Opinión

El regreso, una historia en Navidad

Nuestra columnista Carolina Jaimes Branger evoca su vida familiar en una solariega casa de Caracas, poblada de afectos, anécdotas y gratos recuerdos. Acaso metáfora de un país también por reconstruir.

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Hace unos días regresé a mi casa… la casa de mis padres. Tenía casi cuarenta años de haberme ido… Me fui cuando hice el postgrado en Estados Unidos y regresé para casarme. Como me escribió mi papá el día de mi matrimonio “ésta siempre será tu casa… sus puertas siempre estarán abiertas para ti, tu marido y los hijos que algún día tengan”.

En 1988 mi papá falleció en un accidente de carro aquí en Caracas cuando yo tenía a mi hija Tuti hospitalizada en Boston. Ni siquiera pude venir a su entierro… la prioridad era mi hija y así él lo hubiera querido.

En aquella oportunidad, cuando regresé de Estados Unidos, estuve en la casa algo más de tres meses, embalando todo, para que mi mamá no tuviera que pasar por esa tristeza. Ella se había quedado en los Estados Unidos con mis hermanos. La tristeza fue sólo mía: cada caja que cerré se llevaba un pedazo de mi vida. De una infancia felicísima al aire libre, de juegos interminables, de travesuras sanas.

“Carolina es muy inventora” decía la mamá de una amiguita mía. ¡Pero a ella le encantaba lo que yo inventaba! Como escritora, desde niña tuve una imaginación que volaba. Y cuando leía cosas que me gustaban, las quería trasladar a mi vida, como buscar unos supuestos sótanos en la casa de mis abuelos, nuestros vecinos, que vivían en una solariega casona en Caracas. El libro que yo había leído era de la escritora inglesa Enid Blyton y hablaba de una isla que tenía un castillo en cuyos sótanos había un tesoro. Y a esos sótanos también se podía entrar por un pozo. En casa de mis abuelos también había “un pozo”. Entonces, a la cabeza del grupo de amigos, sacamos las herramientas de Yiyo, el jardinero, y empezamos a “destapar” el pozo. Yo estaba segura de que encontraríamos, como en el cuento, la entrada de los sótanos.

Estábamos fajados picando el concreto que tapaba la entrada del pozo, cuando escuché la voz de mi mamá: “¡Carolina!”. No sonaba nada contenta. La vi venir hacia nosotros. “¡Carolina! ¿Qué están haciendo?… Me dicen que están rompiendo el pozo séptico”. Primera vez en mis nueve años que escuchaba la palabra “séptico”. “¿El pozo qué?”. Un certero golpe de mi hermano Ricardo nos dio la respuesta. El pobre Yiyo pasó el resto de la tarde arreglando el desastre que habíamos hecho.

Es muy difícil describir con palabras las obras de teatro que hacíamos. Eran divertidas y con mucha imaginación. Representábamos los cuentos de Francisco Gabilondo Soler, mejor conocido como Cri Cri, y cantábamos sus canciones. Mención especial requieren los partidos de fútbol en los que yo era arquero y renuncié el día que me metieron un gol que me pareció injusto. Ellos, mis hermanos y nuestros amigos, al principio chutaban con “delicadeza” porque yo era una niña. Pero cada vez empezaron a chutar con más potencia y aquel gol que me enfureció yo lo había atajado, pero venía con tanta fuerza, que me lanzó dentro de la arquería. Gol con arquero y todo, pues. No volví a jugar, pero de aquella experiencia me quedó un gusto por ese deporte que conservo intacto.

Las reuniones de adolescentes están enmarcadas en mi memoria como una época muy especial: la del despertar del amor. Todas las “niñitas” nos fuimos enamorando. Nos reuníamos -en mi casa el sitio de reunión era el corredor- donde conversábamos, merendábamos, poníamos los discos en un “picó” y bailábamos. A veces le echábamos talco al piso para deslizarnos mejor y hubo más de uno que rodó por la gracia. Tomábamos PepsiCola y comíamos sánduches que como rayo veloz preparaba Amparo Batista, la muchacha que trabajaba en casa: “Diez sánduches más, Amparo, por favor”. Y a ella le fascinaba que le pidiéramos más, porque eso significaba que nos gustaba lo que ella preparaba.

Las largas noches de estudio durante la época de la universidad también tuvieron a mi casa como protagonista. También las veladas cuando jugábamos cartas y hacíamos concursos de preparar cocteles, con mi papá como jurado principal. Los pijama parties con mis amigas eran especiales. Sobre todo, después de que mis hermanos se fueron a estudiar a los Estados Unidos y me apropié del cuarto de ellos, que tenía aire acondicionado. Me convertí en hija única –ya era la única hembra- hecho que me molestó más allá de las ventajas que podía tener, porque tenía toda la atención de mis padres centrada sobre mí.

Regresé a mi casa tres meses antes de casarme. Dos años y medio después murió mi papá. La casa la alquilamos y pasaron los años… Como casi todo lo que no es propio, se fue deteriorando por falta de cuidados y el paso del tiempo. Cuando la última inquilina la desocupó, estaba irreconocible de lo que había sido en su época de esplendor. Pero mi hermano y yo tomamos la decisión de que la íbamos a remodelar, aunque lo más fácil (y la sugerencia del ingeniero) era tumbarla.

Casi cuatro años duró la remodelación, unos años en los que pasó de todo. Empezamos y a los pocos meses arrancaron las protestas de 2017. Luego vino la escasez de cemento y cabillas. Este último año, la guinda de la torta, nos agarró la pandemia. Pero aquí estamos, en una casa que nos recibe como una madre a sus hijos que vuelven. Cálida, acogedora, abierta. Más bonita de lo que algún día fue, gracias a sus dos arquitectos: JJ Toro Richter, quien la diseñó originalmente y Marisela Gosen, quien tuvo a su cargo la remodelación.

Hoy la casa cuenta con el mismo metraje, pero en espacios mejor distribuidos, minimalistas, con mucha luz, y, sobre todo, la alegría del regreso nos da muchas esperanzas de que las cosas cambien en Venezuela.

¿Por qué les conté esta historia? Porque no quiero escribir sobre política en la semana de Navidad. Tampoco lo haré en la de Año Nuevo.

Queridos lectores, agradeciendo su compañía y sus comentarios, deseo que esta Navidad les traiga tanta felicidad como la que siento al estar de regreso en mi casa… De aquí salí a hacer mi vida, aquí regreso a pasar mis últimos años.

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