Día del orgullo

¿Cómo es crecer siendo gay en Venezuela?

Tres jóvenes venezolanos, tres historias, tres formas distintas de enfrentar la discriminación por simplemente asumir abiertamente su homosexualidad. Eduardo, Whirleny y Daniel nos cuentan cómo es ser gay en Venezuela

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En Venezuela la comunidad LGBTQ+ se deja a un lado. Con tantos problemas, muchas veces se resta importancia a luchas que no son políticas. Sin embargo, para las personas que crecen siendo gay en Venezuela esta lucha es importante.

Hablamos de un movimiento que probablemente libra la batalla de derechos civiles de nuestros tiempos, pero que al igual que otras luchas, aún no tiene el reconocimiento que merece en el país.

Para el Día Internacional de la comunidad LGBTQ+, que en algunos lugares se celebró el 27 de junio y en otros se celebra este domingo 28, entrevistamos a personas que nos hablan de su vida siendo homosexuales.

En estos tres testimonios se muestra la vida de tres jóvenes venezolanos, abiertamente gays y que saben las dificultades de serlo y crecer siéndolo en Venezuela. Esta es una realidad que no se puede hacer a un lado.

Unos nikes y ya

“No creo que haya habido un momento en específico en el dijera ‘ah, soy gay’. Creo que era un tema de no entender lo que siempre me habían enseñado”, explica Eduardo, caraqueño de 26 años, Comunicador Social y especialista en Marketing Digital y Relaciones Públicas.

Él no entendía cómo los preceptos educativos más básicos no explicaban su existencia. El cuento de la mujer y el hombre juntos, del origen de las cosas, lo que le enseñan a los niños cuando ya son capaces de hacerse preguntas no le calzaba y por eso, desde pequeño, no sabía darle un nombre o concepto a lo que él era.

“Yo sabía que en algo era diferente pero no sabía en qué. En el primer momento que yo sentí que algo era distinto en mí fue cómo a los 7 años en el colegio. A eso de los 14 años fue que pude dar un nombre a lo que era, porque ya estaba más informado”.

Eduardo describe su experiencia colegial con un frase: “No tan mala”. A las dificultades que de por sí ya tienen las personas al crecer, le tuvo que sumar la sexualidad cómo un problema y no cómo algo que pasa normalmente. Esto, confiesa, hace que el desarrollo psicosocial de un adolescente sea particularmente complicado.

“Me costó. No me sentía libre de decir lo que me gustaba o lo que yo era. Siento que no había una aceptación general en mi contexto, hablando de familia, amigos, o al menos eso pensaba yo. No había apertura, había mucha vergüenza. Crecí en una familia muy religiosa donde el tema homosexual siempre fue rechazado y considerado como un súper pecado; algo muy mal visto”.

Como adulto reflexiona sobre el niño y adolescente que fue y reconoce que sus heridas han logrado curarse con el tiempo, aunque suene a cliché.

“Discriminación sufrí en mi casa, por muchísimos años. Yo salí o me sacaron del clóset a los 15 años y hubo fuertes encontronazos en mi familia, en mi casa. En el colegio no fue una discriminación tan ‘rajada’, fue el típico bullying de esa época. ‘Marico’, ‘mariquita’, ‘gay’ eran los insultos que escuchaba. Al final sí me afectaba. No quería que la gente supiera, pero en el fondo sabía que ese era yo”.

La sociedad lo avergonzaba en su adolescencia. Su mecanismo de defensa fue asumir, con razón, que él no le debía explicaciones a nadie. Pero la vida le recordó varias veces que no estaba de acuerdo con esa postura.

“En Sawu me discriminaron. Me di un ‘piquito’ (beso breve en la boca) con mi novio y me trataron de sacar cómo un perro. Cuando hablamos con el dueño, nos dijo ‘no chico, quédense tranquilos, yo hablo con los de seguridad. Lo que pasa es que hay diferencias, ustedes son unos maricos buenos, unos maricos bien».

El encargado o dueño del local caraqueño dejó claro que no tenía problemas con los homosexuales de clase pudiente o al menos con los que aparentaban eso. Tal vez un gay moreno de algún barrio de Caracas le hubiese molestado más.

En Pizko lo botaron, un bar que queda en el Centro Comercial San Ignacio. Allí le dijeron que no aceptaban esas “conductas” y que se retirara.

A sus 15 años, Eduardo tuvo que lidiar con lo que él llama “la novela”. Una sacada de clóset poco práctica y disruptiva.

“A esa edad lo venía cocinando en mi cabeza, conocí a alguien que fue mi novio por 9 meses. Una relación bastante oculta por la situación, aunque yo me liberé en el sentido de que me di la oportunidad de sentirme más cómodo conmigo, de sentir y ya. Alguien del entorno de mi novio abrió la boca y todo llegó a una de mis hermanas. Ella preocupada habló con mi hermana mayor, y ella, a su vez y sin mi permiso revisó las pertenencias de mi cuarto. Consiguió una carta de mi novio, una foto de él y se le ocurrió en su inmadurez, hablar con mis papás y decirle que algo no estaba bien».

Eduardo recuerda las palabras de su padre ese día:»Lo sabemos todo. Tu mamá está destruida, tus hermanas también. Te queremos fuera de la casa, no sabemos cómo vas a lidiar con esta situación, pero dentro de 3 años, cuando cumplas 18, te vas de la casa”.

Este fue un momento que marcó un antes y un después en la vida de Eduardo. Sentía que habían dos equipos, el de su familia y el de él. La situación se fue complicando, pero no lo sacaron de la casa. Con los años supo conseguir aliados en su familia y poco a poco el entendimiento fue creciendo.

Sus padres, pasaron de escandalizarse, tomándose la sexualidad de su hijo cómo una vergüenza, un pecado o una pérdida de rumbo a simplemente ignorar el asunto, aunque antes de eso sucedieron más problemas.

“Se metían con mi forma de vestir. Yo no me estaba feminizando, aunque eso no tenga nada de malo, pero mi familia creía que sí. Me botaban la ropa sin mi permiso. A veces me criticaban unos nikes, unos pantalones normales y una franela”.

Eduardo se aisló y comenzó a vivir en una especie de anexo en su casa. A veces pasaba todo el día sin contacto con nadie. En ocasiones no almorzaba con su familia por miedo a que las críticas u observaciones se convirtieran en agresiones físicas.

“Mis amigos del colegio no sabían qué hacer y me acerqué a unas cuatro personas a contarles el drama. El día que explotó el peo, se acercaron a mí y les conté, todos me abrazaron, me dijeron que no estaba sólo, me ofrecieron casa, techo. Siempre conté con su apoyo y se ha sumado más gente a mi vida que me apoya, poco a poco”.

Ya en cuarto y quinto año de bachillerato, Eduardo sentía que ya no era una novedad. Al igual que sus padres, la gente dejó de prestarle atención y se sentía más calmado y seguro.

“En Venezuela hay que empezar a descomplejizar la situación y bajar un poco la guardia. Mientras nosotros mismos la normalicemos, podemos ser más aceptados. Mientras simplifiquemos y seamos más libres podría funcionar mejor. Legalmente necesitamos más aceptación, matrimonio igualitario y reconocimiento de los derechos de personas trans, así como de toda la comunidad”.

Para Eduardo lo más básico es que todos somos humanos y todos tenemos preferencias y gustos en todo. Ese debería ser el mensaje.

“Siento que esta ciudad sigue siendo ‘enclosetada’ y creo que deberían existir más espacios para la comunidad sin tener que montarle una bandera gigante en la puerta. Solo hay que ampliar la mente, entendiendo que el espacio es de todos y que podemos convivir todos”.

El pasado para Eduardo fue cruel. Por mucho tiempo sintió que todo el mundo le dio la espalda y que no era respetado. Todavía tiene heridas, pero cree que “uno tiene que pasarse el switch”. Para él, los gays y personas de otras tendencias tienen que liberarse, expresarse y luchar, si no la gente no va a entender jamás.

Para Eduardo hay que ser y dejar ser. El logró que sus padres lo respetaran, todo partiendo de una posición elevada de respeto por las creencias de los demás.

“Con el tiempo y toques de más madurez, ellos se dieron cuenta que el concepto de ellos hacia la homosexualidad estaba errado. Hay verdades y hay miedos. Hay mitos y prejuicios. Por eso hay que hablarlo siempre”.

Eduardo cambió su dinámica a partir de cierta edad, con su novio actual. Le ofrecía a su familia conocer a su novio y hablaba abiertamente de él y de sus planes juntos.

Pasaron de no querer conocerlo al acercamiento de una de sus hermanas. A partir de ese momento todo fue distinto. Eduardo cree que eso de que “ellos no van a cambiar» demostró ser mentira, al menos en su casa. “Gracias a Dios toda la triste historia cambió y cambió para excelente”.

Tu mirada me quiere matar

Whirleny Soto recuerda la primera vez que creyó que le gustaba una niña. Estaba en 6to grado, tenía 12 años y me empezó a gustarle su mejor amiga.  «Capaz fantaseaba con darle un besito o agarrarla de la mano, pero en ese momento no dije ‘ah bueno soy gay’”.

Ahora con 25 años, y una profesión de psicología, recuerda cómo en bachillerato se empezó a cuestionar lo que le estaba pasando. Empezó a ver a sus amigas fantaseando con hombres y a ella le daba igual.

A raíz de este cuestionamiento, empezó una etapa de exploración. Se besaba con muchachos que no le gustaban, jugaba a la botellita con amigos y amigas y sentía algo distinto al besar una mujer.

“Me inicié sexualmente en esa etapa y tuve una novia. Me tripeé el sexo con una chama, se me dio fácil la verdad, a pesar de que en la adolescencia tienes miedo y no sabes cómo es el juego. Quizás la comodidad venía de otro lugar”.

Después, también empezó a experimentar con su mejor amigo. Él la cortejaba y ella se decía que no se podía cerrar, que si había explorado un lado debía explorar el otro, así que tuvo relaciones con su amigo, más de una vez.

“Me sentía incómoda, no sé si era una cosa de él o que yo me sentía incomoda por mi sexualidad”.
Whirleny no sentía que la condición sexual se hablara abiertamente en el colegio, ni sabía si había alguien que se sintiera igual que ella, hasta que llegó esa novia colegial.

“Mi novia sí era abiertamente gay, tenía la etiqueta encima de ‘machito, niño’. Cuando estaba con ella, le decía que no quería que nadie se enterara. Me daba pena que pensaran que era gay y novia del ‘marimacho’. Eso era lo que me frenaba”.

Whirleny hoy sabe que eso era una estupidez y un actitud de pura inseguridad adolescente.

Ella sentía que era diferente, que la gente estaba esperando que le gustara un niño, pero ella pensaba en niñas. Sin embargo, nunca sintió que estaba dañada, más bien sus pensamientos “distintos” la motivaron a explorar.

Ahora piensa que hay algo de discriminación general en Venezuela.

“La gente te ve con desprecio, con asco. Por agarrarme de la mano con otra mujer he sentido que con la mirada me están diciendo que me van a matar. Estás en un sitio y no puedes darle un beso a tu novia porque puede venir un gerente a botarte».

Toda esta situación la hace cohibirse de mostrar afecto a su pareja en público. Reconoce que eso está mal: «Yo no tengo que dejar de ser yo para que tú te sientas cómodo dentro de tus prejuicios. Es inconsciente, es una censura que me puse hace tiempo”.

Para alguien heterosexual, no mostrarse afectivo con su pareja en público puede representar un problema, pero si eres gay en Venezuela mostrar cariño puede incluso ser peligroso.

“He sufrido acoso verbal en la calle, en discotecas, en reuniones. Se acerca el hombre machito a piropearte, a sexualizar tu relación y también está el que te pregunta que si no has probado hombres, que si no lo has hecho bien”.

Con una novia vivió un rechazo en un hotel de Chacao por ser dos mujeres. Con su novia actual, también lo vivió. En un motel le dijeron que por política de esa empresa una mujer no puede alquilar una habitación si no está acompañada de un hombre.

Con el tiempo, la coraza de Whirleny se endurece. Ahora es capaz de defender sus derechos, pero no siempre fue así. Su salida del clóset es un claro ejemplo.

“Yo no soy regular en mi ciclo menstrual y en una ocasión tuve una, dos semanas de retraso y me asusté. Había tenido relaciones con ese amigo y estábamos los dos borrachos, sin mucho recuerdo del asunto. En ese tiempo, me iba de vacaciones con mi familia a Margarita. Se me armó una tramoya en la cabeza, de que me iba a ir embarazada y para mí era atemorizante aceptar esto también sabiendo que no me gustaban los hombres. Senté a mi mamá para hablar sobre mi susto.
Me puse a llorar. Le dije que tenía un atraso, le conté que estuve con un amigo. Mi mamá me confortó, me dijo que me tranquilizara. Me dijo que me apoyaba en lo que yo decidiera pero que también podía ser mental, que tal vez no estaba embarazada”.

Cuando estaba calmándose, Whirleny pensó en su parte gay, entonces le quería decir a su mamá, aprovechando su angustia, una gran verdad.

“Mamá, necesito decirte otra cosa. Estoy embarazada, pero a mí me gustan las mujeres. Ella tranquilamente me dijo: Yo lo sé».

En ese momento, se sintió libre. Ya no tenía que mentir. «Después de hablar con mi mamá, a los 4 días, me vino la menstruación”.

A ella no le parece que haya que salir del clóset. Asegura que nadie se pasea por la vida diciendo que le gustan las manzanas y no las peras, ese concepto le suena a un sin sentido.

“Yo le dije a mi mamá por el tema del embarazo de fondo. Actualmente, con la única persona que he hablado esto es con mi mamá. Yo soy libre, si a ti te importa, me preguntas y si no estás de acuerdo es problema tuyo. Yo en mis redes soy abierta y subo fotos con mi novia. Me da miedo que mi papá vea esas fotos y me diga algo, vivo con el miedo constante, pero no quiero ir a decirle. Capaz espero que él me pregunte”.

Aunque la familia de su papá y su mamá saben, ella cree en su privacidad y es reservada. Sus tías le preguntan por su novia y ella responde con normalidad. De la misma manera en que lo transmite, siente que lo ha normalizado en su familia.

“Estamos rodeados de machismo y homofobia, hay que educarnos sexualmente. Que nos digan que esto también es normal. Se crean nuevos significados para entender lo que las personas sienten cada cierto tiempo, por eso nuestra comunidad tiene tantas letras, eso implica que es una educación constante”.

Para Whirlenys se necesitan más leyes, empezando con la educación sexual temprana. Hay personas que no saben la diferencia entre orientación sexual, identidad de género y sexo biológico, señala.

“En la misma comunidad hay discriminación. Eso hay que decirlo. Yo discriminé cuando rechacé a la novia que tuve por lo que era. También salí con una chama que era muy femenina y mis amigas me decían ‘esa te va a engañar con un chamo porque mírala, es muy femenina’. No hay reglas para que las personas sean lo que son”.

Ahora, como psicóloga, sabe que no puedes decirle a alguien cómo ser. Nunca.

Amor sobre todas las cosas

Daniel Becerra es un creativo venezolano, orientado hacia la moda y el branding, que actualmente reside en Estados Unidos. Toda su vida supo que era gay. Ni siquiera recuerda una edad en la que se lo haya cuestionado. Sin embargo, lo trató de combatir.

“Voy a hacer que me gusten las chamas, pero ajá, imposible. Eran mis amigas siempre”. Su experiencia en el colegio fue bastante traumática, pero siente que eso lo hizo mejor persona.

“Todo el bullying que sufrí, la pasadera de roncha, me hicieron más fuerte y por eso ahora soy quién soy. Esa es mi historia”.

Nunca pensó que algo estaba mal, pero sí que la normalidad dependía de su lado o el otro. Se preguntaba a menudo, de adolescente si él era el anormal o “los otros” lo eran.

“Nunca sufrí discriminación directamente. Tuve momentos incómodos y fuertes, pero no califican cómo discriminación. La señora que limpia o la directora del colegio te decían un chistecito, algo para disfrazar su homofobia, algo para hacerte saber que luchaban por estar cómodos ante tu presencia”.

Para Daniel, juzgar a alguien por lo que es representa una discriminación.

“Creo que la sociedad me sacó del closet. Yo era tan yo y me dijeron tantas veces marico que llegó un punto que dije ¿pa’ qué voy a estar negando esto?”

Cuando se mudó para Estados Unidos, tuvo unos meses complicados y decidió “enseriarse” en muchos aspectos de su vida, incluyendo su sexualidad. Quería abrazarse y abrazar lo que era y decirle a su mamá. Ella estaba en Caracas y Daniel estaba en Texas. La llamó y tuvieron una conversación normal, su madre lo aceptó sin ninguna sorpresa o rechazo.

“A todas estas, no le he dicho a mi papá. Supongo que tendrá una idea, pero él y yo no tenemos mucha comunicación. Pero él me quiere y yo lo quiero”.

Su mamá lo ha apoyado muchísimo y su papá “hace lo que puede”. Todos sus amigos lo han apoyado, incluso los que se sintieron incómodos en algún momento.

“Lo que hace más falta a la comunidad en el mundo, no sólo en Venezuela, es amor. Ahora es morbosa, al menos la veo así. Después de las 7 de la noche que pase lo que pase, yo no tengo problema, pero hay un lugar para todo”.

Daniel critica constructivamente a la comunidad para invitarlos a dar un paso más serio, porque él se siente serio. Le molesta que los perciban como promiscuos o nudistas cuando son personas como todo el mundo.

“El mundo tiene que ver lo que nos amamos y lo fuerte y real que es nuestro amor. Yo amo a los que me han apoyado. A los que no, son unos malditos y ya”.

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