Íconos

Salve Freddie

Freddie Mercury chispea en la cultura pop. El celaje de su tránsito en la música no lo borronea el ruido de esta era. El autor de “Somebody to Love”, fundador de Queen, nació un 5 de septiembre hace 71 años. Sus súbditos lo veneran

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Han pasado 71 años de su nacimiento, y 26 desde su muerte y, sin embargo, aún incita crispaciones y deslumbramientos entre quienes lo admiran. De él se sabe casi todo. Excepto el lugar donde reposan las cenizas de su cuerpo carnal. Ese que, en tiempos de escasez y precariedad, tiritaba en pisos fríos de Kensington y aún en sueños bullía en locura y genio. El mismo que, después de alcanzadas las glorias, se abrasaba entre los carbones de la fama y los brazos de algún galán de paso—que en silencio lo hubo matado. Es que su figurín no sólo fulgía en los escenarios, sino que también los hacía temblar y crujir por la robustez y extravagancia de su espectáculo. Y su público, su fiel público, que no se descomprime por el sonido estereo o HD de su recuerdo, caía de hinojos por las vibraciones y melodías de su vozarrón de tenor —a veces barítono de alta coloratura. No hay preludio que pueda presentarlo o tributarlo. Freddie Mercury es, pese al cliché majadero, leyenda entre hombres.

Él, que rompió patrones en la rapsodia de su vida. Él, que se ciñó bragas para mostrar su escote de pecho de pelo parsis —debelador de sus antepasados persas y de la lubricidad en su cama. Él, cuya sexualidad no era secreto lo mismo que ambigüedad y motivo de cierre chitón. Él, que por su compulsión a los micrófonos tronó en radios y conciertos. Él, que siempre coqueteó con el desafío acaso para hacer jactancia de su tesitura de trovador-provocador. Él, que gustaba de los afeites, incluidas las pinturas de labios y uñas, para travestirse y travestir el rock.
Mercury nunca se dejó olvidar como nota afinadísima, a la vez discordante, del concierto huracanado del siglo XX. Como compositor, amén de su canto, destacó entre los mejores. Legó lo que muchos expertos y melómanos consideran sinfonías modernas: “Bohemian Rhapsody”, “Seven Seas of Rhye”, “Killer Queen”, “We Are the Champions”, “Crazy Little Thing Called Love” y “Play the Game”, entre otras muchas. Navegó sin naufragar en el rockabilly, rock progresivo, heavy metal, gospel y disco music.

Freddie es de The Queen. Quizá por eso, y a pesar de algunas reticencias del guitarrista Brian May y del baterista Roger Taylor, miembros de la icónica agrupación, llamó así a la banda en 1970 —año de su formación. El nombre se debió al mote que, por su florido amaneramiento y por esas manos delicadas que alguna vez armaron cajas en una fábrica de Inglaterra, le pusieron los integrantes de Wreckage, una de sus primeras agrupaciones. Se sabía reina. “Nunca llevo dinero, justo como la verdadera Reina. Si veo algo en una tienda, siempre pido a alguien de nuestro personal que lo compre…”, dijo alguna vez. Freddie, cuyo nombre de pila es Farrokh Bulsara, no le temía a la catadura del qué dirán.
Nació el 5 de septiembre de 1946 en Zanzíbar cuando todavía formaba parte de la India. Y desde entonces aró su suelo para encimarse como el mejor cantante masculino de los últimos tiempos. Así lo escarcha una encuesta que, en 2005, organizara MTV y Blender. En 2008, lo refrenda la revista Rolling Stone que lo alza hasta puesto 18 de los 100 cantautores más influyentes. Incluso sus homólogos David Bowie y Elton John lo honraron. Era imposible no sucumbir a su altivez y a la holgura del talento que exudaba en tarimas. Domador de leones y bataholas sabía cómo capturar la atención y calores de quienes lo prodigaban de aplausos. “Entre los conciertos de rock más teatrales, Freddie fue el más sobresaliente. Y, por supuesto, siempre he admirado a los hombres que usan trajes de malla. Solo lo vi una vez en concierto y, como dicen, era definitivamente un hombre que podía tener a su audiencia en la palma de la mano”, señaló Bowie.
Pero esa fiera que se contoneaba y le sacaba el alma al piano era, lejos del brillo de las candilejas y luces de los teatros, más bien retraída y reservada. Cuando todavía su nuevo nombre, Mercury, que lo tomó del verso “Mother Mercury”, incluido en la letra de una canción que él mismo compuso, «My fairy king», no espejeaba en firmamentos, luchó contra la timidez. Por tal razón, cantó ópera, estudió piano en St. Peter’s School, Bombay, y hasta asestó golpes de boxeo. Ya famoso pretería de las declaraciones. Se escabullía a la hora de ofrecer una entrevista.
Fiel a su testaruda resolución del silencio, que no quebró sino hasta dos días antes de su muerte para decir que padecía de sida. “Siguiendo la enorme conjetura de la prensa de las últimas dos semanas, es mi deseo confirmar que padezco sida. Sentí que era correcto mantener esta información en privado hasta el día de la fecha para proteger la privacidad de los que me rodean”, confesó en un comunicado publicado el 22 de noviembre de 1991.

Contrajo la enfermedad, enemigo espurio y bullangero que socavaba sus cimientes, en esos tiempos en que el VIH era incógnita. Fue espectador, en primera fila, de cómo sus antiguos amantes, los que escoltaban sus orgias de deseo, caían a destajo por un virus que entonces poco conocía la ciencia. En 1987, fue diagnosticado portador. La confirmación de la sospecha sabida, que coludía interna, lo sumió en el apocamiento de la depresión. Su casa en Londres hizo las veces de clínica personal. Se encerró y compuso. Pero sus acordes y rimas traslucían la pena. Ya las Parcas rondaban cerquita. Pronto Átropos, con su tijera, cortaría el fino hilo de su existencia.

En el operático curso de su música, que a largos pasos sacaba ventaja, libó lo que toda estrella: reconocimientos, frenesí, seguidores, champanes, drogas y muchos efebos de a ratos. También mujeres. «Son como las obras de arte modernas. Si tratas de entenderlas, no podrás disfrutarlas». Pero hubo una con la que intentó: Mary Austin. Vivió con ella seis años. La puso como moradora eterna de su Arcadia en la que, sin duda, sonaban sus letras.
Extravagante per sé, muñía a su voluntad los pensamientos y críticas de otros. Que respondía así: “Me gusta ridiculizarme a mí mismo y no tomarme demasiado en serio. No llevaría todas estas ropas si fuera serio. Lo único que me hace seguir adelante es que me gusta reírme de mí mismo. Pero todo es fingido. Por dentro sigo siendo un músico”. El mundo era suyo y, no obstante, lo compartiría hasta la eternidad. “No voy a regalar ninguna de mis cosas cuando esté muerto. Voy a acapararlo todo. Quiero que me entierren con todas mis cosas. Y aquel que quiera algo, puede venir conmigo. ¡Habrá muchísimo espacio!». Espacio que hoy sus fanáticos sueñan apropiarlo.

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