Dossier

Sentirse mujer en socialismo: más gavilán que paloma

Hace años los comerciales de toallas femeninas, champú y cremas invocaban en sus jingles la promesa de “ser más mujer”, “desodorantes que no abandonaban” y “6 horas de protección Always de Tess”. Jamás se cruzó la posibilidad de que veinte años más tarde, para sentirse diosa deseada y segura con “alitas protectoras”, habría que maniobrar y pelear a “rin pelao”. Estas historias a continuación, trazan la femineidad bravía al límite de estos tiempos

Mujeres en revolucion
Texto: Luz E. Carrascosa
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Sin novedad en el frente en la distópica patria para todos. El agua continúa racionada, el champú va por gotas. Las famosas bolsas CLAP ya han aumentado de precio. El Presidente y sus secuaces engullen un horrendo pastel para celebrar el cumpleaños del difunto supremo, que importa menos que la tortaza millonaria devorada en cámaras. Todo esto ocurre mientras no hay anticonceptivas ni colágeno ni tratamientos para cardiopatías y pocas maneras de disolver quistes benignos, mucho menos malignos. El golpe socialista es bajo, punzo penetrante y letal. La mujer venezolana, latina cazadora, acusa alto nivel de experticia en sortear colas infinitas, cuadrar días con números de cédula y permisos laborales, esquivar cuatro peleas de bachaqueras y peregrinar incierto en farmacias y bodegas. Ya eso se sabe.

La compatriota no se siente más mujer por pura tasación cromosómica. Ser hembra venezolana comprende otras acrobacias, no aptas para cardíacos ni hipertensos ni sensibles. Obviamente un ímpetu más visceral que genital prevalece en estos días. Es gavilán, algunos días con modos de paloma. Va en modo avión o survivor, siempre encendido. Incluso en los momentos en los que la pila emocional baja estrepitosamente, una mano poderosa tropical impone sobre ella la carga y el coraje para continuar bregando y así calma cualquier lágrima de impotencia y sofocón. La señora actual, la del socialismo, que no socialista, ilustre tótem prodigioso, desvencijado, da como sea con sus afeites, los rinde y administra hasta que el sudor milagroso de una cola le proporcione otros o hasta que alguien le traiga un paquete de algo de tierras no muy remotas. Las que aún reglan, suspiran por 24, 25 días, mirando bien que alcancen las compresas o de reojo a esa copa lunar —solo reservada para extremos— o que aparezca una cajita nueva de anticonceptivas si es que hay ánimos para escapes amatorios en medio de semejante desmadre.

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Si bien algunas heroínas han optado por rendir el rímel con vaselina y dosificar viejos maquillajes a riesgo de empicharlos y de conjuntivitis, acicalarse ya es un minúsculo problema del primer mundo, si se añaden todas las adversidades que entorpecen las labores del factótum criollo: cocinar con agua de tobo, sin azúcar, lavar la ropa a punta de jabón diamante y brillar con la hazaña.

Los comentarios desatinados de esposas de políticos valiosos que sí cantan cartilla son solo infeliz desliz y no quitan ni añaden al hecho de que la venezolana sí se siente titán, aunque su femineidad se vea amenazada y destartalada.

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Juls, tatuadora y diseñadora independiente, estira el maquillaje usando poco, “no soy de usar en exceso. Un poco de base, polvo y labial y solo uso dos veces por semana”. Estricta en cuanto a fechas de caducidad y reposición, añade: “no uso maquillaje que tenga más de dos años, compro polvo compacto cada dos meses”. Más rígida es cuando responde: “No he probado ningún truco con vaselina, y perfume para salir, no puede faltar”. Confiesa que el perfume lo adquiere de un vecino quien ofrece comodidades de pago y que le dura aproximadamente 3 meses, “todo depende de cuánto salga a la calle, que es cuando me hago los selfies, los hago antes de salir a la calle, jejej, aprovechando el poco maquillaje, y también dependerá del humor en el que me encuentre”. Es decir, administra su ánimo y lo exhibe con la discreción que el autorretrato impone.

Farandiperras vs. comando de las trabajadoras

Nacho Rodríguez, diseñador gráfico entrevistado, defiende a la mujer adulta, rediseñada por esta economía socialista, “están en otra, emprenden, trabajan doble” y hace entrar en éxtasis cuando habla de su madre. “Fíjate. Mi mamá cose desde los 13 años, una tipa light por naturaleza, sábados de Beatles y Rolling Stones mientras le da a la máquina hasta las 2:00 am más por placer que por billete”. Una Sharon Osborne caraqueña, sin parangón: “Peluqueada, impecable, así sea con su camiseta de Black Sabbath. Adeca de siempre. Lleva un rollo feliz, de vive y deja morir, hasta que la joden. Creo que por eso es de derecha, ama su libertad capital solitaria y de trabajo. Aquí por mi casa saben que es de oposición y la respetan todos. Pelea y pelea rudo”. Una madre que levantó sola a sus hijos, casada con un astrofísico quien, según palabras de Nacho, “vivió más en Júpiter que en Caracas, muchas estrellas y poca realidad, terminó en Maracaibo como taxista, se lo comió el socialismo y murió de un infarto”.

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“Mira, me tocó ir a Puerto Ordaz a buscar cierres blancos para un vestido de novia que estaba haciendo, porque en Caracas no hay algo tan básico como eso. Eso ya la tiene pensando en nuevos horizontes”. Y sigue: “Mi madre es mi heroína. Ya era heavy y la revolución la puso más heavy. Nacho siente que el país está dividido entre el ejército de las “wirchas farandiperras” versus el comando de las trabajadoras.

Elys, peluquera en un local de Los Palos Grandes, cuenta que le ofrecieron la cola al trabajo el otro día y tragó grueso: “Un vecino del edificio, y te juro que pensé que iba a proponerme algo. ¿Sabes cuando uno siente que un hombre te va a ofrecer plata o algo a cambio de sexo? Chama, y uno lo piensa, unos reales extra, alguna cosa que podría necesitar, estamos pasando trabajo, pero yo tengo a mi marido y mi trabajo y estamos pasando la misma roncha juntos”, confiesa. No se arrepiente de su voluntad ni de su dignidad y cierra con un “ya vendrán otros tiempos”.

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Cromosoma amazónico que no baila merengue

Florángel Quintana, gestora de redes y creadora de un blog llamado Sintacón, tiene una visión más optimista dentro de toda la fatalidad. “Este socialismo ha hecho a la mujer caer en cuenta de su poder como procuradora de cambios. Las penurias la han empoderado”. Se fue del país porque tanto ella como su esposo decidieron acompañar a su hijo, ya en Estados Unidos. “Cuando asaltan a un hijo a mano armada siete veces, no quieres sino resguardarlo en otra geografía, a que vaya a probar, uno nunca sabe, y finalmente, amor de madre, seguirlo”. Pero Flor no dobla resentimiento. Su buena vibra solo contagia desde Florida: “Esta mujer sobrevive porque su empeño en ser valiosa a los suyos es mayor. No olvidemos que somos un país matriarcal, nuestra patria parió mujeres de corazón enorme”.

La visión de Anabel es similar. Verbo pausado y agradable de leer en una entrevista vía chat. Anabel comenzó una empresa de productos en el sector de la belleza y salud hace unos siete años, lociones corporales, concretamente. Ve a la paisana más tribal, “una amazona criolla. El ancla de esta mujer del socialismo a pie es la familia, los hijos. Ahora somos como una sociedad de artesanos. Todo el mundo fabrica una vaina, esta mujer se hace las uñas tipo garra. Y así guerrea y carga con los carajitos”. Cierto. No hay cajera de automercado o de farmacia venezolana que no tenga claras sus prioridades: manos irreprochables, uñas eternas, pagadas por metro cuadrado, así viva de un mísero sueldo.

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Por razones redundantes Anabel cambió de ramo. “Justo cuando el negocio estaba a punto de explotar y entramos en las farmacias, se acabaron los envases y desapareció la materia prima. Por ahora está parado. Ahora montamos unas tiendas de manicería, especias, naturistas y están funcionando bien”. La paisana reencarna diariamente y crece más rabos que las lagartijas, recorre el camino pero no la charla socialista: they walk the walk but not the talk. Se ha endurecido.

Nacho lamenta la pérdida de la inocencia, y se plantea el dilema: “O son selfieperras o son durísimas, pero ¿con quién se baila un merengue sabroso entonces?”. Y aunque sabe que quizás la dura baile un merengue con tumbao, tiene las medicinas y el pan entre ceja y ceja, y ese es su guaguancó. “El hombre socialista es el concepto de jeva ahorita”, cierra.

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Tirar la toalla en las farmacias

Elena lleva la concesión de una cantina en un plantel escolar. Siempre al frente de un negocio familiar dedicado a la comida, siempre coqueta, pizpireta, cuidó su cuerpo aún joven de 30 y tantos años: carboxiterapias, radiofrecuencias y masajes. A principios de septiembre del 2015 le diagnosticaron leucemia mieloide a su hija de 16 años. Pasó seis meses en cama, luego de un mes y medio saliendo y entrando en terapia intensiva. Las medicinas que requiere son el Santo Grial del sartal de fármacos que procuran las cazadoras en el país; tan complicadas como pronunciar “esternocleidomastoideo”, pero Elena las enuncia con rapidez y precisión felina: mercaptopurina, nombre comercial Purinethol y Vesanoid, cuya caja de 100 pastillas cuesta 21,26 sueldos mínimos, es decir 320 mil bolívares. “El otro día me peleé con un señor en Locatel y con la farmaceuta. Necesitaba 10 cajas, pero también el señor demandaba una dosis mayor. Me dio mucha rabia, pero ¿qué podía hacer? Él también las necesitaba”, suspira y sabe que su corazón es de madre.

La ausencia de las medicinas la lleva, como todas, como todos los afectados, mal. “Afortunadamente he recibido muchas ayudas de gente del plantel”, apunta Elena con gesto muy agradecido pero sabe como toda matriarca que no hay como buscarse lo de uno, uno solito.

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Preñadas y preparadas

Cuando la hembra venezolana es potente híbrido de danta y María Lionza, la lujuria rompecolchón, las contraceptivas no las gestionan ni los bachaqueros y los preservativos, caros, en la última esquina de la lista de la farmacia, el coitus interruptus tiende por lo general a acoger a la pareja dentro de la estadística de la preñez no planeada. Eso sí, garantizadísimo, esta diosa de tiempos revueltos se sentirá más mujer que nunca, durante y después del embarazo.

María, manicurista de un salón del Este de Caracas, se medio cuidaba, coitus aquí, interruptus allá, y ahora figura dentro de la estadística. “Tenía tanta desconfianza y, como no lo podía creer, me hice la prueba dos veces en dos laboratorios diferentes el mismo día”. Listo. Preñada.

Malhumorada ella y el responsable, a los días se acostumbraron a la idea. A pesar de todos los obstáculos, “sí me siento más mujer, lloro por todo. El otro día lloré viendo la vida de Juan Gabriel por televisión —y quién no—. Y bueno, preparando todo. Los pañales los he conseguido a través de un cuñado que es guardia y nos conecta. Hemos ido comprando cositas. Doy a luz en enero y en hospital porque mi seguro ni incluye maternidad —otra clásica jugarreta de las estadísticas—, pretendo trabajar hasta diciembre si mi embarazo me lo permite”, finaliza María con pucherito de resignación y con la sospecha de que solo le queda atiborrarse de energías.

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Las selfieperras

En la ciudad, cada vez menos por seguridad y por recato, se ve este perfil, aunque sigan multiplicándose vía redes sociales y recurran a la pose: deditos en versión bastardizada de victoria, cerca de los pómulos y morrito montado.

Algunas despistadas ni saben de Asamblea Nacional, “ni de Guernica”, dice Nacho, el diseñador entrevistado más arriba, perspicaz como pocos. Andan de selfie en selfie y en una rumba al margen de todo desorden. “Las que bajan de los 25, salvo algunas excepciones, no son más que selfies con patas”. Para Anabel, a las “amazonas narcisas”, las selfieperras de Nacho, “algún día, cerquita, les va a pegar el drama”.

Otra entrevistada, quien prefirió permanecer anónima, piensa que hay más del tipo amazona narcisa que cualquier cosa. Según ella: “Claro que la pasan mal pero no se lamentan ni lo publican porque eso espanta a los machos. También están las enchufadas, esas viven en una realidad paralela”.

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