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El gol más amargo de la historia

“Cuando un padre da a su hijo, ambos se ríen; cuando un hijo da a su padre, ambos lloran”. William Shakespeare

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FOTOGRAFÍA: CAPTURA

San Cristóbal está golpeada. Las largas colas por la gasolina, la escasez, los cortes imprevistos y constantes de energía, hacen de la capital tachirense una ciudad que sin dejar de ser cordial, ha perdido esa magia atractiva que la hacía parada obligada por quienes querían en Venezuela disfrutar de un buen clima, un buen paisaje, del calor de una familia y una atención inigualable. La cercanía a la frontera, al contrario de serle una ventaja como otrora, hoy es un peso enorme que sus habitantes deben cargar.

Por estos días, el dolor ha sido mayúsculo. La ciudad perdió a una de sus figuras futboleras más queridas. Tachirense como el que más a pesar de su afincadísimo acento sureño, Carlos Horacio Moreno dejó una profunda huella marcada en la ciudad. Falleció en Rosario, pero lo lloraron como nadie en San Cristóbal. Un hombre de familia, que hizo escuela como jugador, como técnico y como comunicador. Busque a otra persona en el mundo que haya logrado algo igual. ¿Difícil, no?

Con el golpe aún en el pecho, el consentido de la gente, el que por los últimos días mal paga, el amado Deportivo Táchira, se jugaba la clasificación a la Liguilla en una plaza de poca tradición futbolera: Puerto Cabello. El ambiente estaba pesado porque el equipo venía de ganar un solo partido de los últimos cinco y arrastraba dos derrotas consecutivas, comprometiendo su futuro en el semestre. Aunque estaba en puestos de avanzar, en frente estaba nada más que uno de los hijos pródigos de San Cristóbal: el uruguayo adoptado, Carlitos Maldonado.

En el bando aurinegro estaba su hijo, Giancarlo, en el banco. Juan Domingo Tolisano le había dado minutos en la semana en el equipo reserva y había demostrado estar en plena forma. El “Capo” estaba preparado para ser titular en un partido trascendental en lo profesional y familiar, pero el DT prefirió abrir en el once con Bonilla como punta, “porque atacaba el primer palo de buena forma”, una táctica precisa para la estrategia de ir a ganar en suelo porteño, a pesar que el atigrado había perdido siete de sus nueve presentaciones en la carretera.

Había morbo. Morbo no de sangre, ni nada dantesco o criminal. Morbo porque una familia tan apreciada en el fútbol de nuestro país, los Maldonado, se veían otra vez las caras en bandos distintos pero ahora con nada menos que la clasificación en juego. Carlitos, además, buscaba sellar su gran campaña al frente del equipo de Lacava con la clasificación, pero la significancia es mayor si entendemos que era su retorno a la raya del banquillo después de superar un cáncer de piel.

El aire que se respiraba traía consigo el recuerdo de Carlos Horacio, además. Y para mayor significancia, en el banco de Academia estaba Marcelo Moreno, el hijo. Todos los abrazos de los futbolistas y miembros de los cuerpos técnicos en el terreno fueron para el muchacho que, lógicamente, había también vestido los colores amarillos y negros. Un minuto de aplausos y una pancarta donde se veía el rostro del esposo de Coromoto, engalanaba su recuerdo en los prolegómenos.

Y fue un partidazo. Ocasiones, fallos clamorosos, goles, golazos. Tuvo de todo lo bueno el partido. Carlos Maldonado había sustituido a Bonilla con el arranque del segundo tiempo y un trallazo desviado advertía que el bota de oro de América estaba listo para aniquilar con lo que mejor sabe hacer, marcar goles, al rival. Ese que dirige su amado padre.

Ganaba Academia 2-1. Dejaba fuera a Táchira y se metía en la liguilla por primera vez en la corta historia del cuadro porteño. El ambiente de fiesta en la pequeña tribuna del coqueto estadio homónimo en diminutivo del viejo campo de Boca Juniors, era extraordinario. La noble afición de Academia se veía en Cuartos de Final de la mano de Carlos Maldonado.

Al segundo minuto de los cinco agregados, Giancarlo giró de espaldas al arco, fuera del área, sin ver a puerta (no lo necesita, es un goleador y lo tiene tatuado en el cerebro) sacando un zapatazo tremendo de pierna derecha que se incrustó en las mallas, ajustadito en el palo izquierdo de Eduardo Herrera. Gol de Táchira. Gol de Giancarlo. Su gol no servía para meter a Táchira porque el implacable Edder Farías en Puerto La Cruz había marcado el gol que le bastaba al modesto Atlético Venezuela para dejar fuera al linajudo equipo andino. Servía solo para dejar a su papá fuera de la Liguilla.

El gol más amargo de la historia. Giancarlo rompió en llanto. Se subió la camisa y se tapó la cara porque le dolía lo que estaba ocasionando. La mordió. Nunca miró al banquillo del rival, donde Carlitos, contrariado, sin encontrar explicaciones, fuera de sí, se rascaba la cabeza, cerraba y abría una botellita plástica de agua mineral. Ninguno se veía a la cara. No había cómo. La vergüenza, la vergüenza bonita, la noble, la del fútbol puro, de uno para con otro era demasiada. El dolor de ambos era evidente e indescriptible.

¿Qué se habrán dicho al terminar el partido? ¿Qué otra profesión en el mundo permite que tu hijo amado te destruya tu objetivo laboral haciendo lo que tiene que hacer? ¿Qué habrá pasado por la mente en casa de la señora, esposa y madre, Tibisay, en este capítulo tan abyecto del destino?

El Whatsapp de Giancarlo hoy lunes 20 marcaba su última conexión a la 1:20 am. Se supone que a esta hora cuando escribo (mediodía), el ex goleador de Atlante y O’Higgin’s debe aún dormir, descansar de ese episodio. El dolor de la sangre puede más que el dolor de la piel. Hizo su trabajo, pero malogró el de su padre, quien ya dijo en redes sociales y ante los micrófonos que estaba de más orgulloso por lo que su hijo hizo.

“Eso fue con valores de los de antes, fútbol sincero”, me comentó esta mañana mi amigo y colega Walter Reinaldo Roque, uno de los que sabe mucho sobre eso de la familia y el fútbol. “Mi abuelo estaría satisfecho”, me dijo, consultado sobre qué pensaría el viejo “Cata” de lo que pasó.

En la amargura, también hay hermosura. El fútbol sincero, el de los buenos, sigue viviendo.

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