Venezuela

El empeño por la navidad II

La crisis venezolana tiene tantas aristas como familias. En esta época son menos las que, por el desastre económico, pueden seguir sus tradiciones y muchas las que en la distancia nos toca aguantar y crearnos nuevas en el camino.

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSCHBECK

Una estrella fugaz dejaba los regalos debajo del arbolito, una mezcla entre Santa y el niño Jesús atravesaba el cielo tan rápidamente que nunca podía verla -aunque siempre decía que sí- y que a la voz de un adulto nos dirigía corriendo adentro de la casa para buscar lo que tanto esperábamos.

Mi cuento de la navidad es en plural, no sólo porque tengo un hermano mayor, sino porque el 24 de diciembre fue, por encima de todo, la reunión de los primos, en la que aprendimos desde a manejar bicicleta hasta bailar tambores, un bochinche cómplice de sacar los trapitos al sol, inventarnos apodos y abrazarnos hasta aburrirnos. Los primos son los amigos que te regala la sangre.
El año pasado, entre la diáspora y la inseguridad, la única prima en la misma casa donde siempre estuvimos todos, fui yo. Pero mi mamá y su empeño por la navidad, me mantuvieron ocupada todo el día haciendo hallacas, sin tiempo para la nostalgia ni para imaginarme un escenario diferente en el que ya no seríamos los niños que hurguen el cielo estrellado, sino los adultos que comanden la expedición.
En Chile comparto consanguinidad con dos personas: mi prima M y su hijo RA. Llegaron en agosto a reencontrarse con R, su novio de toda la vida, quien se vino en enero haciendo la misma travesía de muchos desde Caracas a Santiago en bus.
Su casa no se parece a la de nuestras reuniones en Venezuela: no está en una colina ni tiene vista al mar, no hay jardines ni árboles de mango, níspero y limón dando sombra, no hay cama para todo el que quiera quedarse, no están los recuerdos de toda la familia guardados entre puertas y paredes.
Es un apartamento chiquitico con lo justo para que más de tres personas sean multitud, pero ahí nos metimos ellos,  nosotros y un amigo del fotoperiodismo al que no le venía nada mal una dosis de noche familiar. La migración es un ejercicio de reciprocidad, ayudas al que sabes que no está tan bien como tú, como lo hicieron contigo.
En la cena no hubo pan de jamón hojaldrado de mi hermano, ni el asado de mi papá, ni las hallacas de mi mamá, tampoco el chantilly de mi abuela, ni los lazos pomposos de cinta escarchada adornando cada espacio disponible, ni brisa con olor a salitre. En cambio, un arbolito del tamaño de RA titilaba casi al mismo ritmo de las gaitas sonando en el televisor, la brisa refrescaba los secos casi 30°C y en el plato se sirvió el esfuerzo de nuestras dos pequeñas familias: una ensalada de gallina hecha con pollo, el pan de jamón más decente y barato que encontramos, y unos bollitos que nos hicieron pensar que sabían a navidad.
Brindamos con pisco y dejamos a los varones acomodando los regalos bajo el árbol, mientras le mostrábamos a mi primito a mirar el cielo como lo hicieron con nosotras.
“Era justo lo que quería” dijo RA al abrir el videojuego, un kit de magia y montarse en su bicicleta nueva, con los ojos tan brillantes de alegría que provocaba aplaudirle la felicidad. Verlo lanzar al aire los restos de papel de regalo y bombardearnos con tángana -un invento malévolo de espuma de colores en spray pegostoso- nos convirtió a todos en (más)niños por un rato.
Una escena que me hizo olvidar las diez horas promedio que pasé de pie en los últimos tres días atendiendo a los clientes de la tienda en la que trabajo por la temporada (todo suma a la alcancía migrante).
Sé que muchos no tuvieron un recordatorio tan preciso del cobijo de los afectos, que hubo niños venezolanos que ni siquiera pudieron tener una cena normal, muchas familias rotas por la escasez de alimentos, muchas mesas incompletas por los migrantes, las víctimas de la inseguridad o los presos políticos. Pero también sé que tantos otros, como nosotros, insistimos en celebrar por lo poco, que ante las circunstancias, es bastante.
Es fácil caer en cualquiera de los clichés navideños, desde el festejo estrictamente religioso hasta el invento capitalista para el derroche consumista. Pero en el medio hay mucho más que los extremos, todos los matices de dar y desear felicidad sin explicaciones, de complacer y convencerse que no rendirse -en cualquiera de nuestras luchas- no es conformarse ni entregarse, es empeñarse.
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