De Interés

Crónica sobre un taxista de setenta años (en torno a lo que aún se agradece)

Ando sin carro, tengo tres meses sin carro. Y eso que se consiguieron los repuestos a buen tiempo. Pero ya saben, los mecánicos han sido así siempre. En la Cuarta y en Quinta República, siempre iguales.

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Taxi

En fin, ando sin carro, y estos días trajinaba por los lados de Altamira a eso de las ocho y media de la noche. Frente a la plaza Francia, bajando por la San Juan Bosco, junto a un carrito de perros calientes, se paran unos taxistas. Me acerqué al único que estaba allí a esa hora, un señor de brazos cruzados y cara de pocos amigos. Le dije adonde quería ir, dictaminó quinientos. Me pareció realmente excesivo, sobre todo porque me habían cobrado trescientos un poco más temprano, desde el mismo sitio hasta Altamira. Lo dije al señor que me parecía mucho, el señor me replicó, de mala gana, que ese era el precio. Yo le argumenté que me habían cobrado trescientos por el mismo recorrido, pero en dirección contraria. Me soltó que a esa hora ese era el costo del viaje y que podía ir a regatear con los taxis que circulaban a esa hora, que seguro ellos me daban un mejor precio. Claro, sus palabras implicaban otra cosa, me decían en el fondo, «bueno, anda agarra un taxi de esos ilegales cualquiera y arriésgate a que te asalten o te maten». No lo dijo, pero su tono despectivo, su malhumor, su imperturbabilidad así lo expresaban. Quizás, no lo pongo en duda, a esa hora un taxi cuesta eso. Pero las maneras, siempre las maneras…

Me di media vuelta, crucé la San Juan Bosco hacia la plaza en dirección a la Francisco de Miranda. Una vez allí, empecé a procurarme un taxi. Por supuesto, ninguno de los que pasaba era legal. El taxista del primero que paré tenía cara de pran escapado (sí, yo sé que un pran no va a andar de taxista, pero tenía cara de pran). Me dijo quinientos, le dije que no, que era mucho. El segundo iba con franelilla sin mangas y llevaba reguetón a todo volumen. Siempre he pensado que alguien que porta franelilla sin mangas no es de confiar. Tampoco estaba de ganas de soportar el reguetón. El taxista me dijo cuatrocientos. Como éste tampoco me agradaba, le propuse trescientos. El hombre de franelilla sin mangas vociferó una negativa y siguió. El tercero me dijo que no sabía dónde quedaba la urbanización adonde me dirigía. Empecé a pensar, por supuesto, en las palabras del taxista de la línea, en su advertencia implícita, en su deseo, también implícito, de que saliera jodido de la situación por no irme con él, por no pagarle sus quinientos bolos. Pensé incluso en devolverme, en irme a poner de rodillas y suplicarle que me llevara.

Un nuevo taxi se detuvo cerca de mí. Era un carro pequeño, un Ford Fiesta de 2005, o algo así. Era blanco, como los taxis de acá. No sé, eso me hizo sentir un poco de confianza. Cuando me asomé a la ventana, vi al volante a un señor calvo, delgado, de uno sesenta años. Le dije la dirección y le pregunté cuánto me cobraba. Trescientos cincuenta, fue su respuesta. Me monté, con miedo, porque en esta ciudad todo es miedo, y diciendo en el fondo, que sea lo que Dios quiera.

Iba así, recto, tenso en el asiento, cuando el señor dijo, con una voz ronca y ahogada, que iba a llover en cualquier momento. Recordé «Strange Water», de Tom Waits. Allí Waits dice que los extraños sólo hablan del clima. Luego el señor dijo que si el ambiente seguía así no podría subir al Ávila. «Yo subo todos los días desde cuarenta años», me hizo saber, y también que ya antes de las cinco de la mañana estaba en dicha actividad. «Yo subo, bajo, me voy a mi casa, me baño y luego me pongo a trabajar en taxi». Quiso entonces saber su edad. 73 años, me respondió. Volteé a verlo, por primera vez en el trayecto lo detallé. Seguía siendo un señor calvo, seguía siendo un hombre delgado. Pero su delgadez todavía asomaba ciertos vestigios atléticos. Aquel señor, sin duda, había hecho y hacía ejercicios. Por supuesto que me pregunté, para mis adentros, con tristeza más que con rabia, qué carrizos hacía un señor de esa edad trabajando todavía. Y además de taxista nocturno en esta ciudad, en estas circunstancias.

El señor comenzó a contarme que en la trocha que él toma para subir el Ávila siempre ve gente de mediana edad, hombres de cincuenta, hombres de treinta, pero pocos de su edad. Pocos de setenta años.

Me dijo también que últimamente a esa hora ha visto muchas mujeres. Le pregunté si no era peligroso. Me dijo que no… que bueno… que una vez vio a un tipo de mal aspecto que empezó a seguirlo. «Se veía sucio, como si no se hubiese bañado en días». Él, alerta, avanzó unos metros y de pronto giró y lo interpeló: «!¿Qué es lo que te pasa a ti?!». El tipo le respondió que nada, que nada, que se quedara tranquilo, pero luego le dijo, «pero, mira, espérate», y lo tomó del brazo. El señor ahí mismo le metió un empujón y lo hizo caer al piso, luego bajó hasta el puesto de la Guardia y dio parte del incidente. Dos guardias subieron con él y apresaron al malhechor.

En otra ocasión subió temprano y se consiguió, sentado sobre una roca de la subida, a un hombre, esta vez muy bien vestido. De saco y corbata incluso. «Se veía limpiecito, como si se hubiera bañado. También me pareció que había estado llorando». «¿Y usted qué hizo?». «Lo saludé, le di los buenos días y seguí mi camino». «Qué cosa más rara, ¿no?», comenté yo. «Mucho». «Es como si hubiera visto un fantasma», agregué. El señor soltó unas carcajadas y me dijo: «Sí, así fue, es fue la sensación que tuve».

Luego fue turno de compartir experiencias. Le conté de la vez que me asaltó en la Plaza Francia un malandrito que me apuntaba con un yesquero y me decía que me iba a quemar. También le hablé del malandro que me sacó una pistola en plena tranca de la Autopista del Este. Esa vez no entregué la cartera, sino que saqué los billetes y se los di al malandro, que al ver que me tardaba me soltó con enojo: «Apúrate, mamagüevo, o es que tú crees que estoy jugando?». En verdad tuve suerte.

«Uno no sabe lo que hace en esos momentos», dije para terminar. Entonces el señor de setenta y tres años me contó que él una vez salió corriendo detrás de un malandro que se había asomado a la ventana de su carro y había tratado de asaltar a una amiga suya que iba de acompañante. «Cuando vi que no portaba arma, me bajé del carro y empecé a perseguirlo. Yo creo que él no se esperaba eso». Nos echamos a reír.
El taxi iba no sé, como a cincuenta kilómetros por hora, pero el tiempo se pasó muy rápido. Llegamos frente a mi casa, terminamos de echar cuentos y le pagué. Le agradecí la grata conversación (a pesar que no habíamos hecho más que hablar de asaltos) y me bajé. El señor, ya afuera, me preguntó si tenía bolígrafo. Le dije que sí. «Anota mi número de teléfono y mi nombre. Así me llamas cuando necesites un taxi». Anoté, me despedí, de nuevo le di las gracias.

Hoy en día, necesitamos dar las gracias por encontrarnos gente como el señor Alberto Reina. Gente como él le hacen creer a uno que todavía se puede. Que este país todavía se salva… ¿O será más bien que van quedando cada vez menos?, ¿que de los buenos venezolanos quedan pocos? No sé, no estoy para hacerme estas preguntas, sino para agradecer. Muchas gracias, de verdad, muchas gracias, don Alberto.

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