Cultura

El día que Cheo Hurtado perdió dos uñas en el escenario

Cuando sonó el despertador, en la madrugada del sábado 19 de octubre, Cheo Hurtado pensó que era un equivocación. Tenía la impresión de haber acabado de acostarse y no haber dormido más de diez minutos. Encendió la lámpara de su habitación de hotel en Bilbao y comprobó que era hora de levantarse. La noche anterior había sido memorable. Había tocado en Museo Guggenheim Bilbao, donde se había inaugurado una exposición de su comprovinciano Jesús Soto. La muestra, hecha en colaboración con el Atelier Soto en París, reúne más de 60 obras, incluidos varios penetrables; y desde el primer momento ha tenido gran éxito de público.

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TEXTO: MILAGROS SOCORRO | FOTOGRAFÍA: CORTESÍA - Asociación Venezolana de Conciertos

Cristóbal Soto, hijo del artista y amigo de muchos años de Cheo Hurtado, con quien fundó el Ensamble Gurrufío en 1984, invitó al guayanés a dar un concierto en el museo. “Toda la familia Soto estaba allí”, dice Hurtado. “Y pensaron en un concierto porque Jesús Soto, en sus exposiciones, solía agarrar su guitarra y se ponía a tocar. Cristóbal quiso recrear algo de eso”. La parranda en la noche bilbaína empezó con “La barca de oro”, aguinaldo del también bolivarense Alejandro Vargas, que Soto cantaba siempre e incluso grabó con Serenata Guayanesa. “El concierto, todo de música venezolana, fue una fiesta de Soto: él estaba allí. Se sentía”, dice Cheo Hurtado.
El gran cinético ha sido una presencia constante en la vida de Cheo Hurtado porque, aunque pertenecen a generaciones diferentes, ambos nacieron en el estado Bolívar y compartieron el amor por la música guayanesa.

Considerado en todo el mundo como uno de los más importantes intérpretes del cuatro, Asdrúbal José Hurtado Aguilarte nació en Ciudad Bolívar el 2 de mayo de 1960. Su padre, Ramón Hurtado, quien era músico, decidió que su hijo también lo sería y se convirtió en su maestro. Las clases empezaron cuando Cheo tenía cinco años. Todos los días, a cualquier hora. En la casa. Al preguntarle cuál era el método de enseñanza de su padre, Cheo Hurtado dice: “La paciencia, porque yo prefería estar por ahí, jugando con mis amigos y la mayoría iba a la clase a regañadientes, pero él no se amilanó. Por suerte, aprendí rápido. A los siete ya yo tocaba en los actos culturales en la escuela e hice mi primer programa de radio para acompañar a Úrsula Bello, cantante de música llanera”.

Cuando el padre sintió que ya no tenía más que enseñarle al talentoso muchachito, lo llevó a donde sus colegas Nicanor Santamaría y Chucho Reyes Jiménez. “Estos maestros eran unas biblias”, dice Hurtado. “No leían música, pero se sabían todo el repertorio guayanés. Ellos me ensañaron los valses de Pedro Elías Gutiérrez y de Telmo Almada. En Bolívar había mucha música, ademas de los valses, se tocaba polkas, fox trots, calipsos, merengues, joropos, aguinaldos… A Ciudad Bolívar, puerto fluvial, destino de variada inmigración, llegaron muchos pianos que fueron adquiridos por familias pudientes. Con los pianos llegaron partituras y, en fin, mucha información musical y de toda la cultura. Ciudad Bolívar llegó a ser muy cosmopolita. Eso explica la riqueza de nuestra música”.

El monarca del cuatro

En varias ocasiones, Cheo intentó hacerse de una formación académica. Y siempre se retiró. En 1974, cuando tenía 14 años, lo enviaron a Caracas con una beca financiada por la Gobernación de Bolívar y por Jesús Soto. Llegó a la capital un lunes, el martes le hicieron una prueba y de inmediato le dieron cupo para el conservatorio, pero el jueves se fue al terminal del Nuevo Circo y tomó un autobús de regreso a Ciudad Bolívar. No le había gustado Caracas.

–Yo no tengo formación académica -confira-. Leo algo del cifrado, pero no leo pentagrama. El cuatro me enseñó la guitarra, las bandolas, el bajo, la mandolina y el tres. El cuatro es el mejor maestro. Yo lo toco con el estilo de Hernán Gamboa, quien no fue maestro, pero sí mi modelo y, por cierto, mi padrino de bautismo.

Además de dominar esa variedad de cuerdas, Hurtado es percusionista. Toca furruco, maracas y tambor de calipso. En 1982 hace su primer viaje al extranjero. Con un grupo dirigido por Roberto Todt e integrado también por Proto López, “el gran cuatrista de Güiria”, y la cantante Esperanza Márquez, hicieron una gira por la Unión Soviética y Ucrania. Y luego se presentaron en Quiyo Bogotá. En la capital colombiana a Cheo le tocó compartir habitación con un músico a quien no conocía. “Era Cristóbal Soto. Empezamos a tocar juntos en aquella habitación del Hotel Dan, en Bogotá, y me propuso que hiciéramos un grupo. Me habló de un amigo suyo, que se estaba graduando de flautista en el Royal College, de Londres, llamado Luis Julio Toro. Así nació el Ensamble Gurrufío”.

Esa fue la razón por la que, en 1983, Cheo Hurtado terminó radicándose en Caracas, la ciudad que tanto le había chocado. Mientras Gurrufío echaba a andar, tocó con Un solo pueblo y en Los Arrieros, un restorán de Cayito Aponte, quien lo anunciaba en la promoción como “el monarca del cuatro”.

El destello de algo pequeño y traslúcido

De un manotazo interrumpió el zumbido del despertador. Lo esperaba una jornada agotadora. Tenía que correr al aeropuerto para tomar un vuelo a… dónde era… a Frankfurt (le habían cambiado el destino pocas horas), pero solo para hacer trasbordo hacia Aarhus, la segunda ciudad de Dinamarca, país donde no había estado nunca. “Hace tres meses fui a Barquisimeto”, dice Hurtado, “a dictar un taller en el Conservatorio de esa ciudad y a tocar con Carota, ñema y tajá. Entrando al Conservatorio, se me acerca una persona. ‘Maestro’, me dice, ‘aquí tengo la correspondencia del señor Peter Strömgren, organizador del International Guitar Festival Aarhus, quien quiere incluirlo en la programación. Resulta que yo tenía comprometido el viernes 18 con la familia Soto, en Bilbao, y el festival danés terminaba el 19. Era, pues, la única fecha. No me quedaba más remedio que volar en la mañana del sábado”.

Con tanta premura, las delicadas uñas del maestro no tuvieron tiempo de recuperarse. Pese a tener medio siglo rasgueando cuerdas, las uñas de Cheo Hurtado jamás se han endurecido. Son blandas y delicadas como las de un bebé. Por eso suele ponerse unas postizas, solo para los conciertos (para grabar discos no le sirven porque al rozar la fina madera del cuatro hacen una percusión no por mínima menos indeseada).

En Bilbao se le había levantado un poco la postiza, llevándose con ella la natural, pero no del todo. Creía que había logrado parapetear el problema. Pero en el primer tercio del concierto en Aarhus el público vio horrorizado que algo destelló en el aire, algo pequeño y traslúcido. Hurtado no se inmutó, pero al terminar la pieza, un joropo tuyero que le había exigido mucha concentración y uñas en forma, comentó el incidente. Aún así, siguió tocando como si nada. La sala estaba llena y buena parte del público eran venezolanos. Entusiastas venezolanos que no se inhibieron para acompañarlo en varias piezas y llamarlo de vuelta al escenario cuando amagó una despedida.

“La música venezolana”, dice, “se presta para hacer cantos colectivos y eso fue lo que pasó en Aarhus, donde yo no me esperaba un coro que me constestaba desde el público. Fue muy emotivo y muy especial para mí, que venía cansado y temía que el dedo empezaría a sangrar”.

No hubo sangre, pero en algún momento otro destello saltó de la inquieta mano. Ahí va otra uña, advirtieron los presentes. El teatro Den Gamle es pequeño. “Muy acogedor”, señala Hurtado, “con una acústica increíble. Una sala divina para tocar. Me sentí muy bien. Estaba preocupado por las uñas, pero el público me motivó y me ayudó de una manera bárbara. Me consintieron y yo traté de corresponder. El concierto lo hicimos. Fue de venezolanos. No solo de Cheo Hurtado. De hecho, en algún momento me preocupé porque estaba rompiendo el protocolo que corresponde a un festival de guitarra, pero luego dejé de preocuparme y me ocupé. Y logré hacer la música tradicional, como se concibió en todos los rincones de Venezuela: de una manera espontánea”.

Al preguntarle qué percepción tiene de los venezolanos que van a saludarlo al salir de los conciertos en tantos lugares del mundo, dice que ve gente muy triste, muy dolida, muy resentida. “Sería vivir de espaldas a mi país si no hablara de lo que estamos pasando. Las terribles carencias, de seguridad social, jurídica, alimenticia, sanitaria, ciudadana. Pero yo apuesto a Venezuela, aunque hoy seamos un país deprimido, escondido, estamos metidos en las casas, sin agua potable, sin electricidad. Pienso en eso, con mucho dolor, cuando estoy en esos donde uno abre el grifo y hay un chorro, como fue en Venezuela. De verdad que es muy triste. Aún así, le apuesto a Venezuela en la certeza de que el país tiene cómo recuperarse”.

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