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De Alex Rodríguez a "A-Rod": un viaje al lado oscuro del béisbol 

Alex Rodríguez nació para ridiculizar a todos aquellos que se jactaban de jugar bien el béisbol. Su swing y su poder al bate, su elegancia y su potencia con el guante, su velocidad y agilidad en las bases eran obra no de la tecnología, no de la farmacéutica, sino de la evolución que Darwin tanto predicó.

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Era «El Natural» de esta generación, la fusión de Ripken y Griffey, el Harvey Dent que iba traer luz al gótico récord de jonrones que Bonds implantó en el béisbol.
Era, en definitiva, El Elegido que traería el balance y la paz al universo de la pelota  luego de los tiempos turbulentos de la Era de los Esteroides.
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Pero nada de eso pasó…
Lo que pasó, por el contrario, fue una triste caricatura de lo que pudo ser y no fue. Una historia gris que quizás tuvo su génesis en una forma de ser que solo quienes han compartido con él pueden describir.
Una buena fuente para ello es el libro «The Last Days of the Yankee Dinasty» del periodista de ESPN Buster Olney. En sus páginas se encuentran extrañas anécdotas de un personaje con un talento directamente proporcional a su inseguridad.
«Quiere que todo sea perfecto y este es un mal juego para alguien que quiere que todo sea perfecto», explicó en el libro el coach Larry Bowa al tratar de caracterizar a Alex Rodríguez.
Eso teóricamente no es algo malo. De hecho un dogma de la grandeza bien pudiera ser la búsqueda de la perfección. El problema de Alex es que esa perfección que él creaba requería una constante aprobación de terceros.
Era, según lo que cuenta Olney en su libro, un individuo capaz de irse de 5-5 en un juego y luego ir a preguntar a un compañero si observó algún problema en su swing. O de preguntarle al periodista Tom Verducci si pensaba que algunos miembros de su equipo hablaban mal de él porque «era el mejor pagado o más guapo que ellos».
Pero Rodríguez no se limitaba a preguntas y comentarios fuera de lugar. Su inseguridad lo obligaba a ir a más allá. Necesitaba que el espectáculo en el que se desempeñaba ofreciera pruebas al mundo de su extraordinaria valía.
Y en un mundo en el que los dólares compran lo valioso resultaba lógico, al menos en la cabeza de Alex, que él fuese el hombre que más dolares costase.
Por eso en 2001 pidió a los Rangers de Texas, además de los $252 millones por 10 años que le ofrecían, una cláusula (entre otras tantas) que impedía la existencia de otro jugador mejor pagado que él o podía anular su contrato en 2008 y 2009 y optar así a la agencia libre.
¿Quién hace eso? ¿Qué diferencia hacen unos millones más cuando ya tienes $252 millones asegurados? Alguien bastante avaro pudiera hacerlo con plena tranquilidad. Pero este, pienso, no era el caso.
La avaricia no explica por ejemplo, lo que sucedió 6 años después cuando Alex decidió rescindir de su contrato y comunicárselo al gerente general de la franquicia Brian Cashman, el mismo día en el que las Grandes Ligas iban a celebrar el cuarto juego de la Serie Mundial.
Generar esa noticia que iba a rivalizar con lo realmente importante en este deporte no es avaricia. ¡Eso es un grito desesperado por atención!
Sin embargo, un grito no es una causa en sí. Es una consecuencia, en este caso, de una emoción igualmente oscura pero bastante diferente llamada MIEDO.
Alex venía de ser abucheado intensamente en el Yankee Stadium luego de su juego número 15 al hilo sin remolcar una carrera en postemporada. Venía de ver a su equipo eliminado por los Indios de Cleveland en la Serie Divisional de la Liga Americana y de ser señalado como uno de los principales culpables del hecho. Venía, en pocas palabras, de vivir su pesadilla personal… Esa en la que falla y el mundo lo ve como un fraude.
Por eso corrió a buscar algo que recordara su grandeza al mundo testigo de su humillación. No lo hizo por avaricia, lo hizo, al parecer por inseguridad, por miedo. Y por miedo también hizo lo que realmente deformó su carrera.
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El salto al lado oscuro
Cuando José Canseco aseguró en 2007 que estaba sorprendido por la ausencia de Alex Rodríguez entre los nombres del reporte Mitchell muchos voltearon la mirada hacia otro lado. La sola idea de ver a Alex sumergido en un escándalo como ese amenazaba con aniquilar por completo la posibilidad de que alguien en el futuro cercano pudiera limpiar el récord de jonrones de MLB.
No es que no hubiese sospecha (en ese momento todo el mundo era sospechoso), era más bien un deseo fanático porque todo este asunto dejara de golpear esas barajitas que tanto se admiraban.
Por eso cuando Alex Rodríguez miró a los ojos a la periodista Katie Couric y aseguró en diciembre 2007 que jamás usó sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento muchos (y me incluyo) decidieron creerle.
Claro, personas menos emocionales y más profesionales como Selena Roberts de Sports Illustrated pusieron esas palabras a prueba solo para encontrar la falsedad de las mismas. Un reportaje publicado en febrero de 2009 por Roberts aseguraba que Alex había salido positivo por uso de sustancias prohibidas para mejorar el rendimiento en las pruebas internas que había realizado MLB en 2003, un año antes de la instalación de penalizaciones para este tipo de acciones.
Pocos días después Alex Rodríguez se veía forzado a confesar el hecho en una entrevista al legendario Peter Gammons atribuyéndole su error a la ingenuidad, la juventud y – lean bien-  a la presión que sintió al recibir el contrato de los Rangers.
Mientras estás palabras eran pronunciadas Alex Rodríguez dejaba sin aliento al mundo de la pelota asumiendo ya, de una vez y para siempre, su nueva identidad como «A-Rod».
Su legado había sido manchado, su misión como el redentor de los récords ya no podía ser alcanzado y su deseo de ser querido y reverenciado por todos como un segundo y mejorado Derek Jeter ya jamás podría ser cumplido. Había fallado por miedo a fallar.

El gran desterrado

Unas 5 temporadas habían pasado desde que A-Rod se convirtiera en un ángel caído y el tiempo, como siempre, había ayudado a disminuir la gravedad de lo ocurrido. Muchos se refugiaron en el argumento «Bonds» y decidieron dar una segunda oportunidad a Alex porque, la verdad sea dicha, no sabemos cuántos jugadores estaban «haciendo trampa» en aquella época gracias a la complicidad de MLB.
La marca de jonrones de Bonds estaría pronto al alcance, también lo estaría el récord de impulsadas de Aaron y quizás, solo quizás, si todo salía bien, las próximas generaciones de votantes al Salón de la Fama pudieran ser más indulgentes con aquellos tatuados por los escándalos de los esteroides y accedieran otorgarle el pase a la inmortalidad a alguien que hoy es considerado un paria como él.
Con todo eso en el ambiente explotó una bomba informativa en el sur de la Florida que terminó por acabar con lo que quedaba de Alex Rodríguez, El Elegido. Una clínica llamada Biogénesis de América se había dedicado de manera privada y secreta a proporcionar tratamientos con hormonas de crecimiento humano a algunos atletas y A-Rod era uno de ellos. Ante la acusación, A-Rod no confesó. De hecho lo negó tal y como lo hizo en 2006 frente a afirmaciones menos fundamentadas.
Solo después que la actual MLB, la que lucha en contra de estas prácticas, realizara una investigación en la que demostró de manera incontrovertible que A-Rod sí sometió a estas prácticas, el ángel caído finalmente asumió su responsabilidad y comenzó expiar sus culpas con la mayor pena que se hubiese establecido hasta la fecha: 162 juegos de suspensión.
En contra de todo pronóstico y luego de cumplir su pena, A-Rod con 39 años regresó en 2015 para vivir una temporada soñada y a la vez turbia. Sus récords habían perdido sentido, sus números brillo y su misma estampa en el plato era solo un amargo recordatorio de la promesa incumplida.
Esa aura aunada a un bajón en su rendimiento en 2016 detonaron lo que ya desde hace un año anhelaban ver los Yankees y que finalmente atestiguarán este viernes: el fin de la era de A-Rod como jugador en Nueva York.
Y seguramente habrá aplausos, y seguramente habrá vítores. Pero debajo del ruido, a nivel de murmullos, entre los presentes seguramente se escuchará suspirar nostálgico al «Monstruo del Bronx» y preguntarse: «¿Por qué lo hiciste, Alex. Por qué?»
 
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