Cultura

La vida misma: Blackstar de David Bowie

Tengo muy claro el recuerdo de aquella noche. Vivian, la hermana menor de mi querida amiga Valeria, estuvo de paso unas horas en Nueva York, mientras uno de sus vuelos conectaba con el otro. Lejos de dejarla a merced de la vista que los ventanales gélidos del JFK ofrecen a comienzos de enero, la invité al Reggio, mi café favorito de Manhattan. Los tiempos de su conexión le daban en total unas seis horas de dibujo libre en Nueva York.

David Bowie
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Pensé que estando en el Village, al menos le podría mostrar un par de sitios y calles, para que volviera a Venezuela con un recuerdo más rico que el de un aeropuerto verdaderamente enorme, abriéndose espacio entre taxis amarillos y naves de American Airlines. Le di las señas y desde entonces me senté a esperarla, escribiendo, o al menos intentando escribir mis primeras y fascinadas impresiones sobre Blackstar, el disco más reciente de David Bowie, que en ese momento tenía unas 48 horas de haber sido lanzado al mercado o, lo que es igual, apenas 48 horas disponible en Spotify.

Dos meses antes, una noche de noviembre de 2015, entre pizzas y cervezas escuché el primer corte del disco, la canción homónima de 9 minutos 58 segundos, acompañada de un magnífico y claramente siniestro videoclip. La erudición estúpida que solo abunda en su indiferencia e ignorancia, saltó a comentar en minutos: «¿Pina Bausch? «¿Major Tom ahogado?», ¿Bowie religioso, apocalíptico?» «¿Esto es rock?» «¿Por qué canta así?».

O mis favoritos:

“Esto es muy enredado, no lo entiendo, nunca lo entendí, muy rebuscado”.

Bien. Yo estaba babeado y mi roommate Miguel Ángel tuvo que asimilar la idea de que esa canción de 10 minutos, por cierto, fruto de la unión de lo que en un principio fueron dos temas, fuera el sonido imperante de mi cuarto y con la potencia de mis cornetas, de la casa, por varias semanas. La letra, las imágenes, los tonos. La amenaza, sobre todo la amenaza y la calavera con piedras preciosas. La muerte también es un discurso.

Luego llegó el segundo corte, «Lazarus», y junto al tema, los ojos vendados con botones negros. Un drama que jamás puede ser robado, el dolor que no se puede perder. El saxofón (los saxofones, para ser más exactos) vuelven a enloquecer y tenemos los nudillos de Mr. Jones avisando algo desde una camilla, interrumpidos por una teatralidad excelsa con pluma y papel que algo avisa de aquel juego entre psicodélico y surreal de la canción «I’m going slightly mad» de Innuendo, último disco de Queen con Mercury.

Antes de llegar al café donde esperé a Vivian, escuché entero el disco mientras trotaba. Poco más de 40 minutos. Entre el sudor y la fatiga tuve una certeza. Necesité escribirle a Cristina, a quien debo mi incorporación a la legión de Ziggy Stardust: “No tengo ningún fundamento para decirlo, pero creo que Bowie se está despidiendo”.

Repetí el mensaje con Adalber, a quien debía tener un poco harto con reiterados comentarios del disco, el que además, seguí comparando con Innuendo. En efecto confirmó mi intuición y me aseguró que algo de base tenía, que no estaba viendo algo elegíaco donde no lo había. Me sugirió que escribiera justo lo que le acababa de decir en un voicenote, camino al café.

Todavía no sé en cuál idea detuve aquel texto cuando Vivian llegó. Su maleta no era muy grande, por lo que deduje que podríamos dar una vuelta más sustancial de lo que había pensado. Vi la hora: 11 pm. Rápidamente y sin decirle nada, constaté que el Empire State Building estaba y estaría abierto por las próximas horas. En breve estábamos en un taxi yendo directo al rascacielos icónico de la ciudad. Llegamos, no había cola, subimos. Me quedé sin batería en el teléfono, por lo que tuvimos que esperar para compartir con Valeria la emoción de sacarle tanto provecho a tan pocas horas en la ciudad.

De regreso a Brooklyn, convino parar en mi casa para hacer tiempo antes de que Vivian partiera de nuevo al JFK. Conecté mi iPhone sin esperar sorpresas en las últimas horas, ya eran casi las dos de la mañana. Apenas la carga lo permitió, el Whatsapp me dejó un solo mensaje.

Adalber me escribió un sencillísimo: “tenías razón” seguido de un “acaban de confirmar la noticia”. David Bowie había muerto.

Yo, que venía de contemplar por sexta vez la extrañísima y violenta belleza de Manhattan desde el piso 86 del Empire State, solo alcancé a pensar en detrás de cuál de aquellos millones de ventanas o luces de lámparas estaría ese genio muriendo o muerto. Todavía pienso en que estábamos viendo el cerrado cielo invernal de la isla cuando él expiró. Seguro fue muchas horas antes de lo anunciado, pero no puedo apartarme de esa sensación.

Acompañé hasta la estación del metro a Vivian, entre nervioso y conmovido, temblando. Había estado realmente muy conectado con él, con su disco, con esas canciones. Sentí el mismo vértigo contundente que viví cuando se anunció la muerte Gustavo Cerati. Por un lado, evidentemente algo en el universo empieza a faltar. Por el otro, algo en ese mismo universo se expande. Fuerza Natural me sigue pareciendo un disco que germina y se extiende a medida que yo mismo crezco y el tiempo pasa. Blackstar entero me sigue persiguiendo como un sonido entero, una época intensísima y un claro testimonio de lo que el arte puede ser.

Muchos de quienes criticaban el “facilismo de utilizar la muerte como símbolo” o el de algunas rimas en ese último disco de Bowie, se quedaron mudos al entender que esta vez no había vericueto, ni rococó, modismo o fragancia art deco en la propuesta. El disco es límpido como el acero frente a la nieve. El adiós era claro, como todas las cosas que no vemos o no escuchamos por no ceder.

Si bien la canción Blackstar me resulta un ejercicio de reproducción mental fabuloso, es «Dollar Days» el tema que más me seduce y el que escuché aquella madrugada al volver a casa. La idea de los últimos paisajes territoriales o espirituales que se despiden: “If I never see the English evergreens / I’m runnin’ to / It’s nothing to me / It’s nothing to see”.

I’m dying to.

estrella

Publicado en El Estímulo, en marzo 3 de 2017

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