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Infantino el magnánimo

El nuevo presidente de la FIFA es una mente brillante, un político de excepción. Su acercamiento a grandes ex jugadores ha “legitimado” no ya a su presidencia, sino a sus medidas, las más populistas que se recuerden en este deporte desde los tiempos de aquel gánster llamado Joao Havelange.

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El italiano se ha salido con la suya: consiguió la aprobación para un mundial con cuarenta y ocho equipos, lo que se traduce en un aumento de dieciséis en cuanto al formato actual, que se mantendrá hasta el año 2022. Con esto, además de multiplicar los ingresos de la organización que preside, se erige en una especie de Robin Hood futbolístico, que luchó hasta vencer al conservadurismo, y ayudó «a más países soñar«.

El bueno de Gianni Infantino, apoyado en la fortaleza económica de FIFA y en el silencio de unos medios «deportivos» que se dedican a vender polémicas, peinados y culos, ha conseguido que una importante parte de la población crea en su lucha en pro de que el mundo abra los ojos y acepte que «el fútbol no se limita a Europa y América Latina«.

Permítame disentir; lo que el europeo ha protagonizado realmente es la evolución del modelo Havelange/Blatter, aquel que aconseja, entre otras cosas, promover medidas populistas como ésta, u otras como el aumento de subsidios sin contraloría para garantizar los votos que garanticen su continuidad en el poder.

Hay una realidad que es incontestable, y es que los grandes ingresos que genera este deporte ya no son exclusivos de FIFA y su «gallina de los huevos de oro». El fútbol de clubes, especialmente el europeo, ha equilibrado la disputa económica y se planta de tú a tú con el máximo organismo mundial. Además, son las ligas domésticas y las competiciones continentales aquellas que mantienen vivo el negocio.

Revisemos el caso alemán para comprender la afirmación anterior. Su selección es campeona del mundo y genera admiración y estudio por las medidas que ayudaron a la evolución de su fútbol. Asimismo, la Bundesliga es uno de los campeonatos mejor organizados del mundo, con menores índices de violencia y con el más alto respeto por la tradición de sus clubes, lo que les permite alejarse de los capitales exóticos que se acercan al fútbol a través de personajes nefastos como el agente portugués Jorge Mendes, y que únicamente les interesa «legitimar» sus mal habidas fortunas o para aumentarlas. Alemania defiende el fútbol para la gente y es exitosa en ello.

La selección germana y los clubes profesionales conviven en un mismo contexto y tienen una relación de realimentación que les hace respetarse, pero, ¿podría el fútbol teutón sostenerse exclusivamente gracias a la expectativa que genera su selección? No. Ni el alemán, ni el italiano ni el argentino ni ningún equipo nacional puede sostener la práctica de este deporte basándose exclusivamente en las emociones que genera un combinado nacional que apenas entrena, y que además, la mitad de sus encuentros los debe realizar fuera de sus fronteras. La burbuja vinotinto de principios de siglo, y como su crecimiento no se trasladó al torneo local, constituye el perfecto ejemplo de lo que aquí narro.

No debe olvidarse que cada combinado nacional juega un promedio de casi diez partidos por año, mientras que los torneos de clubes están en actividad casi diez meses. Entonces, al bueno de Infantino se le encomendó la tarea de encontrar una nueva fórmula que ayudara a FIFA a mejorar sus ingresos, así como restarle un poco de peso político a la UEFA, no en vano los europeos han sido los principales opositores a esta idea. De ahí nace la idea de un mundial con cuarenta y ocho competidores, y para hacerla potable la publicitó a través de ex futbolistas que aún tienen impacto en la juventud.

El primer reclutado del plan Infantino fue Diego Armando Maradona. El «Pelusa», menospreciado por las conducciones Havelange/Blatter, ha asumido el rol del «nuevo» Pelé. Como todo en esa montaña rusa que ha sido su vida fuera del campo, el argentino apoya al italiano sencillamente porque este le prometió cuotas de poder, convirtiéndolo en una especie de asesor, un cargo desde el que Maradona podrá continuar su cruzada contra quienes, en 2008, cuando fue contratado para dirigir la selección de su país, eran sus socios, y ahora, que no lo quieren ni lo toman en cuenta, son unos incapaces. “Te pareces tanto a mí”, podría cantarle Pelé al Diego de la gente.

Junto a Maradona llegaron Marco van Basten, Gabriel Batistuta, Ronaldo, David Trezeguet, Carles Puyol y otros más, todos ellos parte de un extraordinario operativo de lavado de cara a la FIFA. Acompañado por estas luminarias, y satisfaciendo las ansias de poder de Maradona, el organismo mundial ha quedado totalmente legitimado. Atrás quedaron las evidencias de que la FIFA en pleno es uno de los organismos más corruptos de la historia del deporte. El plan funcionó: resulta que la perversión que rodeaba al fútbol era cosa de Blatter, Platini y un par de señores más.

En cuanto a su presidente, no hay que olvidar que él mismo violó el código de ética de FIFA al viajar a Roma en un avión propiedad de un importante empresario ruso, o que Domenico Scala, jefe del Comité de Auditoría de FIFA, renunció, en mayo del año pasado, entre otras razones, a causa de decisiones de Infantino destinadas a proteger a miembros y ejecutivos de FIFA de futuras investigaciones. Ya lo dijo Mark Pieth, ex presidente de la comisión de reformas de FIFA:

«Infantino se ‘blatteriza’… se ha quitado la máscara de reformador. Ha mostrado sus verdaderas motivaciones y su verdadera personalidad, (…) para mí, hemos vuelto a los peores años del Blatterismo».

En cuanto a lo puramente futbolístico, no se conocen por ahora mayores cambios en el formato clasificatorio, más allá del obvio aumento de cupos para cada Confederación. Pero la medida sí que significa un atentado en contra de los valores de cualquier competencia, ya que cuarenta y ocho equipos nacionales es casi un cuarto de los países del mundo; la excelencia, al igual que en el torneo venezolano, ha sido derrotada por el negocio.

Y es en este momento cuando hay que volver al tono populista de la maniobra: con esta decisión se asegura Infantino que las confederaciones más pobres y teóricamente menos influyentes se cuadrarán políticamente con cada una de sus medidas. La lógica es muy clara: ¿cómo negarle el apoyo a quien piensa en la alegría y hace realidad los sueños de estos países? Esto es no es más que populismo y negocio.

Lo que al presidente de FIFA y a sus escuderos debería preocuparles es la salud del juego, una causa directa de la saturación de los futbolistas. Estos señores, dignos representantes de las grandes corporaciones, no permitirán que los informes médicos o las opiniones de los entrenadores tengan fuerza y motiven una discusión seria sobre la cantidad de partidos que se juegan todos los años. Lo que importa, y para ello invierten las marcas, es que se juegue la mayor cantidad de duelos posibles. Aquel Maradona que se peleó con FIFA por los horarios y el insoportable calor que caracterizó al Mundial 1986 no es más que un lejano y difuso recuerdo.

Ya me dirán algunos que esta medida acerca a nuestro país al viejo y golpeado sueño de participar en un mundial, pero permítame ejercer mi papel de aguafiestas: más que la alegría de escuchar nuestro himno en el más importante evento del fútbol de naciones, lo que realmente debe importarnos es el desarrollo pleno de esta actividad, algo que únicamente se consigue aumentando la competitividad. Para lograrlo hacen falta muchas decisiones y una mayor dedicación, requisitos olvidados por la enorme mayoría de nuestra dirigencia, esa que insulta, que no construye canchas, que no fomenta la educación de los formadores, que combate el pensamiento crítico, que aún supone que el espectáculo del medio tiempo es tan importante como el juego, o que cree que un trofeo legitima cualquier cosa. Si bien es cierto que el fútbol “es de los jugadores”, no olvidemos que, de ellos, de los protagonistas, vive casi tanta gente como del Estado.

Uno de los más oscuros personajes de la historia del cine inmortalizó aquello de que: “El más viejo truco del diablo fue hacerle creer al mundo que no existía”. Infantino, al igual que Keyser Söze, ha convencido que lo suyo es tan limpio y puro como dos chicos corriendo detrás de un balón, aunque lo haga, como la gran mayoría de sus pares, comprando el silencio de quienes cambian favores por un par de monedas.

Es fútbol y son códigos, diría uno de los tantos vividores que tiene esta noble actividad. Sino que lo diga el Diegote, hoy principal defensor de la continuidad del negocio que alguna vez dijo combatir.

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