta Yaneth Garcés, su pariente, sobre la transacción que se hace de manera personalísima. Por eso los familiares de las víctimas no conocen al lanchero que guiaba el timón del peñero siniestrado.

Luego de varios retrasos, aplazamientos, y expectativa, finalmente la travesía se concretó. Según Garcés, el tiempo que pasó antes de concretar el viaje, supuestamente por un conflicto con un motor entre el lanchero y un socio, hizo que otras 10 personas “se echaron para atrás de tanto esperar”.

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Como Yajaira y Jóvito, la mayoría de los deportados insiste. Reinciden, buscan alguna forma de quedarse en Curazao. Para Danny Sánchez Piña, otro de los fallecidos, también era su segundo intento. En 2017 viajó a la isla y fue deportado una semana más tarde, junto a Oliver Velásquez, de 32 años, quien viajó en el peñero siniestrado. Se desconoce su paradero.

El diario Curaçao Chronicle reseñó el 12 de enero de 2018 que dos de los fallecidos en el naufragio de esa semana habían sido expulsados el año pasado. Hasta ahora, se sabe que cinco sobrevivientes permanecen detenidos, pero las identidades se mantienen en reserva por las autoridades. Además, el cierre de fronteras ordenado por Maduro con Aruba, Curazao y Bonaire, tienen en vilo los procedimientos de deportación de vivos y repatriación de muertos.

Ruta emigracion en lancha a Curazao

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