Cultura

CULTURA PARA ARMAR / Donald Trump y la condición humana

Desde que el hombre trata de racionalizar su realidad, ha oscilado entre subrayar la bondad o la maldad, de la cual da muestras fehacientes. Pesimismo u optimismo sobre la humanidad y su aventura tienen que ver con esos acentos. Porque hemos hecho hermosas filosofías y obras de arte, egregias catedrales, admirables hazañas del conocimiento o sacrificios extremos por hacer reales ciertos valores. Y todo lo contrario, estamos matándonos desde Caín hasta el presente, por millones, y a veces con una crueldad y gratuidad inverosímiles.

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maldad calavera
Por: Fernando Rodríguez / Foto: AFP (MARCO BERTORELLO)

Basta leer las «páginas rojas» de nuestra prensa, lo que sucede diariamente en nuestras calles y barrios para tener esa constancia y sin ir tan lejos como Hitler o Yugoeslavia, o Vietnam o Stalin, o Camboya, Ruanda y un interminable, milenario y planetario etcétera. Son ejemplos del siglo XX, pero en el XXI la fiesta continua: en Siria y en el Estado Islámico para citar lo más resaltado. Hoy esto sigue ocurriendo al lado, claro, de las incesantes proezas de la medicina que nos dan algo más de tiempo para nuestra residencia en la tierra,  o de las insólitas aplicaciones del último Smartphone.

La presencia del mal ha sido uno de los grandes temas de todo pensar. Los teólogos han tenido la tarea asignada desde siempre de explicar cómo un dios todopoderoso e infinitamente bueno es compatible con tanto mal en su creación.

En el fondo, se trata de solucionar aquél acertijo de Epicuro: Si no puede evitarlo, no tiene poder y si no quiere evitarlo no es bueno, en ambos casos no es dios.

De allí que Freud lo consideró un instinto, de muerte, inscrito en nuestra condición, insuperable por tanto, conviviendo permanentemente con Eros, nuestra vinculación deseante y amorosa con la vida.

O tan recurrente es el mal que puede llegar hasta ser banal, una tarea burocrática en el caso de Eichmann: un espantoso exterminador de judíos, como dice Hannah Arendt. Pero dejemos tan insondables enigmas en su debido lugar que no son estas pocas líneas periodísticas.

Vienen al caso para un acontecimiento que ha sacudido la conciencia de buena parte de la humanidad, la elección presidencial de Donald Trump. Es obvio que el señor, que una publicidad demócrata comparaba a Chávez, representa en fondo y forma una especie de ser de las tinieblas que encarna antivalores de la humanidad presente, como el racismo, la misoginia, la siembra del odio, el chovinismo extremo, el populismo más desenfadado, la voluntad de ofender, la prepotencia y la vulgaridad.

En un mundo en que abundan tiranuelos sería uno más. Pero resulta que ello acaece en el país más poderoso del globo, de manera que sus acciones van a afectar, ya lo han hecho, en todas las bolsas, al planeta entero. Lo que por una parte prueba, una vez más, lo razonable de la condena freudiana y, cosa sabida, que la llamada civilización no es antídoto suficiente para detener a Satanás y sus artes. Hitler sucede en el país de Kant, Goethe y Mozart.

De manera que nos asustamos de dos maneras o a dos niveles. Por los efectos reales que semejante dislocado puede causar en grandes áreas de la humanidad, en la economía y la política de San Francisco a Pekín, y no olvidemos que cargará consigo las claves hasta para una guerra atómica. Pero también porque nos recuerda la miseria de la especie, porque no es sólo Donald –locos abundan- son cincuenta millones de norteamericanos que lo sostienen, esos ciudadanos que pertenecen al mayor imperio, a la civilización más avanzada de la historia. Lo cual no les impide revolcarse en la barbarie, en los prejuicios más primitivos, en el mal en definitiva.

El americano feo sigue vivo y multiplicándose. Y éste es uno de sus rostros más despreciable.
Pero lo que aflora en lo más profundo de tanto sentimiento de rechazo, de rabia y temor, es la condición misma de nuestra especie. La fragilidad de las luces y el progreso, la persistencia del tosco animal depredador que nos habita. Los venezolanos de hoy debemos tener la piel muy sensible ante las formas del horror.

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