Rafael Laporta: con el tiempo en las manos

Con esa sapiencia muda de místicos y anacoretas este relojero, bien armado de pinzas y paciencia, sabe del trajinar de las máquinas que cuentan o marcan las horas. Su trabajo está en ganarle segundos, minutos al paso indefectible de la vida. Su visa al cielo

Fotografía: Oriana Milu Lozada
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Las agujas del reloj nunca se paran, al menos para Rafael Laporta. Lleva 70 años siendo relojero. Diez en Italia, sesenta en Venezuela. A penas se le entiende el español, la arepa no le quita lo testa dura, mucho menos el acento italiano. Sin embargo, domina con rigurosidad un lenguaje mucho más universal y preciso: el del tic tac. Sus pantalones de gabardina y camisa de cuadros, al igual que sus manos curtidas delatan que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Su lupa visera ha sido testigo de todas las batallas que le ha ganado al Cronos.

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Conoce más la anatomía de un reloj, que la de su propio cuerpo. Cuando lo tiene en sus manos entrelaza cada movimiento como si fuera una pincelada para arreglar aquel objeto destruido. “Mi trabajo no es simplemente cambiar pilas. Es remendar todas las piezas que no tienen arreglo. Es como si tuvieras la oportunidad de hacer que el tiempo no pasara. Puedes salvar cuantas veces quieras un mismo reloj”. Y es que de eso se trata el oficio.

Desde su asiento permanece anónimo, rescatando a todos aquellos que no quieren llegar tarde, que juegan a la puntualidad y que aprecian cada segundo. Pero él no es el único, en relevo está su hijo, quien conoce de memoria todos los trucos de su padre. Con el sonido de uno de sus relojes de pared sabe que pasaron 30 minutos. Tiempo suficiente para arreglar dos de sus máquinas.

Padre e hijo dicen con nostalgia: “pareciera que el oficio está en extinción”. Se explican aludiendo que la gente ya no invierte en un buen ejemplar, pues prefieren comprar muchos más económicos. El heredero comenta: “Tener uno de pulsera es asunto de moda. Para la mayoría es mejor tener uno de cada color. El negocio cambió. Sale más barato comprar uno nuevo que mandar a arreglar el de toda una vida”.

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Sin embargo, “todavía existen nostálgicos”, dice el señor Laporta mientras suspira. Y es que ¿quién le iba a decir hace 70 años que su oficio crecería y moriría con su generación?

Las paredes de su tienda ubicada en la avenida Miguel Ángel, en Colinas de Bello Monte, están rodeadas de relojes de pared, bolsillo y pulsera. Cada minuto entra un nuevo cliente, de esos que piensan que no hay reparo para su preciado objeto.

— ¿Cuánto me vas a cobrar por el arreglo Rafael?

— Bueno, 800 bolívares.

— Coye chico la última vez fueron 600, con 800 me compro uno chimbito.

— Bueno, dame 700. Sabes que este no tiene precio.

Conoce a todos los vecinos de la zona y no se molesta cuando entra algún loquito de la calle a pedirle que le ajuste la hora. Gajes del oficio. Recostado de la barra de su local medita: “Yo le dediqué mi vida a este trabajo, quizá los dos terminemos muriendo juntos. De lo que estoy seguro es que agradezco cada día que le he rendido tributo al tiempo”.

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