Opinión

De aquel Expresos Alianza al gol de Marlon: un sentimiento intacto

En esta columna me permito hacer un paseo por Táchira, ciudad que recorrí como niño y adulto. Una ciudad de mucho aguante ante la crisis y de grandes fanáticos que hoy celebran el título del fútbol nacional. En este recorrido recuerdo a fanáticos y jugadores, muchos de ellos claves para mi maduración como narrador y comentarista

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Diseño: Yiseld Yemiñany

La primera vez que viajé a San Cristóbal con mi mamá (una gocha de Santa Ana), lo hicimos en un Mercedes Benz 0-302 de Expresos Alianza. Lo tengo grabado para siempre. Siendo muy niño, en mis vacaciones, recuerdo escuchar todos los mediodías a Manolo Dávila mientras almorzábamos en la casa de la abuela, un caserón que hacía esquina en pleno corazón de La Concordia, quizá la zona más popular de todo San Cristóbal. Me impresionaba cómo la abuela, sin saber nada de fútbol, religiosamente lo escuchaba.

Para un caraqueño, eso era una novedad, tanto como ver en los techos de las casas tanques de agua pintados como balones de fútbol. Había devoción por Táchira y por el propio Manolo, quien ya era figura en las transmisiones de los mundiales por Venevisión. Era una vedette, y por aquellos tiempos, aparecer en la pantalla del canal de La Colina, era de relevancia indescriptible. En las calles y en la radio se hablaba de William Méndez, de Daniel Francovig, de Carlos Maldonado y de Laureano Jaimes, pero la gente también era fan de Manolo.

En algún viaje a ver a Marítimo en Pueblo Nuevo contra Táchira, percibí esa sensación bonita de envidia. Envidia de la buena (aunque haya quienes quieran negar que la envidia tiene una parte positiva), de querer que ese estadio lleno con todo el mundo con una radio escuchando el partido y gritando los primeros cánticos en la naciente barra “Torcida Aurinegra”, se pudiera vivir en Caracas.

  • 2008. Trabajando ya para Sport Plus como narrador de fútbol, volvía a San Cristóbal y el sentimiento estaba intacto, aunque más pasional. Táchira ya tenía un clásico con Caracas y la efervescencia del poder lograr el título hizo que se llenara el remozado Pueblo Nuevo por ocho veces consecutivas, hasta ser campeones de la mano de Maldonado, un auténtico ídolo. Porque en Táchira, los ídolos lo son de verdad. La pasión que ahí se vivía era incomparable a nivel nacional.
  • 2014. Vivía en San Cristóbal. Trabajaba en Caracas pero tenía mi residencia allá, por temas impulsados por el corazón y la admiración justamente de todo lo que significa el aurinegro.  Por esos días, el clamor popular ante la crisis me llevó a caminar a pie desde el Makro de la Rotaria hasta mi casa en la Avenida Ferrero Tamayo: las protestas contra el gobierno tenían trancada toda la ciudad y cuando llegaba desde Caracas hasta Santo Domingo por avión, debía hacer esa travesía haciendo rodar detrás de mi maleta por el asfalto de la capital tachirense.

Ahí ya había comenzado un deterioro progresivo de la calidad de vida en esa noble tierra. Recuerdo madrugar el día que era asignado mi terminal de cédula para poder comprar productos básicos que ni en el mercado negro se conseguían. En el Baratta de la Ferrero o en el Garzón de Pueblo Nuevo, las colas eran desesperantes. Comenzaron los cortes de electricidad, la escasez de combustible, los vuelos copados y los buses limitados. Así dejé San Cristóbal en 2016: una ciudad que cambió, pero cuyo amor por su equipo seguía intacto, con una que otra desventura, pero la pasión era la misma.

Ese pueblo necesitaba una alegría, más que ninguno. Por su lucha, por su aguante, por su resiliencia, por su tradición. Y se lo dio el fútbol. En 2021, sí, bastante tiempo después, pero nunca es tarde cuando la dicha es buena.

Edgar Pérez Greco y su “Last Dance”. Final a partido único nada menos que contra su rival por antonomasia y nada menos que en su casa, en la Capital, en el Olímpico, en la arena enemiga. Un escenario ideal para vivir un sueño. Y lo lograron. Lo hicieron con un propietario tachirense, un capitán tachirense, un gerente tachirense y un técnico tachirense. Más perfecta la tarima no podía ser, y lo lograron. Lo lograron con un decisivo penal que marcó un nacido en San Antonio y otro que detuvo otro parido por tierras tachirenses.

Tanta sangre tachirense debía tener su correspondencia en un pueblo que se desbordó para recibirle, como nunca antes vi en ningún deporte en Venezuela. Quizá con aquella selección subcampeona del mundo en 2017, pero nunca tan auténtica, de larga data y legítima como esa sensación y sentimiento que tiene el tachirense por su amado Deportivo Táchira. La caravana, el Obelisco hasta la bandera, la celebración del plantel con su gente, la visita a la Virgen de La Consolación de Táriba, los videos de las distintas reacciones de los aficionados celebrando el momento en que la pelota pateada por Marlon entraba al arco de un ex, Beycker Velásquez. Todo fue perfecto.

Esa alegría merecía un regalo y lo ha dado nada menos que un gentleman como José Pékerman al prácticamente confirmar que San Cristóbal y la Catedral, Pueblo Nuevo, deben ser la casa de la Selección Nacional. Sin ninguna excusa que lo impida, el regreso de la Vinotinto a la tierra más futbolera parece ser un hecho y nada más merecido que eso.

Lo digo con propiedad porque lo he vivido, lo he palpitado y lo he sentido. Mi homenaje a Julio, el maître de La Balconatta en Las Mercedes, Caracas, que atiende a los comensales con tanto cariño siempre con su indiscutible acento andino. A Jorge, el perrero de la UCAT vieja cuando vivía allá, quien tuvo que emigrar pero sigue palpitando a su Táchira del alma. A Moto, el portero de Pueblo Nuevo, que me dejaba entrar a correr cuando estaba cerrado al público. A Carlitos Feo, el mejor narrador de beisbol y quien pocos saben que es aficionado del aurinegro. A Omarcito, mi primito, que en su bonita humildad hizo siempre sacrificios para ver a su equipo.

Cierro con reverencia, la que creo debe brindarle el fútbol venezolano, a Edgar Fernando Pérez Greco: un caballero de la vida, quien se pudo retirar del fútbol profesional logrando una anhelada estrella y toda esa idolatría que ha generado para que hoy el balompié criollo vea con todos sus ojos cómo se hace un ídolo.

Sonrían. Siéntanlo. Disfrútenlo un buen rato. Táchira y los tachirenses están felices.

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