Venezuela

Crónicas Descalzas | Rechazada

Ella duerme en un sitio en el centro de Caracas. No vive en. No tiene una casa por. Ella no tiene dirección. Ni cuando su mamá estaba viva porque andaban de aquí para allá, cuando era niña. Hoy, nada ha cambiado, con un bolso en el que le caben las cosas que debe tener encima cuando la agarre la noche. “Yo tengo mis cosas en dos maletas, las tengo escondidas en una parte para que no me las roben”. Donde ella duerme en el centro de Caracas, debe llegar a las tres de la tarde y pagarle al vigilante 300 bolívares para que la dejen pasar la noche. “Es una habitación y tiene su cama. Yo pago diario pero hay quien paga la semana. Yo solo puedo pagar diario. Pero no me gusta mucho dormir allí porque hay muchas cucarachas”. Allí tampoco puede cocinar ni tener comida. Sólo entrar y dormir, una noche a la vez.

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Por Nirma Hernández

No recuerda su edad, pero sí sabe que su cumpleaños el 10 de octubre eso sí lo sabe. Su familia es así: sus hermanos son Darwin, Luisa, Adenito, Yumarly y con ella son cinco. Los cinco hijos de Carmen, como se llamaba su mamá. Su mamá se murió y dejó a su hermanita menor con VIH. Cuando su mamá murió ellos quedaron solos, y la tía que los cuidaba lo que hizo fue ponerla a trabajar, pero en cosas malas y por eso a ella y sus hermanos los llevaron a un albergue cuando ella tenía 13 años. Ahora tiene su hijo que se llama Javier, que lo cuida su otra tía que vive en Cartanal, por los Valles del Tuy. Javier tiene 5 años, pero está bien donde su tía porque allá le dan comida y ella no tiene como darle la comida y no tiene casa. La tía le dice que se saque la cédula para sacarle el carnet de la patria y que los bonos que asigna el gobierno los ponga en su cuenta. Pero ella no quiere eso: “Yo quiero tener mi cuenta y no que me manejen los bonos porque me los van a quitar, seguro me los quitan y después no me dan nada”. Ella quiere tener su tarjeta y comprar sus cosas por ella misma y cuidar a su hijo. Tiene otra tía en La Vega, pero ella no vuelve más allí “porque el marido de mi tía abusó de mi y a mi no me gusta eso que quieran es abusar de mi. Como el tipo ese que me dio el termo de café para que vendiera y que después lo que quería era acostarse conmigo, pero yo así no vendó más café y punto”. Porque a ella no le gusta que quieran todo el tiempo abusar de ella. Lo mismo ocurrió con el que le ofreció que vendiera chupetas, que entonces quería también era otra cosa. No, ella no quiere eso pues… ¿cómo va a hacer ella para vivir? El tío que vive por Plaza Venezuela en la misión vivienda (donde ella a veces se queda, pero no mucho porque allí hay mucha gente) le dijo que le iba a poner un negocio: una venta de pilas de celulares para que ella pueda tener su dinero. Claro ese negocio tiene que ser poner las pilas en dos bolsitas y luego ella las lleva en la mano y ofrece, porque así si viene la policía ella puede echar a correr rápido sin que le roben la mercancía. Pero el tío todavía no le ha dado nada para vender. Entonces para comer ella hace así: ayuda a sacar la basura y arreglar las sillas en el local de pizza que está cerca de donde duerme en el centro y allí casi siempre le dan pizza. “Yo saco la basura y me voy rápido antes que lleguen esos locos que se ponen a registrar la basura a toda hora”. Ella prefiere trabajar y que le den algo, no pedir. Cuando está por Plaza Venezuela, va para la iglesia de La Florida, donde sirven la olla comunitaria y allí come, porque eso es bueno y no camina tanto. Su comida favorita es un helado, una chicha, un vaso de avena fría. Y también le gusta mucho darse colita subiendo y bajando en el teleférico que va para El Ávila, porque desde allí ve todo desde arriba. Eso sí le gusta. Pero cuando baja y le toca poner los pies de nuevo en la tierra comienza lo mismo, ir de aquí para allá y de allá para acá. Ella no sabe estar en ninguna parte porque de todas partes la corren, de todas parten la echan y no la dejan entrar, como ahorita que no la dejan entrar en el mercado de Chacao a buscar a su maíta, la señora que la quería mucho cuando ella fue para la colmena de la vida y la cuidaba cuando ella y sus hermanitos los llevaron para allá. Pero después eso se cerró y ellos quedaron en el aire. Y no la dejan entrar a buscarla y ella quiere que la ayuden, que la ayuden, ella quiere trabajar, ella sabe limpiar bien, ella quiere trabajar, para tener una casa y no sentir siempre así, rechazada, que de todos lados la sacan y que nadie la quiere, como su familia que no la quiere ni a ella a sus hermanitos, siempre igual, siempre igual, que de todos lados la echan y no sabe cómo hacer ya.

Ella no sabe cuantos años tiene. Pero su cumpleaños es el 10 de octubre eso sí lo sabe. Al despedirse, me pide que le tome una foto y luego se la ponga en un marco. “Tómame una foto así, donde salga yo toda” Y agarra unas florecitas y sonríe para una foto donde ella se vea muy bien, donde ella salga bonita, donde no le salga la rabia, ni el miedo, ni las ganas que tiene de ponerse a llorar.

Post Scriptum:

Crecí viendo como los niños de la calle se reproducían en Venezuela. La primera vez fue en 1984, cuando conocí a dos hermanitos que comenzaron a quedarse a dormir en la cancha donde yo jugaba basket, en El Valle. En 1995, los veía en las calzadas de los edificios y de los comercios, como cuentas de un rosario roto, regado en las aceras. La mujer que habló para este relato nació en 1994 y llegó a una institución para niños de la calle a los 13 años, con cuatro hermanos más. Había sido prostituida por la tía después de la muerte de su madre, quizás enferma del SIDA que heredaría la menor de sus hijas. Su rostro tenso, redondo de pómulos altos y ojos pequeños, dibujan los rasgos de nuestras etnias indígenas, condenadas a la explotación y a la miseria. No sabe leer ni escribir pero no dudo al decir que toda su vida se ha sentido rechazada. Eso y abusada. La palabra la escribió a sus pies, con maternal amor, quien fuera una de sus madrinas en una institución de amparo a niños de la calle. Y luego la borró, en un gesto de desvanecer tanto dolor. Su historia nos confronta: toda una vida en la calle, después de tantos billones de dólares manejados por una maquinaria que perdió la batalla contra la pobreza. Pero si esta vida interpela al Estado también lo hace con nosotros, los ciudadanos, a quien nos corresponde la responsabilidad de no endurecer la mirada ante la tragedia sino abrir el pecho completo con obstinada perseverancia a la compasión y a la bondad. Aprendamos la lección: “Soy hombre, nada humano me es ajeno”. No nos permitamos ser indiferentes. La justicia y la paz vendrán por añadidura.

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