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El día más feliz de Noel

Ser seguidor del fútbol venezolano hoy día es más común que en los noventas. Hoy, con la creación de las barras, el boom Vinotinto y el leve crecimiento mediático de la exposición del balompié criollo, los equipos que hacen vida en el país son un poco más conocidos que en la última década del pasado milenio por los propios venezolanos.

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FOTOGRAFÍA: CORTESÍA

Estaba yo en cuarto año de bachillerato. Le llamaban “Primero de Ciencias” (con tantos cambios al currículo, no sé si aún se sigue denominando así). Estudiábamos en un pequeño cuchitril ubicado en la entrada del callejón Machado de El Paraíso, debido a que la edificación de nuestro colegio, a cuadra y media de la Plaza Madariaga, estaba siendo terminada. Ahí llegó él como nuevo alumno, César.

“El Negro” comenzamos a llamarlo, y eso que no era tal. César González era un moreno alto con pelo ensortijado. Flaco. Flaquísimo. Recuerdo que el primer día llegó a clases con una braga azul. “Parece un mecánico el pana”, decía una de las muchachas. Lo cierto es que César llegó con ideas distintas, propias de un chamo que vivía en el 23 de enero. Pero lo suyo no era la salsa ni el béisbol: escuchaba Alice In Chains, Bush y otras bandas que raramente se dejarían sonar a todo volumen en la Zona E.

César nos cambió la forma de percibir el mundo. Venía con un desenfado impropio para un colegio religioso (adventista) como el nuestro. Sin caer en violentar las reglas y acumular los vicios, nos enseñó que podíamos ser eclécticos. Que los rockeros podíamos tolerar otros ritmos y que la oscuridad del mundo del metal no tenía que ocultarse con la buena educación, la cultura general y el deporte. Jodedor como ninguno, con un humor muy fino nada característico en muchachos de 16 años, “El Negro” nos unió a todos como un solo grupo en aquel salón de clases.

Aproveché el momento de captar un nuevo discípulo para el fútbol. Junto con Daimer, “El Chino” y “El Negro”, comenzamos a ir los cuatro al estadio. Ya eran tiempos de la desaparición de mi querido Marítimo pero íbamos a ver igual al Caracas, al Galicia o al Deportivo Chacao. No importaba quien fuera local: como un pastor de una iglesia futbolera, me los llevaba los domingos por la tarde al Brígido Iriarte (el Olímpico estaba en ese tiempo prácticamente en ruinas).

En quinto año, ya César no estaba con nosotros. Nunca supe la razón de por qué no continuó estudiando en el Ricardo Greenidge, pero su legado fue unirnos a todos como un solo grupo de amigos. No había grupitos: éramos todos panas. Perdí la pista de “El Negro”, pero ya en tiempos de universidad, me lo topé en varias oportunidades.

Un día, en el título del Caracas del campeonato 2003/2004, me llamó la atención alguien que se arrodilló sin camisa en el centro del campo. Lloraba de la alegría de haber obtenido el trofeo de campeones. ¡Era “El Negro”! Me satisfizo mucho saber que gané un adepto para nuestro maltratado fútbol. Pero César no era el mismo.

Cada vez que me lo encontraba me agradaba saber que mantenía esa característica tan particular en su hablar: elocuente en el discurso, pero con el cantaíto del que vive en Catia. Podíamos hablar de la ETA y el separatismo vasco tan bien como del viejo Mustang que compró y se lo quemaron los colectivos porque no tenía como moverlo del lugar en el que estaba en Alta Vista. Sin embargo, me preocupaba porque no le veía bien.

El tiempo pasó y César ha seguido adelante. Fue docente de Geografía en un colegio de Las Acacias, donde me contaba que sus alumnos no eran eso, sino una banda de panas. ¡Es que no me imagino ser alumno de César! Era tan jodedor y amigable que en la carrera docente él tenía todas las de perder. Algo sí mantenía siempre: su amor por el Caracas, de cuya nutrida barra ya era uno de los líderes.

Luego anduvo del timbo al tambo como cocinero. Las misiones del Gobierno fueron su fogón para preparar aquellos manjares que sabe hacer, pero como siempre, la paga era poca. En medio de eso, a su vida llegó un bebé. En la naciente crisis, supo sacarlo adelante con Mayra, su madre. ¿Su nombre? Noel, en honor nada menos que a “Chita” Sanvicente, el idolatrado multicampeón técnico con el rojo.

Como muchos otros venezolanos, la maldita “situación país” lo obligó a emigrar. Primero a Barranquilla, la tierra de su bendita madre que hoy no está con nosotros, la vieja Ligia. Luego, a Bogotá, donde ahora vive. Ya lleva más de un año por allá tratando de sobrevivir y ayudar a Noel que está en Caracas con su mamá. La tristísima historia de muchísimos venezolanos que se ven obligados a distanciarse de quiénes aman para darles alguna forma de vivir desde la lejanía física.

Hoy, 18 de febrero, Noelito cumple 6 añitos. Ya está jugando en la escuelita del Caracas y su papá hizo todo lo posible, desde la distancia, por darle el regalo más bonito: dar el puntapié inicial de un partido.

Pasó el sábado en ocasión del Caracas – Aragua de la fecha 4 en el Olímpico. Noel saltó al campo de la mano de Sanvicente. El árbitro pitó el inicio y Noelito pateó la pelota a las manos de Baroja. Como han hecho los más afamados ex jugadores y artistas del mundo, Noel también tiene el privilegio de haber hecho un saque inicial en el mítico coso de la UCV.

Escuché el audio que Noel envió a su papá por WhatsApp: “¿Cómo no voy a estar feliz? ¡Claro que estoy feliz! ¡Fui con Chita Sanvicente, claro que me fascinó! Gracias papi, te amo”.

De estas historias hermosas está lleno el libro del fútbol venezolano.

Sé que todo hubiera sido perfecto si César pudiera haber estado en la grada sur viendo a Noelito patear esa pelota en el centro del campo.

Ojalá todo esto cambie y las lágrimas de la distancia se transformen en alegrías. Sé que eso va a pasar y será pronto.

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