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Regreso a la normalidad en Medellín: el arte de vivir con fe

En Medellín, Colombia, las autoridades se basan en las bajas cifras de contagios para anunciar que la ciudad puede vivir en una normalidad vigilada, aún con el coronavirus presente. En palabras cristianas: regresar a las iglesias, centros comerciales, restaurantes y bares. Pero en la práctica, el éxito de esta normalización recae en los ciudadanos y lo visto en las primeras semanas no invita al optimismo

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En Medellín existen dos flexibilizaciones: las oficiales, que anuncia el gobierno cada semana y las reales, que cumple el ciudadano. Es un juego que entra en conflicto solo cuando aparece la anarquía. Unas cornetas gritando demasiado alto, un grupito que sostiene sospechosos vasos de plástico frente a una tienda o un carro que circula a toda velocidad en la madrugada. Entonces sí, ahí interviene la policía.

Las flexibilizaciones confunden. Pareciera que hoy nadie se enferma y los negacionistas se aprovechan para atacar. «¿Cuál pandemia? Usted ha visto gente morir en la calle? Una pandemia es cuando uno ve a cuerpos tirados por ahí, pero yo no he conocido al primer muerto», dice el taxista que tomo debajo de las escaleras de la estación del metro Estadio, la conexión para los que desean hacer deporte o acercarse a ver un partido del Nacional o Independiente Medellín. Cuando se podía asistir a los partidos.

Gonzalo, que vive en una zona popular llamada Castilla, lleva el tapabocas debajo de la nariz. Se molesta cuando le pido que por favor se lo coloque correctamente. Sus afirmaciones contrastan con los números oficiales. Algunas ciudades ya pasaron el pico de la pandemia, mientras que otras lo están viviendo. En el último reporte entregado este sábado 19 de septiembre se confirmaron 7.927 nuevos casos en Colombia.

Los números de Antioquia (Medellín es su capital) son los siguientes: 694 casos nuevos, 102.501 contagios totales y 22 fallecidos. En esos registros se basan las autoridades para creer que llegó el momento de regresar a lo que hacíamos antes de encerrarnos en nuestras casas. ¿Cómo lo han tomado las personas? Ese es el cuento que les echaré a continuación.

Las iglesias

Es domingo 6 de septiembre. Los feligreses tienen permiso para volver al templo. En un país tan católico, la reapertura de las iglesias es alimento de primera necesidad. La conexión es de vieja data. «El pueblo de Medellín, como en general el del Estado de Antioquia, es esencialmente religioso, y prefiere las ceremonias religiosas a los bailes y los espectáculos», escribió el cronista y diplomático José María Torres Caicedo en 1857. Un siglo después, en un estudio comparativo, la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda afirmó que en Antioquia, «el sacerdote controlaba hasta el límite más estricto de la vida de cada uno […] con activa eficacia».

En 2020 el control es menos riguroso. La pandemia tal vez tenga que ver. En un principio se afirma, por un micrófono, que no seremos más de 50. Al final pasamos los 100, según mis cuentas. Yo soy uno de los que aumenta la meta. Me dejan entrar a pesar de que, según el plan, debía inscribirme en una lista mediante una aplicación. ¿Nombre, cédula, teléfono? Me apuntan con la pistola. Paso la prueba y me echan un líquido en las manos. Así entro a la misa de las 5 en la iglesia de la parroquia San Joaquín.

Solo dos personas pueden estar en las bancas. Una etiqueta señala específicamente dónde debes sentarte. Cada individuo en una esquina. Los asientos disponibles están separados por dos bancas de por medio. A lo largo, parecen fichas de dominó que esperan ser empujadas por un niño.

El cura habla de nuestros miedos y del perdón. No lleva tapabocas. Tampoco la chica que canta con la guitarra. A mi lado hay un dispensador de gel. En el piso pegaron una guía para guardar distancia durante la comunión. La hostia va en la mano. Cada quien se alimenta con el cuerpo de Cristo como puede. Y al final de la misa explican que el coronavirus golpeó las finanzas. Como una ayuda terrenal, están promoviendo una rifa. Por 10 mil pesos (unos 2.7 dólares) optas por varios premios. La fe mueve montañas, pero hay que jugar. Pienso en qué pensaría Fernando Vallejo.

No todas las iglesias están listas para recibir gente, me explica María, quien colabora para distribuir a las personas que llegan, como yo, con un paracaídas. Y señala las puertas a los lados de las nave principal, que permiten las salidas y la ventilación. Esa es una de las principales razones por las que el templo, inaugurado en 1952, fue aceptado para el plan piloto. Se hacen tres misas en el día. Mañana, mediodía y tarde.

Los centros comerciales

Los que no pueden asistir o se les olvidó inscribirse en la aplicación pueden visitar el centro comercial Unicentro, que queda relativamente cerca de la parroquia San Joaquín. Allí se ofrecen misas los sábados por las tardes para un grupo mucho más reducido. Como medida de seguridad, una precinto los rodea como si pertenecieran a un pastor: las ovejas del Señor. Sin embargo, realmente basta con mantener una distancia prudente del vecino para que cualquiera forme parte de la eucaristía.

Unicentro es un reflejo de cómo afecta la pandemia a cada estrato. Su carácter elitesco y poco atractivo para los jóvenes, lo convierte en un gimnasio ideal para la tercera edad. Los adultos con poder adquisitivo descansan después del ejercicio en Café Passión, el café con la mejor torta de zanahoria de la ciudad. Eso sí, nada solidario con el bolsillo. Un par de cafés y dos porciones del maravilloso dulce se saldan con 5 dólares. Tal vez no le parezca tan caro al leerlo, pero ese es el precio que paga más de la mitad de la población por un almuerzo diario. Los que pueden pagar almuerzo.

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Unicentro está cerca de Laureles, una zona en la que la vida transcurre a otro ritmo, sin aglomeraciones ni gritos. Sería, para los caraqueños, la parte más costosa de Altamira.  Los cantantes ambulantes lo saben. Es un terreno fértil para ser escuchado. Se detienen frente a los edificios e interpretan su repertorio a cambio de loquelesalgadesucorazónmidioselopague.

Los hay de todo tipo: tríos, mariachis, baladistas. También está la familia González, que conforman una madre cincuentañera, una adolescente y un preadolescente. Vivían en Caracas, dicen, ahora se ganan la vida interpretando canciones populares colombianas y algunas de Franco de Vita o de Reinaldo Armas. «Esos dos son de los pocos que gustan aquí», me asegura la cabeza de familia.

Los bares

Es probable que en poco tiempo el mercado nocturno se active, lo que implicaría una mejor propina para estos artistas callejeros. La realidad en la ciudad cambia a la misma velocidad de los contagios. Se anuncia, por ejemplo, que los vuelos internacionales podrán aterrizar en Cartagena y Bogotá a partir del 19 de septiembre. Todos tienen conexión con Medellín. También que los bares se sumarán a la fiesta.

En la práctica, ese licor lleva tiempo rodando. Como decíamos, una cosa es la ley, otra la sed.

Es 12 de septiembre, en el centro comercial Monterrey, el monstruo de concreto amado por los gamers, la distancia social es un viejo recuerdo. Los muchachos caminan con botellas de cerveza Corona en la mano. Recuerdo ese himno de Silvestre Dangond que comienza diciendo: «La única forma de que el pobre este feliz es borracho».

Siete días después del paseo por los centros comerciales y seis meses desde mi última visita a un bar, me siento por primera vez en un local para ver el final del segundo tiempo entre Alianza Petrolera y el DIM, que viene de perder con Caracas en la Copa Libertadores. Mi mesa está tan alejada del televisor, para evitar a la gente, y de las cornetas que no puedo seguir el relato. El sonido naufraga entre el ruido de los motores y los vendedores ambulantes. Aun así, me sorprende la cantidad de personas en una misma mesa, varias sin tapabocas. No puedo terminar la cerveza. La policía cierra el local. No está en «el plan piloto» ni reúne «las condiciones», para formar parte de él.

Uno de los funcionarios me explica que para que un local forme parte de la reapertura, los dueños deben inscribirlo en la plataforma «Medellín me cuida». Posteriormente son visitados por expertos para revisar la infraestructura y luego del visto bueno, pueden reiniciar las actividades.

En efecto, el  Decreto 0874, con fecha del 15 de septiembre de 2020, establece las medidas para autorizar tanto la venta como el consumo de bebidas embriagantes en bares y restaurantes de la ciudad. El encargado del bar, ahora clausurado, no lo conocía.

Las tiendas y los venecos

En Villa Hermosa, lo que equivaldría a La Pastora en Caracas, el movimiento durante la pandemia fue siempre mayor que en los estratos más altos, como Laureles. Aquí los cantos son otros. «Aguacateee… bananosss… zapoteee….». Juan Carlos es uno de esos intérpretes. Vende cambures y aguacates. Está contento. «Ya se puede trabajar sin miedo, mano», me dice mientras mete 8 bananos en una bolsa por dos mil pesitos (50 centavos de dólar). No lleva tapabocas. Se le perdió en el camino, argumenta.

Juan Carlos es de Maracaibo, dejó a la familia en Venezuela y anda con su carreta para arriba y para abajo. Forma parte de un número de emigrantes que sigue creciendo y que se encarga de los trabajos que dejan pocas utilidades además de ser físicamente agotadores. Asegura que lo ganado le da para pagar la pieza y mandar «alguito» para la casa. «Usted sabe cómo es, mano, los venecos nos la inventamos», asegura, receloso de dar cifras de su negocio. Lo de venecos no sé si es una burla, un chiste o una complicidad por reconocer mi acento caraqueño.

En la 70, una zona muy habitada por venezolanos equiparable a Las Mercedes, grupos de jóvenes comparten las cervezas, no guardan distancia social ni usan tapabocas. Hablan de sitios, según puedo escuchar a distancia, donde venden botellas de anís y cervezas Polar, «y todo como allá». Según comprendo, se trata de una especie de fiesta clandestina.

Están frente a una tienda. En Medellín, es muy importante tener en cuenta las diferencias entre licorera, tienda y bar. Cada local tiene un componente y una ley que rige de manera diferente. Aunque durante estos días a todos los une el uso del «domicilio» para mantenerse. Y son estos chicos, en bicicleta, los que han sacado adelante el negocio.

«En esta pandemia he vendido más que en fechas normales», cuenta Carlos, dueño de una de una tienda. «Al principio vendía alcohol escondido, pero después de tres cervezas la gente quiere música, quiere entrar al baño y eso no es posible. Ahora vamos a ver cómo es esta movida cuando todo se normalice».

Realmente nadie tiene claro cómo será esa movida. Menos con los últimos enfrentamientos por la muerte de un abogado a manos de la policía. La brutalidad con la que actuaron dos funcionarios policiales desató una ola de protestas en el país que parecen tener más preocupado al Gobierno, que los números de contagios actuales.

«A mi me da miedo, pero hay que tener fe», advierte Carlos. Y no se refiere a las protestas que rápidamente llegaron a Medellín, sino a la falta de conciencia de muchos ciudadanos, en cuyas manos está el éxito de esto que llaman nueva normalidad.

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