Venezuela

Rómulo Gallegos en Nueva York

Mientras me preparo para tomar un avión que me regrese a casa, en Miami Florida, rehago la maleta y me termino de vestir, suena desde mi iPhone, en vivo, la rutina radial de César Miguel Rondón, un hábito que procuro salvaguardar en especial los "viernes de soundtrack".

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La habitación se inunda con una entrevista que César Miguel le hace a Alberto Barrera y a Inés Quintero, quienes desde la Literatura y la Historia interpretan el significado de la profanación de la tumba del autor de «Doña Bárbara».

Una noticia por demás insólita y, aún más, simbólica.

Gallegos, además de haber sido el primer intelectual del continente en interpretar a través del arte las dificultades que la civilización traía a nuestra vida rural, fue un hombre reconocido por haber tenido siempre una vida modesta. Una vida del maestro que era. No obstante haber sido senador, alcalde y el primer Presidente elegido democráticamente en Venezuela.

Signo de su decencia fueron sus exilios. Cada vez que el poder era tomado por el militarismo, Gallegos volvía a ser invitado a participar y a negarse a formar parte de comparsas bárbaras y autoritarias.

El primero de esos exilios tuvo una primera parada en Nueva York, y me pregunto en qué parte de esta ciudad habrá vivido Gallegos en aquel lejano 1931.

Este Hilton de Manhattan quê ya parece un clásico, fue construido en 1967. Me asomo por la ventana y me da la impresión de que todos los edificios que veo deben ser posteriores a aquellos años 30, exceptuando quizá los que bordean Central Park en la 59 street, que son demasiado suntuosos como para imaginar al maestro ahí.

Inés Quintero afirma que la profanación nos lo dice todo: vivimos un tiempo en el que el poder quiere remover la civilización que Gallegos representa. «Aunque tarde o temprano la civilización retomará sus espacios», dice con optimismo Barrera Tyszka.

Gallegos fue un tipo visionario, un gran intérprete de lo que acontecía en su tiempo, y el único novelista venezolano internacionalmente notable de buena parte del siglo XX.

Me pregunto si en su breve paso por la Gran Manzana se habrá quedado en una residencia diplomática. Busco en Google y no encuentro esta posibilidad. Y no me importa tanto. Me sirve para especular con la posibilidad de ubicarlo en los bares del Bronx en aquellas décadas del furor del jazz. De seguro fue un visitante asiduo de la formidable biblioteca de esta ciudad. O un curioso de los cafés que quedaban cercanos a Wall Street y su golpeado glamour, con la depresión del 29 todavía a cuestas.

En el fondo -como no pueden entenderlo los bárbaros-, es inútil que hayan profanado sus restos. Hace mucho que Gallegos venció la muerte con sus ideas, su honestidad, si decencia y su brillantez creativa.

Ya con la maleta lista y el cuarto revisado apago el teléfono. El horror de la noticia se ha convertido en una grata coincidencia: 85 años después, he coincidido con el maestro Gallegos en Nueva York.

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