Cultura

El vuelo de la libélula

Pinta una escena de El pájaro guarandol, un baile tradicional del oriente venezolano, sobre un lienzo fondeado en acrílico rojo. De uno tan intenso como el de la sangre que brotó de su ojo derecho por los golpes que recibió de un vecino hace nueve años. El haber perdido la vista en ese ojo no le impide a Rodolfo Albarrán continuar haciendo lo que desea.

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Su rutina comienza a las seis y media de la mañana en la entrada de su casa. Un muro de ladrillos, de bloques de arcilla desnudos, separa la calle del espacio donde trabaja, que mide casi una vara por cinco. Suficiente como para sentarse en una silla, que recuesta de la pared de la entrada, frente al caballete, y tener espacio además para colocar los cuadros a secar luego de terminada la jornada. Está vestido con una camisa azul a medio abotonar, lo que deja al descubierto parte de su torso peludo que se confunde con una larga barba blanca que casi le llega al ombligo. Su cabello gris, que nace desde la mitad del cráneo le cae en ondas hasta los hombros. Lleva unos lentes con los que quizás le da potencia a su ojo izquierdo que hace la función de los dos.

La coordinación para llegar hasta su casa fue un trabajo de meses que contó con la ayuda de Tahiry Baute, amiga universitaria y periodista, quien tuvo la fortuna de conocer, en julio de 2015, a Flor Canavire —la compañera de Albarrán desde hace casi 30 años—, en una feria de pequeños y medianos artesanos y empresarios en el hotel Mare Mare de Puerto La Cruz, en el estado Anzoátegui. Allí intentaba, como usualmente lo hace, vender un cuadro de Albarrán.  Del dinero que gana con la venta de sus lienzos es que se mantienen.

En el trayecto a su casa en la calle Andrés Bello, en el sector Valle Lindo de Puerto La Cruz, desde el centro comercial en Barcelona donde nos encontramos, Flor delata lo reservado de su carácter al hablar —casi obligada— de su relación con él. Pero al hacerlo sus ojos brillan, tanto como las gotas de sudor que en su frente morena semejan una diadema.

—Lo conocí de forma fortuita—dice sin poder contener la risa cómplice que hace  esconder sus ojos. Se fue a vivir con él a los seis meses dejando plantado al novio con el que se iba a casar, a pesar de que su familia se opuso por considerarlo “bohemio”. Ella tenía un cargo político en el partido Copei y solo lo veía los fines de semana porque trabajaba en Boca de Uchire, a 116 kilómetros de Puerto La Cruz. La errancia de Albarrán y Flor los llevó a diversas ciudades, entre ellas Caracas, a donde fueron a comprar materiales, ida por vuelta, pero se quedaron siete años en hoteles en zona de La Concordia. Allí pintaba en la plaza, donde se dio a conocer. En ese lapso hizo dos exposiciones en instalaciones militares.

— A medida que ha pasado el tiempo su pintura ha mejorado en los colores, los temas folclóricos que hace. Yo he sido su inspiración —deja colar una risita contenida— la que lo ha ayudado mucho a que siga adelante, investigando para que los cuadros queden más bonitos. Estudia sobre los colores y las diferentes culturas, porque además dicta talleres de títeres y pintura a niños entre 8 y 10 a través del Ministerio de Cultura desde hace 19 años.

No tuvieron hijos porque ella no pudo, aunque los hubiera querido con él. Albarrán tiene 3 que no ve desde hace 18 años porque se fueron del país a las Islas Canarias.

—El ayudarlo en la pintura me llena el vacío de no tener hijos.

A diario sale después de medio día a vender los cuadros a los que ellos mismos le ponen precio. Tiene varios clientes en oficinas. Visita seis al día en «carrito por puesto» con los cuadros en la mano.

—Me armo del amor que tengo por él y la confianza en Dios para salir a venderlos.

—¿Cómo afectó sus vidas la pérdida de su ojo?

—Eso fue un accidente, a él no le gusta contar mucho— y le cambia la voz—. Salió a buscar un rollo de tela y un tipo y lo atracó y le metió el dedo en el ojo. Eso fue hace nueve años, el hombre estaba tomado. Es difícil para mí recordar eso, no me gusta y a Rodolfo tampoco porque es muy triste. Cuando llegas a ese punto con él se tranca.

Su atacante resultó ser un vecino, Pedro Montiel, quien después de la agresión, según el testimonio del mismo Albarrán que consta en el expediente judicial, le ofreció dejarlo ciego. “El señor Pedro Montiel, quien es nuestro vecino y autor de la lesión que tengo en el ojo, continúa con sus amenazas de causarme daño en el otro ojo, incluso ahora amenaza a mi esposa de nombre Flor María Canavire Characo. Esta situación de amenaza, se presenta más frecuente los fines de semana, después de ingerir alcohol”.

—Él cambió mucho en su pintura, porque ahora es plana, pero no en su carácter. Con mi cariño lo superó. Estuvo sin pintar un año, pero su deseo por la pintura lo reanimó.

Nos esperaba en su espacio, matizado por el sol y la sombra de las nueve de la mañana, donde comenzamos a conversar sobre cómo fue su encuentro con el arte y por qué decidió pintar.

—Pasando por el Paseo Colón, —venía de trabajar pegando porcelana en una construcción— vi a un señor vendiendo un cuadro en 600 bolívares. Luego regresé y me di cuenta de que estaba vendiendo otro cuadro. Me dije a mí mismo que yo también era capaz de pintar. Pinté cuatro canvas pequeños y fui al Paseo Colón a venderlos. Allí un pintor me dijo: aquí no te puedes poner, tienes que hacerlo más allá porque me tumbas el negocio. Cuando lo hice otro pintor me sacó del lugar. Pero ¿qué pasó? Que gracias a Dios esa noche vendí los cuatro cuadritos en cincuenta bolívares cada uno. Luego me tomé una cerveza y dije: de aquí en adelante no le trabajo a nadie sino que trabajo para mí, para mis sentimientos. —Con esa primera venta se convenció de que podía pintar.

De su inicio, del que recuerda no tenía muchas herramientas para pintar, guarda aún,—dice que por amor a Flor—un par de lienzos más pequeños que un cuaderno a rayas, de esos que no tienen más de dos palmas de largo. Cuelgan en una de las cuatro paredes del espacio que sirve como cocina, sala y cuarto a la vez. Una halo amarillento en ellas delata el paso del tiempo, que por cierto no es primordial en la vida de Albarrán.

—Luego de esa etapa, que es el paisaje, descubrí otro estilo al conocer sobre el color, la línea, la perspectiva,  a ver los trabajos de otros pintores. En la obra todo es plano, pero hay sus principios como la luz y las sombras, y hay que enfrentarse a ese conocimiento que es la naturaleza. El artista puro es el que investiga, el que profundiza, que ve lo que está ahí y lo mete en el lienzo. Pero hay otro artista, que es el puro artista, —¿ y cuál es?—, el que hace la obra sin sentimientos, por los reales. Hay una obra y un espectador que la ve, pero no está el sentimiento a través de la obra, por eso son putas del arte. Yo estoy haciendo lo mío y eso es un Albarrán.

Un Albarrán, como él le llama a sus cuadros, de cincuenta por cuarenta centímetros, los vende Flor en veinte mil bolívares. Pero en el mercado secundario, el de reventa digital, un cuadro de los años noventa, de sesenta por cincuenta centímetros, es ofertado en ciento cincuenta mil bolívares y hasta con la opción de cambiarlo por un teléfono inteligente.

—Hemos estado luchando, y permanentemente en una bohemia moderada, reflexiona Albarrán.

—¿Qué es una bohemia moderada? —le pregunto tratando de comprender mejor las razones de su forma de vida.

—Es cuando a ti no te falta tu comida, puedes hacer lo que quieres, no tienes compromiso con nadie y menos con las transnacionales del arte.

Mientras hablamos tenemos como “cortina musical” el televisor de la casa, que está encendido las veinticuatro horas. En una reposición, el canal del Estado, transmite uno de tantos discursos del expresidente fallecido Hugo Chávez, ese que prometió el rescate de los desposeídos, de los marginados por el sistema durante los cuarenta años posteriores a 1958 con la instauración de la democracia en Venezuela.

—Esto —dice refiriéndose a sus cuadros—, tiene una demanda, un comercio que se aprovecha de las obras para el beneficio de ellos y los pintores siempre estamos pelando bola. En mi caso personal que he hecho todo el trabajo social y artístico durante tantos años, y que no sea tomado en cuenta por la dirección cultural del estado (Anzoátegui) —no termina la idea, lo interrumpe una tos seca en la que quizás esconde su verdadera opinión sobre el sistema cultural de los últimos 18 años de historia.

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—Yo en el barrio soy tomado en cuenta por los niños ¡Qué más reconocimiento para mí que me llamen San Nicolás por la barba! Nosotros somos soldados del arte. Quisiéramos ser comandantes y generales del arte, de esos que se reparten los grandes reales en la cultura, —y al pueblo lo tienen culturalmente abandonado—, porque esos que manejan esos recursos que vienen para la comunidad, se los disfrutan y no los comparten.

Aunque él no lo diga, las condiciones en las que vive este pintor, identificado con la corriente ingenua, Patrimonio Cultural del estado Anzoátegui, son evidencia de la precariedad en que la que se encuentra uno de los mejores pintores de arte ingenuo de Venezuela. ¿A causa del sistema cultural venezolano o de sus decisiones personales en su forma de vivir la vida? Pareciera que tampoco la riqueza, al igual que el tiempo, sea un asunto que le quite el sueño.

—Estamos en un proceso —hace una pausa—de cambio. Pero ese cambio viene a través de los niños, de las escuelas, de las casas.

—¿No de los políticos?

— También de los políticos, porque los políticos son bla bla bla, y nosotros estamos aquí en el barrio creando conciencia en los niños para que colaboren en un mejor vivir, para una mejor sociedad.

Mientras conversamos, Flor, a quien Albarrán ser refiere como “su amor, lo bello”, permanece sentada en una silla —en silencio y en una postura enjuta— en el umbral de la puerta,atenta a nuestras palabras y posiblemente alerta ante un tema del que me advirtió a Albarrán no le gustaba hablar: la pérdida de la visión en su ojo.

—¿Cómo perdió la vista?

—Tuve un accidente. Es un poco desagradable hablar de eso —responde tajante. Pero asegura que a raíz del  “accidente” ha ajustado su pintura.

— Uno con un ojo no dimensiona, ve en un solo plano. He tenido que adaptarme a la no dimensión.

Para explicarme cómo ve me pide taparme un ojo con la mano y seguirle el dedo con el otro. Me hace notar que si quiero verlo a él y al mismo tiempo ver lo que está detrás de él no puedo hacerlo. Pero evita continuar con el tema hablando del amor que siente por Flor.

—Ella vino a mi casa a hacerse un traje de novia con mi mamá y entonces nos vimos y nos enamoramos. —Hace silencio y de repente estalla en una risa eufórica mezclada con llanto—. Me da sentimiento de alegría, por eso lloro, porque no sé cómo expresar el amor que siento sobre la humanidad de mi amor, porque no todo el mundo tiene la capacidad de disfrutar el amor, de compartir, de no tener la carga, la responsabilidad de la preocupación. Lo ideal es dormir dentro de una felicidad permanente, acostarse con una alegría. Tenemos 30 años, muchos tropiezos y muchas luchas. Tengo tantos años trabajando el arte, siempre con mi mismo estilo y el mismo sentimiento y combinando el urbanismo con lo ingenuo, el surrealismo con lo ingenuo. Esto es arte puro, uno manifiesta con el color el sentimiento. Cuando tú me preguntaste cómo fue mi encuentro con la teoría, tengo que decirte que fue conflictivo, pero tuve que aprender del color para poder enseñar a los demás, a los niños.

Los temas de sus cuadros se concentran en las tradiciones populares venezolanas. La Burriquita, El Carite y los papagayos son escenas recurrentes en ellos.

—Un cuadro de varios papagayos con hilos volando es una elevación espiritual, asegura mientras alza la mirada que le permite su ojo bueno hacia el cielo.

La variación de los colores en el fondo de sus cuadros, que pasan por el rojo, el negro  o el azul no son un asunto ni de propósito ni  azar.

—Es simplemente porque no tenía más colores con qué pintar— dice. Pero cuando quiero saber más y le repregunto que si eso  depende de cómo se levante me responde que esa es una buena respuesta. Se rasca la ceja del ojo malo y el otro baila de izquierda a derecha dentro el marco del lente, como quien busca una estrella perdida, para darme la respuesta precisa.  Pero de nuevo evade ahora preguntándome él a mí.

—¿Qué es lo primero que haces al levantarte? ¿Y lo último antes de acostarte?—me increpa al tiempo que se echa hacia atrás de la silla asumiendo una postura altiva. Juega con sus bigotes y dice que ahora es Marcel Granier, un directivo que tuvo un programa de entrevistas dominicales en el canal  Radio Caracas Televisión (RCTV), el primer medio de comunicación que el chavismo sacó del aire en 2007. Nuevamente  pregunta engolando la voz:

—¿Para qué es esta entrevista?— y le respondo, sin dudar, que es para escribir una crónica sobre él.

Meses después al terminar de teclear la última respuesta que me dio Albarrán, me vino a la mente la imagen de una libélula, insecto que me cautiva por su elegancia y su forma de volar. Me detuve a buscar lo que simboliza, —y para mi sorpresa, que creo que en la vida todo es asunto de causalidad y no de casualidad— en casi todas las culturas está asociada con la profunda comprensión del significado de la vida, con un cambio de aproximación a la autorrealización, y  a centrarse en vivir el momento. Otros significados la vinculan a  la libertad y la creatividad, y algunas culturas antiguas la consideraban un ente luminoso y la relacionaban con la luz.

Me pregunto si su forma de vida, su «práctica de vivir el arte» como él la llamó, es más honesta que la de muchos que conozco porque, ejerciendo su libertad, decidió no tener responsabilidad con nada más que con su deseo de pintar y enseñar lo que sabe sobre los colores, la luz y el amor.

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