Venezuela

Diario de un reportero: La muerte de un poeta y la clase media venezolana

Un reportaje del periodista Magnus Boding Hansen para The New Humanitarian investiga el asesinato de un joven poeta en una protesta callejera a principios de este año para comprender la crisis de la disminuida clase media venezolana.

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Mataron al poeta

El 23 de enero, Luigi Ovalles, de 24 años, fue alcanzado por un disparo durante la manifestación contra el régimen de Nicolás Maduro. Tras la pista de un poeta talentoso y su enigmática muerte a las manos de los FAES, la temida unidad especial de la Policía Nacional.

Nunca antes había asistido a una manifestación y aquel miércoles tampoco quería. Pero cuando un desfile de niños, ancianos y vecinos alegres envueltos en banderas pasaron por delante de su ventana la mañana del 23 de enero, Luigi Ángel Guerrero Ovalles, un chaval de pelo rizado, cambió de idea. “Me voy al centro a echar un vistazo”, le dijo a su novia por teléfono. Ella le respondió “ten cuidado” y su madre le dio una mandarina.

Pocas horas después, estaba tirado en el suelo del centro de la ciudad, muerto por un disparo en el hombro izquierdo que le atravesó los pulmones y el corazón.

¿Quién mató a Luigi? ¿Y por qué justo a él?

«Sigo sin entenderlo, era un chico normal, no tenía enemigos», me cuenta María Gabriela Rivero Báez, su novia, en su agradable casa de San Cristóbal del Táchira, una ciudad entre montañas tapadas por la niebla al oeste de Venezuela, cerca de la frontera con Colombia. El viento entra silbando por una grieta del ancho ventanal.

«Luigi estaba en contra de la sociedad y opinaba que el mundo era injusto, pero detestaba la violencia, era espiritual y sensible y se dedicaba a escribir poemas», dice la tímida mujer con flequillo mientras mira fijamente hacia el frente. Se enamoró de él en la universidad. Recuerda que ese día hacia la una de la tarde los vecinos volvieron a casa y que, como a las cuatro no tuvo noticias de Luigi, buscó su nombre en Twitter y decían que estaba muerto. “Entonces el tiempo empezó a pasar lento, no podía parar de llorar. Me sigue atormentando que aún no se haya resuelto el asesinato”.

He venido hasta aquí para intentar resolverlo.

La región es famosa por el contrabando y la agricultura y por liderar las protestas contra Nicolás Maduro, populista de izquierdas elegido presidente en 2013. Desde entonces, ha abolido la democracia y ha arruinado la economía y su gobierno lleva años disparando a sus enemigos. Antes se grababa todo con celulares; normalmente, a las pocas horas de que alguien muriese, se sabía de qué soldado eran las balas. El año pasado jóvenes manifestantes todavía murieron en vivo, pero eso ya no es así. Ahora le confiscan las cámaras a la gente, los testigos son amenazados o desaparecen y son pocos quienes se atreven a hablar. Como resultado, las familias de los fallecidos lloran y discuten y se rinden a la impotencia y a la incertidumbre y a la lucha diaria a los pies del atormentado país de la fantasía donde hay apagones que duran días, donde la media de asesinatos es la más alta del mundo y donde la inflación, según el Fondo Monetario Internacional, va camino de alcanzar el 10 millones por ciento este año.

Pero la madre de Luigi no se resigna.

Julieta Ovalles, tras el asesinato, se mudó a la casa de la familia de María Gabriela, desde cuyo luminoso salón lleva a cabo su propia investigación, a pesar de las amenazas de muerte. Su tía, que es chavista y apoya al gobierno, le ha contado que “ellos” dicen que Luigi iba en moto con un arma antes de morir, que lo mataron asesinos cubanos a sueldo y que también pueden ir a por ella.

“Eso solo lo dicen para amenazarme por encargo del gobierno”, resopla la mujer, delgada, con una cinta de pelo negra, una expresión facial sufrida y una inquebrantable fe en Dios. Ha dejado su trabajo como funcionaria pública en la oficina de regulación de precios e invierte todo su tiempo en la investigación. “Obviamente no puedo trabajar para el gobierno que ha matado a mi hijo”, explica.

Está delante de su computadora portátil negro ordenando todos los vídeos grabados el día del asesinato que ha logrado reunir. En muchos se escuchan disparos y gritos.

En uno aparece Luigi, aparentemente muerto, entre dos hombres en moto a toda velocidad camino al hospital. Mientras vemos el vídeo, Maduro habla sin parar por el transistor de la cocina. “Voy a cerrar la frontera”, asegura, en voz alta, como acostumbra a hacer, y califica de “intento de golpe de estado imperialista” al esfuerzo de la oposición por conseguir que entre ayuda humanitaria al país.

Las fronteras siguen cerradas y nadie sabe todavía quién mató a Luigi.

Un par de meses antes del asesinato, Luigi mandó un poema a un concurso de poesía para debutantes. Pronto iban a designar el ganador. Su poema, llamado “El sistema”, es un ataque fabuladora al poder y toda clase de ideologías y la falsedad y termina así:

Me quieren adicto

A veces mudo

Si grito me violentan

Los gritos no hacen ecos en los mudos

Analfabetos de la justicia

Corazones color verde

¿Esperanza?

Su mejor amigo, Omar Bravo Cárdenas, me lee el poema entre hojas marrones caídas en un banco del jardín de la universidad en la Luigi acababa de terminar el cuarto año de la carrera de Comunicación Social. Omar es tatuador, lleva perilla y casi siempre estaba con Luigi. Ha hablado con toda la gente que conoce que estaba en la calle ese día y tiene claro lo siguiente:

En cierto momento, Luigi pasa por delante de los escombros de Cotatur, la agencia turística que se quemó durante las protestas de 2014. Está con José, Marco y Daniel, compañeros de la universidad. De allí se va él solo al centro. A mediodía saluda a Ignacio y a Cristian. Alrededor de la una lo disparan, dice el expediente oficial de la Policía de 157 páginas. Este afirma que la causa de la muerte es un disparo con una escopeta que atraviesa el hombro izquierdo, los pulmones y el corazón.

Pero qué hacía Luigi en el centro, se pregunta su amigo hablando casi en trance. «No es propio de él estar donde la lucha era más violenta. Era poeta de protesta, pero odiaba los conflictos, el gas lacrimógeno y a los líderes estudiantiles. Una vez hablamos sobre el significado de la vida y dijo que era estar con los amigos y la familia y llevar una vida modesta y tranquila».

Pero también tenía un lado rebelde. Dejó el instituto a mitad de curso porque era obligatorio llevar el pelo corto y eso no lo podían decidir ellos, así que pasó un año «matando tigritos», expresión regional que significa hacer pequeños trabajos no cualificados. Luigi trabajó lavando platos, inflando castillos hinchables, fue camarero y trabajó de albañil en diversas obras. Un año después, terminó el instituto y fue a la universidad, donde leyó a poetas de protesta de Perú, Chile y Venezuela y escuchó a raperos críticos con el sistema como el chileno Portavoz y el venezolano Cancerbero, que se volvió esquizofrénico y se tiró desde un décimo piso en Maracay en 2015. Vio películas de arte y leyó a Jorge Luis Borges y Rayuela, el clásico de la corriente de conciencia de Julio Cortázar que estaba abierto en su mesilla de noche cuando murió.

De niño fue admirador de Hugo Chávez y su revolución socialista, pero quedó decepcionado por la corrupción mucho antes de que el carismático presidente muriera de cáncer en 2013 y Maduro y los chavistas lo aclamasen como si fuera una especie de santo. Luigi solía decirle a Omar que ninguno de los sistemas que gobernaban el mundo funcionaba y, por tanto, se necesitaba un sistema totalmente nuevo que fuese bueno para todo el mundo y para la naturaleza.

«Estaba insatisfecho con muchas cosas, pero no estaba furioso ni era guerrero, así que, ¿qué hacía en el centro? — Omar sigue acudiendo nervioso la cabeza —. ¿Qué estaba haciendo allá?»

Jesús Montoya, el poeta más conocido de la generación de Luigi, tiene una teoría.

«Quizá se vio atrapado en una confrontación sin quererlo», especula el poeta de 25 años. «Cuando los uniformados bloquean una carretera mientras las milicias de los colectivos leales al gobierno rodean un edificio y nos disparan es fácil que suceda eso».

Montoya emigró hace un año a Brasil, al estado de Sao Paulo, pero ha venido a visitar a la familia y como en el 2017 ha estado presente en todas las protestas.

Su madre nos sirve café dulce en porcelana delicada. Los poemarios de Montoya, por los que ha recibido varios premios, están sobre una mesa de cristal. Mi favorito, “Hay un sitio detrás de los incendios” (2017), trata sobre la violencia, el miedo y los sueños rotos en una San Cristóbal que a él le cuesta reconocer. «La ciudad hospitalario, como llamaban antes a mi ciudad, se ha vuelto una ciudad inhabitable. El miedo nos ha mandado al “insilio”, un exilio interior en el que a todos nos asusta salir a la calle y nuestros amigos están esparcidos por todos los puntos cardinales».

La crisis también ha creado distancia entre los poetas. «Nadie puede ser parte real de un movimiento, ya que no podemos visitarnos si no hay dinero, gasolina o autobuses. Estamos solos, cada uno en su isla, en cuartos oscuros sin internet. Cuesta mucho publicar poemas en este país. La poesía sufre aunque somos un país de poetas. La crisis se ve en nuestros poemas. Escribimos sobre lo cercano y de cómo cambia por el hambre, la violencia y el exilio. Pero aunque escribamos sobre los mismos temas, no estamos juntos. La crisis ha creado un realismo social raramente individual».

Sin embargo, los poemas de Montoya también contienen la intensidad especial de la bella Venezuela, que en algunos lugares ha sobrevivido a la crisis y en otros nace de ella y de la que me he enamorado. Lean el principio de uno de sus mejores poemas, “La motocicleta negra de mi padre”, de 2017:

La vida va quedando atrás cuando mi padre y yo

atravesamos como una bala el trópico

en su motocicleta negra,

acuciantes rayos de sol se funden en la marcha

y la brisa pasa fuerte/ alrededor de este potro negro de metal,

parece que el tiempo se detiene

que intacto queda a las tres de la tarde

de un desolado primero de enero.

Esa intensidad y la sensación de aislamiento la reconoce Montoya en los poemas de Luigi: «Crean imágenes del tránsito y de un espacio colectivo que se ve avasallado».

¿Quizá esta punzante insatisfacción le hizo a Luigi adherirse impulsivamente a los valientes que estaban en la primera línea de la guerra ciudadana aquel lúgubre miércoles de enero? ¿O simplemente se vio atrapado entre la multitud?

Tras varias semanas de indagación, encuentro a alguien que puede responder.

«Fue una mezcla», opina Candy Colegial, de 25 años, que estuvo con Luigi en sus últimos 40 minutos de vida. Conversamos en la tienda de carcasas para celulares donde lleva trabajando desde febrero, cuando se graduó de periodista sin encontrar trabajo en su area.

No le ha contado lo que vio aquel día a la policía ni a la madre de Luigi porque no le han preguntado nada.

«Ví cómo disparaban a Luigi», dice.

Estamos solos en la tienda y, aún así, habla en voz baja.

Colegial no conocía a Luigi con anterioridad, pero se fijó en él cuando coincidieron en el mismo grupo y las balas comenzaron a volar alrededor de las 12. «Parecía estar solo y no lanzó piedras ni se tapó el rostro. Tenía una calma muy especial, llevaba una camiseta verde fluorescente y parecía un ángel o un niño. Se veía curioso y estaba pendiente de ayudar al grupo aunque nadie se ocupó de él».

Me enseña sus vídeos de aquel momento. Hay gases lacrimógenos, gritos y confusión. La mayoría están grabados en calles estrechas del centro, cerca de la Avenida Séptima, enfrente de la torre verde del banco Banesco. Se ve a agentes de las FAES y a colectivos encapuchados disparando. Las FAES son una nueva fuerza especial de la policía a las que Maduro saca a la calle cada vez más a menudo cuando los soldados ordinarios se niegan a atacar a los manifestantes. Están detrás de una serie de ejecuciones documentadas de opositores al gobierno.

«Hay un momento en que bajo la cámara para taparme los ojos por el gas lacrimógeno. Cuando levanto la vista, veo a Luigi tirado en el suelo», recuerda.

No vio la bala salir del cañón, pero no tiene dudas: «O lo dispararon las FAES o alguien de los colectivos que colaboran con ellos. Había cerca de 15 hombres en el grupo que tuvimos enfrente casi una hora. Uno de ellos disparó a Luigi».

Voy directamente a la esquina que, según Colegial, es el escenario del crimen. En un carrito de fruta con ruedas que chirrían venden guayaba, piña, melón y papaya. Hay agujeros de bala en la pared que hay detrás y en el quiosco de hojalata ante el que cayó Luigi. Unos vendedores callejeros bajos y curtidos me miran nerviosos mientras fotografío el lugar. A la semana siguiente lo visito varias veces para intentar encontrar nuevos testigos, pero la mayoría de gente no quiere o no puede ayudar.

«Hablar con usted es meterse en problemas», me dice un hombre a una calle de allí, ante el edificio de viviendas donde, según los vecinos, la gente estaba grabando imágenes del lugar del crimen. Ni siquiera acepta apuntar mi número de teléfono.

«La cámara de vigilancia graba hacia dentro», afirma el encargado de la bisutería Los Ángeles. «Nuestra cámara se estropeó antes de Navidad», dice un empleado de Montecristo, una tienda de ropa de caballero. «Y en mis cintas no hay nada de nada», me interrumpe una mujer en la puerta de la papelería Moderna.

Mucha otra gente sí quiere ayudar porque tienen hijos y sienten dolor por la madre del muerto.

La antigua propietaria de la panadería La Fortuna ha oído rumores de que la Policía o los colectivos mataron a Luigi, pero ella no vio nada. En los oscuros y desiertos pasillos de Ciudad Centro, un centro comercial, un guardia con manos ásperas me aparta a un lado. Me confiesa que desde el sótano del edificio hay grabaciones y que la gente está hablando de eso. Un perro que huía a causa del ruido de los disparos cayó desde el tejado y murió. Me da nombres de gente que grabó durante los disparos. Uno de ellos, el propietario de El Palacio del Fashion, un salón de peluquería y masaje, dice que pasó por el lugar del crimen a las cuatro y media de la tarde. Estaba todo tranquilo, pero le extrañó que hubiera tantos policías y militares, alrededor de cuarenta, lo cual era inusual.

Eduar Alfonso Duante vive en el edificio de la esquina donde dispararon a Luigi. «Las FAES se comportaban como perros locos. El ejército disparaba con granadas lacrimógenas, pero las FAES tiraban a matar», dice en un rincón tranquilo de una panadería cercana. Se fue de allí entre las doce y la una. Un cuarto de hora más tarde oyó disparos secos, como los de las armas que llevaban las FAES ese día. Explica que fue agente de la Policía y por eso sabe de armas. Llama a su madre, que estaba en casa cuando se produjeron los disparos, y pone el manos libres. «Era cerca de la una», dice la madre y reproduce el ruido —. «Pa, pa, pa, pa. Pero no vi quién disparó porque me asusté y me metí debajo de la cama».

También Carlos Franceschini, cámara de la cadena local TRT, estuvo grabando allí antes y después del asesinato. Cree que no vio a Luigi, pero dice que fueron «colectivos y policías o militares quienes dispararon contra los manifestantes» y que sus imágenes lo demuestran.

En una grabación inestable se ve a un gran grupo de gente salir corriendo con Luigi después de que lo disparasen para intentar salvarlo. Luego lo levantan y lo montan en una motocicleta. Un hombre con el rostro oculto y la tripa desnuda se sienta tras él para que no se caiga y se dirigen al hospital a toda velocidad. Entrevistaron al conductor de la moto a las puertas de ese hospital. Dijo que fueron las FAES, la policía local y los colectivos quienes dispararon cuando cayó Luigi y que sucedió en la esquina de Banesco. Poco después, este testigo desapareció y a día de hoy nadie sabe dónde se encuentra.

«Para mí está demostrado: el Estado mató a mi hijo», dice llorando la madre después de haber hecho otra ronda de tienda en tienda por el centro sin haber conseguido ninguna grabación de las cámaras de seguridad. «Y si la gente no tuviera tanto miedo de ayudar, quizá podría demostrarlo. La Policía está cubriendo el asesinato».

A través de una fuente fidedigna, me entero de que también el investigador jefe Yohan Rojas, de la unidad policial CICPC, sospecha de las FAES. Pero rechaza hablar conmigo. «No me atrevo», escribe por Whatsapp. El expediente policial demuestra que su investigación está siendo boicoteada. Le ha pedido tanto a La Guardia Nacional como a las FAES y a la policía local que le envíen listas con los nombres de las personas que trabajaron ese día y qué armas llevaban. Todos le contestan que nadie estuvo trabajando.

Christian Alberto Morales Zambrano, coronel del Ejército, le manda «un saludo cordial, revolucionario, bolivariano, socialista, antiimperialista y profundamente chavista», pero afirma que no tenía «ningún» soldado en esa zona, aunque en las grabaciones se vean innumerables efectivos. El investigador le pregunta por qué entonces el ejército le ha mandado un informe con nueve nombres de soldados que fueron heridos en la zona aquel día, ante lo cual aparentemente no recibe respuesta. Morales es sospechoso de liderar un grupo de soldados corruptos que sistemáticamente monta acabalas en las carretas para robar y extorsionar a la gente. A mí me ha sucedido en dos ocasiones. El coronel corrupto entró a principios de marzo en la lista de sancionados de Estados Unidos.

Tras el asesinato, aparecen en Instagram y Twitter los nombres de varios agentes a los que señalan como culpables. Uno es el agente de las FAES Andrés Bernardo Carvallo Pérez, a quien en una foto tomada junto a la tienda de chinos Super Lucky, a media calle de donde tuvo lugar el asesinato, se ve vigilando con el arma levantada. Colegial lo reconoce como parte del grupo de unos quince FAES y colectivos que los dispararon. Da la casualidad de que tengo una amiga en la ciudad que es amiga de su novia. Le pido que le pregunte si quiere hablar conmigo. Carvallo rechaza la propuesta diciendo que «eso solo puede causarme problemas». Afirma que él no mató a Luigi.

Tres semanas después del asesinato voy a un recital de poesía en Caracas, a un día de viaje por carreteras llenas de baches, carteles publicitarios oxidados, ciudades medio vacías y campos devastados. El recital es en la librería Alejandría, lugar de reunión de poetas, bohemios y estudiantes de Literatura. Hay un transexual y hombres con piedras negras en las orejas y mujeres guapas con pantalones vaqueros de talle alto. Un chico gordo con una asombrosa entonación lee a Hamlet. Otro recita el poema de Miguel James «Mi novia Ítala come flores», de 1988. En Venezuela, se le llama «comeflor» a la gente que sueña con un mundo sin discordia ni maldad.

El místico Miguel James nació en Trinidad, pero se fue a Venezuela cuando era niño. «El poeta desaparecido» lo llama el recitador porque ¿dónde está? Un periodista ha escrito que se fue a Trinidad y que probablemente esté viviendo en un pueblecito de pescadores, pero no se sabe con total certeza. Su poema es espléndido y salvaje, ingenuo, furioso y bello, y comienza así:

Mi novia apareció temblando en una librería

Me mostró papeles de calles solas y putas tasajeadas

Me regaló dijes piedras y conchas marinas

Un grabado antiguo de caballos desatados

Mi novia venía del sol y parecía gitana

Contó historias extrañas de almas parecidas

Mi novia tenía un vestido azul

Se enamoró de mí y mis sandalias.

Después del acto, bajo la oscuridad de la tarde, hablo con los poetas jóvenes fuera del local. Algunos están fumándose un cigarro. La mayoría tienen trabajos ocasionales por internet y escriben en su tiempo libre. Muchos se van ya a casa mientras hay autobuses, antes de que las calles fantasmales se vuelvan demasiado peligrosas.

Casi ninguno ha oído hablar de Luigi, pero quedan conmovidos por su muerte y tras leer el poema que les muestro, “El sistema”. «Leer a Luigi Guerrero es entender la inocencia en una voz joven y asediada», reflexiona la poeta Débora Ochoa Pastrán. «Sus sencillos poemas buscan un sentido en el caos. Conquistó un espacio que es imposible quitarle porque es un espacio interior».

El lugar favorito de Luigi era La Z, la montaña que reina sobre San Cristóbal, llamada así por la zeta que forma el camino entre helechos que lleva a la cima. Allí subía a pie para meditar y hacer ejercicio. Michelle Caracas, estudiante de medicina de 22 años, mientras subimos la montaña un mes después del asesinato, cuenta que venían aquí juntos cuando eran novios, hace año y medio: «El asesinato de mi mejor amigo Luigi mató mi última esperanza de futuro».

Opina que es una malvada coincidencia que muriera el mismo día que Juan Guaidó, el líder de la oposición, se autoproclamó presidente y dio esperanzas de tiempos mejores. Esa esperanza parecia haberla destruido Maduro hasta que el 30 de abril se logró liberar al famoso opositor Leopoldo Lopez y hacer cambiar de banda a varios militares. Sin embargo, Maduro sigue en Miraflores. «En Venezuela mañana siempre es todo peor», resume. En marzo se rompieron las tuberías en su calle, ya que el suministro de agua corriente se ha averiado.

En la cima de La Z empieza a llorar. Se sienta en una piedra con vistas a la ciudad y se tapa la cara. El cielo está blanco por el humo; los camiones de la basura tampoco funcionan y la gente quema basura en los arcenes de las carreteras. Michelle solía sentarse a hablar y comer con Luigi en esta piedra. Una vez él dijo que todo ocurre por un motivo y ella está de acuerdo. «Pero su muerte parece ser en vano». Hace viento y comenzamos el camino de descenso. «Ya se ha convertido en una cifra de las estadísticas, otro joven más matado por su propio gobierno. Nos matan con balas y con miedo y al algún día nos quedamos vacíos por dentro».

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Le muestro la foto a Candy y ella lo reconoce. Asegura que él era parte del grupo de unos 15 policías y colectivos que estaban disparando a los manifestantes.

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Este artículo fue publicado originalmente por The New Humanitarian, una agencia de noticias especializada en informar sobre crisis humanitarias. Lea el artículo original en inglés aquí. The New Humanitarian no es responsable de la exactitud de la traducción.

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