Opinión

Forn

Con ‘Maria Domecq’, el argentino Juan Forn transmutó una incomparable historia de amor en gran literatura de la adicción. Definitivamente es una de las más hermosas historias escritas en nuestro continente durante el último siglo

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En un texto ya legendario, el discurso inaugural de un encuentro literario en Córdoba, en 2018, y que él mismo consideró su propia autopsia, Juan afirma: “se podrá decir que entré en la literatura por un ascensor”.

“Cuando tenía quince años, compartía un viaje hacia el noveno con un vecino de mi edificio que nos oyó hablar sin parar a dos amigos y a mí del plan de hacer una revista que no se pareciera a ninguna otra. Al llegar a su piso el tipo dijo que tenía algo que quizá nos sirviera y nos invitó a los tres a pasar, y nos mostró libros, y nos recomendó películas y nos puso discos y en aquel living a media luz en plena dictadura, nos hizo entrar a un mundo en el que James Dean le leía a Marylin el Ulises de Joyce, Dylan Thomas volvía de su última curda al Chelsea Hotel, Coltrane intentaba llegar con su saxo hasta donde Charlie Parker había comenzado su caída libre, Fitzgerald aconsejaba con su último aliento a Faulkner que huyera de Hollywood…”

Juan Forn (Buenos Aires, 3-11-1959 – Mar de las Pampas, 20-6-2021) reconocía así una “matriz americana”— su sobreexposición temprana a los rayos gamma de la cultura estadounidense— de lo que iba a ser su comprensión de la literatura.

“He tratado desde entonces de llenarla de otras cosas, de diluirla en mí, mudar de piel, dejarla atrás”. Y, en efecto, lector omnívoro como ha habido poquísimos en nuestra América, Forn se inoculó, como un yonqui adicto a los libros, toneladas de sangre judía, rusa, japonesa, mitteleuropea, italiana, latinoamericana “pero igual tengo esa matriz en el adn y me delato cada tanto. Hasta el día de hoy me dicen : Sos reshanqui para escribir, vos”.

Su admirado Ricardo Piglia recurre a menudo—en exceso, pienso yo—, al giro expositivo “de esa tensión entre esto y aquello”. Juan gastaba bromas a costa de los críticos literarios incapaces de hablar de corrido en un “conversatorio” sin incurrir en él. Hoy, sin embargo, no veo más camino: de la tensión entre su matriz americana y la imponente naturalidad con que Forn, arquetipo supremo del cosmopolitismo intelectual latinoamericano, se apropiaba de todos los lenguajes del mundo, literarios o no, emergió poco a poco, desde el periodismo y en la contratapa de Página 12, viernes a viernes, una prodigiosa literatura que perdurará.

“De eso se trata, en el fondo, todo este asunto: de lograr que cuando uno muera la historia que haya contado siga viviendo”, dice también Juan en Cómo me hice viernes, su autopsia, como dije.

Yo me enganché a las contratapas de Forn para Radar, el suplemento que fundó en Página 12, desde Caracas, en un tiempo que ya me parece remoto, con una deslumbrante recensión suya en torno a la poeta estadounidense Elizabeth Bishop titulada El arte de perder. Pero fueron los prodigiosos relatos de Nadar de noche y la hechicera novela, en gran medida autobiográfica, María Domecq, los que me acercaron con fervor al espíritu de Juan.

María Domecq es una de las más hermosas historias de amor escritas en nuestro continente durante el último siglo. Juan Forn la transmuta en liberadora literatura de la adicción, ese subgénero de la matriz americana.

Debo a la revista bogotana El Malpensante y a la hospitalidad de la escritora ecuatoriana Gabriela Alemán, la inextinguible dicha de haber conocido y tratado a Juan. Con lo que llego a la nuez, digamos, de mi planto.

Arriba de tres veces no alcanzamos a vernos personalmente en el curso de nuestra amistad y siempre por pocos días. En cada ocasión enhebrábamos al instante la conversación justo donde la habíamos dejado. La palabra de Juan, que no era lo que se dice un predicador pentecostal, obraba invariablemente un efecto bienhechor en mí. La última vez fue en Medellín, hace tres años, durante un yamborí literario.

Allí conocí a María Domínguez, su mujer, y juntos anduvimos para arriba y para abajo durante tres días. Yo atravesaba la peor de mis rachas.

Paseando con mis amigos por el Jardín Botánico, cité, distraídamente, algo que acababa de leer. Dos siquiatras franceses, especialistas en la materia, afirmaban que la adicción alcohólica conduce irremediablemente a la depresión. Juan se detuvo en el acto.

— Es al revés. Es la depresión lo que conduce a la adicción, loco. Pensalo bien y lo verás muy claro. Solo si largás la depre podés largar lo otro.

Suena facilón pero quien haya leído María Domecq sabe que Juan, en estas cosas, no daba puntada sin hilo. Acababa de sentarme para el desayuno aquella mañana cuando Juan ya había visto todo a través de mí.

— ¿Qué te pasa?

Apenado, le conté de mi acedía, de mi nula templanza, de mis incumplimientos. “Lo vamos arreglar—dijo, dulce y noblemente—; cada vez que juntes quince mil palabras, me las mandás”.

El respeto que me infundían él y la historia que contó en María Domecq no me permitieron desatender el tratamiento y acaté religiosamente la receta, con copia a María Domínguez que no me dejará mentir. El acuerdo con Forn traía adentro la salvación.

Cuatro días antes de morir Juan, en junio pasado, le mandé 78.000 palabras de algo que no sé cómo le irá en el mercado editorial pero sí que solo gracias a Juan Forn pude escribirlo.

A vuelta de correo, me contó que preparaba, trabajando como loco, una reelaboración de Yo recordaré por ustedes, antología que se anuncia para agosto de este año. Se propuso contar en sus viñetas la historia del siglo XX, país por país.

Dice Cabrera Infante en Vidas para leerlas, con palabras que Juan subrayó para nosotros, sus lectores: “detesto escribir necrológicas sobre los amigos, pero son un poco como cerrarles los ojos”.

Como soy creyente, sé que nos veremos de nuevo.

Publicado en El País, 21-6-2021

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