Venezuela

Margarita en retrospectiva: una perla que aún no se hunde

Crecí en la Margarita en la que no necesitabas un fajo de billetes o punto de venta para comer empanadas y en la que la de pabellón no costaba más de “un millón de los viejos” o el precio de las botellas con la franja roja no se acercaba al valor de un sueldo mínimo.

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Nací a finales de 1988 en Caracas y crecí en Margarita gracias al Caracazo. Para entonces “laisla” tenía pocas “grandes” avenidas asfaltadas, y lo escribo entre comillas porque hasta el día de hoy, 27 años después, nunca hubo realmente grandes avenidas en nuestro paraíso personal. Pero en ese momento ni siquiera la Avenida Bolívar, que hoy alfombra la entrada de un importante centro comerciale y de algunos de los grandes hoteles, estaba completamente asfaltada.

Soy más de allá que de acá (“de acá” porque regresé a Caracas, porque junto a los no-planes de grandes avenidas se quedaron los no-planes de desarrollar demasiadas opciones de educación superior o de descentralización de algunos mercados laborales). Y, sin embargo, cada vez que regreso encuentro allá menos de lo que alguna vez dejé, menos de esa isla que, por nostalgia o testarudez, sigo esperando volver a conseguir.

Hace mucho que no puedo hablar de la Margarita de mi infancia, ni siquiera de la de mi adolescencia. En la Margarita de los 90 abundaban los topless europeos entre Parguito y Playa El Agua, llegaban vuelos internacionales directos, la Media Naranja se erigía como un ícono de la 4 de mayo y el “ta´ barato, dame dos” era un slogan popular. En la Margarita del 2016 a duras penas se escucha algún acento brasilero o argentino cuando deambulas por un centro comercial, viendo vitrinas sin poder comprar mucho más que en ocasiones especiales, y cada vez que pienso en el turismo internacional que se encierra en Playa El Yaque bromeo sobre si lo harán por mantenerse cerca del aeropuerto.

Una infancia privilegiada

Un niño margariteño no compró más Papa-Upa que Snicker o Milky Way y siempre creí que el chicle de 1 metro estaba hecho solo para que todo “navegado” se lo llevara en el avión, saliéndosele del bolso de mano. Gocé todo el año de un verdadero Puerto Libre, ese en el que el resto de Venezuela se regocijaba unos pocos días, comprando electrodomésticos, whisky o queso de bola. El centro no era una colección de santamarías bajas sin planes futuros de abrir y los anaqueles, como los de casi cualquier local venezolano hoy en día, no estaban tan vacíos que no quedó otro remedio para algunos bodegones que inhabilitar pasillos enteros en desuso.

Crecí en la Margarita en la que no necesitabas un fajo de billetes o punto de venta para comer empanadas y en la que la de pabellón no costaba más de “un millón de los viejos” o el precio de las botellas con la franja roja no se acercaba al valor de un sueldo mínimo. Crecí en una Margarita en la que el New York Times no dedicaba un reportaje a lo bien que se vive en su cárcel o en la que supiéramos que los reos podían disparar armas impunemente desde el techo de San Antonio.

Crecí en la Margarita que recibió a mandatarios de 23 países en la VII Cumbre Iberoamericana, en 1997, y en la que no fue necesario prohibir la venta de productos regulados para tapar las colas por comida ni importar camiones de agua para disfrazar un poco la escasez ante los invitados; en la que no se inauguró la estatua de ningún presidente pasado o presente; en la que no se mal-confundieron cacerolazos con pruebas de afecto.

Crecí en la Margarita en la que podías visitar una discoteca distinta cada día de la Semana Santa –muchas de ellas armadas tan solo para esos 7 días hasta debajo de una carpa de circo-, aunque yo entonces necesitara falsear una cédula para hacerlo. La Margarita de las descargas Belmont, de los eventos exclusivos, de las inversiones, la de las temporadas en las que en Parguito solo podías caminar por el agua del gentío que atiborraba la arena.

Ahora regreso a la Margarita del toque de queda, a la que a las 9 de la noche levanta sospecha del peatón que transita por la calle, la que ya no tiene casinos, pero a la que Cheverito te invita, con la esperanza de que no te importe la falta de agua o luz en la habitación del hotel durante el día. Regreso al destino turístico del Caribe que no tiene más locales nocturnos que dedos mis manos.

Navegando con el viento

En las primeras visitas, y hasta hace pocos años, salir en Margarita era saludar al menos a un par de conocidos, era saber que coincidiríamos ahí muchos de los que nos mudamos y hacer planes para volver a los mismos sitios donde fuimos felices. Repentinamente esa familiaridad desapareció. Muchos, muchísimos, de los que seguían allí ya se fueron. Muchos, muchísimos, de los que pudieron regresar ahora están muy lejos. Ya no es un avión de menos de una hora lo que separa a Margarita de tanta gente con la que crecí, sino un pasaporte.

Sin embargo, lo cierto es que el mercado inmobiliario no dejó de crecer. Más edificios y más tráfico sugieren que, en efecto, mucha gente prefiere afrontar la eterna crisis de Venezuela junto a la playa. Según cifras del Instituto Nacional de Estadística, en octubre de 1990 la población del Estado Nueva Esparta era de 263.748 personas. Para octubre de 2011, este número había aumentado a 491.601. Un crecimiento significativo, solo superado desde 1961 por Amazonas, Barinas, Bolívar y Carabobo; e igualado por Aragua, Miranda y Delta Amacuro.

Margarita se está reinventando. Alcaldías y emprendedores han tomado las calles de los cascos históricos y coloniales para crear espacios de escape, con propuestas artesanales y gastronómicas que, todas las semanas, dan un sabroso respiro. La plaza de Los Robles se llena de gente todos los viernes al caer la tarde, y los sábados es el turno de los alrededores de la Catedral de La Asunción. Se turnan los días, porque, como buenos orientales, la solidaridad nace sin mucho pedirlo. Desde sushi hasta tequeños de sardinas, y desde chokers hasta Virgencitas del Valle pintadas en madera, van apareciendo en las mesas que cada vez son más. Iniciativas que quizás antes se hacían esporádicamente ahora se han vuelto una rutina necesaria para retomar espacios y ayudar al bolsillo.

Los sibaritas también parecen haber encontrado un refugio entre los modernos “hoteles boutique” y las casas coloniales que han sido remodeladas para albergar propuestas gastronómicas de punta, algunas incluso de acceso solo con reservación y atendidas por el mismo dueño/chef/amigo de alguna de las mesas vecinas. La que hace años fue la puerta de Venezuela al mundo, con tiendas repletas de productos importados a precios accesibles, hoy, a falta de divisas, ha explotado lo local, no como una tendencia natural y novedosa –lo que hubiese sido ideal en el mejor de los casos-, sino por necesidad.

No es un secreto para nadie que, pese a la inversión privada en infraestructura de los últimos años, la disminución de la oferta de ferries y vuelos, y la inseguridad también han mermado la afluencia de visitantes. En agosto de este año, Rubén Chocair, ex presidente de la Cámara Hotelera de Margarita, fue asesinado dentro de su casa, engrosando la lista de tragedias en unas páginas de sucesos que lo más lamentable que anunciaban hace poco más de una década eran solo accidentes de tránsito.

La misma Cámara Hotelera, según reportó en mayo la BBC de Londres, registró un promedio de ocupación hotelera del 30%, cuando hace tres años esta cifra llegaba al 80%. Mientras que esta misma cifra no superó el 35% durante la reciente temporada vacacional, acorde a números del Consejo Superior de Turismo. Esto ocurre durante un año en que la Cámara Venezolana de la Industria Turística se muestra optimista ante la posibilidad del sector turístico de cobrar en dólares a turistas extranjeros. El asunto está en si esta nueva medida representa un suficiente verdadero atractivo para que los viajantes reconsideren a la Perla del Caribe como uno de los destinos más populares de la región y se genere un efectivo incremento de la actividad turística.

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