Venezuela

Maduro baila solo en el templo del chavismo

Eran cerca de las dos de la tarde del sábado 2 de febrero de 2019 y la atronadora voz de Nicolás Maduro era amplificada por unos enormes altavoces instalados en calles del centro de Caracas. A la salida de la estación del Metro de Parque Carabobo, varias personas, vistiendo raídas camisas rojas, ya venían de regreso de la concentración chavista convocada por Maduro y el capitán Diosdado Cabello para celebrar los 20 años de la llamada revolución bolivariana.

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FOTOGRAFÍA: OMAR LUGO

Tres señoras de mediana edad venían a contramano, caminando juntas en dirección a la estación, mientras Maduro habla de cosas parecidas a un sueño. Usa un tono de voz, unas declinaciones y frases que emulan a su padre político Hugo Chávez. Pero Chávez está muerto.

  • – ¿Ya terminó la concentración de Maduro?- pregunta este reportero.
  • – No. Todavía está- , responde una de las señoras a paso rápido.
  • – ¿Entonces por qué se van?.

Ellas se miran rápido entre sí, sin dejar de caminar, ríen.

  • – Porque tengo que hacer mucho oficio- contesta una, mientras cruza la calle.

El emblemático Metro de Caracas jugó a dos bandas este 2 de febrero de 2019: sirvió para mover a miles de manifestantes opositores en el este de la ciudad, donde las estaciones se llenaban de coloridas pancartas, banderas del país, gritos ensordecedores y un estado de ánimo entusiasta, de ciudadanos que juran olfatear un cambio inminente.

También sirvió para movilizar a los chavistas, muchos menos que los de la oposición. La llamada “polarización”, con la que muchos medios extranjeros pretenden resumir la confrontación política en Venezuela, no existe. Lo que hay es un bloque sólidamente mayoritario que rechaza al chavismo, vuelto hoy una minoría en las calles. Lo dicen las encuestas y las evidencias.

  • – ¡Maduro! – grita un manifestante opositor.

El coro responde en recuerdo a la madre de Maduro, una frase muy venezolana que no podemos trascribir sin arriesgarnos a ser procesados por ofensa.

Esa frase se escuchó durante todo el día en las marchas opositoras, pero lo curioso es que también resuene a pocas cuadras de la concentración chavista, amplificada por el encierro de la estación del subterráneo.

Hace 20 años, en calidad de corresponsal de la agencia Reuters en Venezuela, quien suscribe cruzó la avenida Bolívar de Caracas en un acto de cierre de campaña a pocos días del sonoro triunfo de Hugo Chávez en las elecciones de diciembre de 1998.

Junto a nuestro equipo de camarógrafos, cargando pilas y trípodes, tardamos cerca de una hora en atravesar la densa multitud que atiborraba la avenida desde el hotel Hilton (hoy Alba Caracas) hasta la fachada del Palacio de Justicia. Esa noche, el triunfo del militar golpista ya era inminente, para el escándalo de toda una generación de venezolanos que había sido educada entre libros y civilidad, en vez fue entre balas, uniformes y bayonetas.

Ahora, 20 años después, cuando la malhadada revolución bolivariana cumple 20 años con el aniversario de la primera presidencia del comandantes de paracaidistas, y lo celebraba su heredero en la misma avenida Bolívar, solo fueron necesarios unos cinco minutos de rápida caminata desde la estación del Metro de Parque Carabobo para llegar hasta unos 50 metros de la tarima presidencial, donde Maduro ensayaba sus famosos pasos de baile y arengaba a la masa remanente del chavismo.

La historia es asimétrica, como corresponde. Pero solo en términos de comparación, la larga elipsis y ese recorrido asalta como una metáfora de un proceso que se ha vaciado en dos décadas.

“El proceso” chavista ha sido pulverizado por las evidencias de que hoy Venezuela es un país más pobre, con menos expectativas de futuro individual, agobiado por una tragedia que ha dejado estragos similares a los que dejaría un gran terremoto en la infraestructura y los servicios. O a lo que dejaría una guerra abierta, con miles de ciudadanos dispersos por el mundo, una economía en ruinas y dentro de las fronteras millones pasando hambre y necesidades que antes estaban cubiertas.

  • – ¡Una ola. Hagan una ola! – pedía Maduro a sus seguidores desde la tarima donde hablaba rodeado de la cúpula del chavismo.

La respuesta era fría, sin entusiasmo, la ola nunca se produjo. Algunos de los asistentes levantaban los dos brazos como si les pesaran tanto como un fusil. Muchos estaban ya sentados en las aceras, seguían conversando entre sí.

El área más densa de la concentración ocupaba unos 100 metros de largo por unos 100 de ancho, a los pies de la tarima. Hemos visto conciertos de música con más gente.

Pero Maduro señalaba el horizonte y decía que toda la avenida estaba a reventar. Era como si pretendiera ver las gradas de una final de campeonato de fútbol, o de beisbol, el deporte caribe.

Más tarde, sus servicios de contra-información difundieron fotos de una avenida colmada gracias a las artes del «photoshop» y la edición gráfica. Ya lo sabemos, en tiempos de guerra, la verdad es la primera víctima.

La enorme figura del gobernante, bailando en la tarima, era visible a través de pantallas de televisión y a simple vista, no había que apretarse mucho para alcanzarlo.

En efecto había gente de rojo transitando lo largo de la avenida, muy lejos de querer escucharlo en su ya manido mensaje. Eran puntos dispersos a lo largo del camino, gente que conversaba, que iba de regreso a su casa,que se organizaba para marcharse. El chavismo sin Chávez nunca fue un movimiento espontáneo de masas que salieran a estas concentraciones por voluntad propia. Mucho menos ahora.

Este 2 de febrero de 2019 la masa a la que Maduro apelaba había sido trasladada en autobuses del gobierno. Estaba formada mayormente por milicianos con uniforme beige, empleados públicos, cuyas camisas tenían los logos y mensajes de varios despachos, soldados en uniforme verde y un importante grupo de familias, inclusive señoras y señores de mediana edad y jóvenes. Es ese segmento que en las encuestas aparece como el principal sustento manifiesto del chavismo y de Maduro.

Uno de ellos se llama José Prado, un vendedor de chucherias. Tiene 38 años. Cuando esto empezó,era un adolescente.

“El pueblo está maduramente claro”, respecto a lo que ocurre, dice bien decidido a hablar con un periodista.

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Admite que lo que gana no le alcanza para vivir, pero dice que la culpa no es del gobierno y que con las cajas de alimentos racionados que recibe del sistema Clap logra un ahorro que le permite comprar otras cosas.

Mientras abunda en sus razones culpando a “la manipulación de la política internacional que busca la división de nuestro pueblo”, Maduro ha seguido con su perorata.

“¡Así me gusta! ¡Siempre en forma! ¡Siempre activo!” grita Maduro a su pueblo alabando una ola que en realidad no ocurrió.

Vuelve a ofrecer pagar más bonos de inservibles bolívares, promete que los alimentos racionados llegarán con más frecuencia y a más personas y recuperar la economía nacional, “por nuestros hijos y nuestros nietos”.

No hay respuestas entusiastas, ni gritos, ni enérgicas consignas.

Maduro ahora pide un juramento colectivo. Hacemos una foto. José Prado se fija en ello y también levanta la mano para repetir las palabras que hablan de “independencia, patria socialista hasta la victoria siempre!”.

Maduro termina de hablar y la concentración comienza su retirada.

Si hubiera sido un concierto, el cantante hubiera querido que le pidieran otra canción. Pero la gente tenía prisa. Andaban en eso desde bien temprano, algunos habían caminado desde otras avenidas adyacentes.

Una familia abre una bolsa y comienza a sacar unas arepas fritas… las comparten entre niños y adultos; un grupo ya se reúne en el centro de la avenida, mirando hacia la tarima, como si posaran para una foto.

Otra rápida caminata siguiendo el río de chavistas cansados nos devuelve a la estación del metro. Un par de señoras nos preguntan en qué dirección podían irse hacia Plaza Venezuela, la que conecta con las afueras de Caracas.

A lo lejos los altavoces insisten en tocar una música que hace 20 años hablaba de revolución y esperanza.

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