Opinión

Mi amigo Guillermo Morón

Carolina Jaimes Branger recuerda su larga amistad con el historiador Guillermo Morón, recién fallecido. "Su amistad me honra y la atesoraré de por vida", dice

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Guillermo Morón
Daniel Hernández / Archivo

¿Qué puedo escribir sobre el doctor Morón que ya no se haya dicho? Guillermo Morón es una institución en Venezuela. Uno de nuestros historiadores más prolíficos y acuciosos, profesor insigne y un intelectual de primera línea.

Por eso, me voy a tomar la libertad de hablar de él como mi amigo que es. Lo conocí a principios de los años 90, cuando la historiadora Elizabeth Ladera de Diez me invitó a almorzar con él en su casa de La Victoria. Para aquel momento, el doctor Morón y ella trabajaban con el historiador sueco Magnus Mörner en su investigación, que luego fue publicada en 2004: “Historia de Ocumare de la Costa en Venezuela entre 1870 y 1960”. Yo quedé encantada con él. Era simplemente fascinante escucharlo hablar. Tantas anécdotas, tantos relatos, narrados con una memoria prodigiosa y una chispa increíble.

Tres días después me llamó para invitarme a almorzar: “Quiero seguir hablando con usted, Doña Carolina”. Desde entonces, así me bautizó. Yo le digo “doctor Morón”, él me dice “doña Carolina”. Fue el nacimiento de una amistad que ya va para 30 años.

Carolina Jaimes y Guillermo Morón, una amistad que pasó los 30 años. Foto cortesía de Carolina Jaimes Branger

Mi amigo Guillermo Morón se convirtió en asiduo visitante de nuestra casa en Maracay. Sosteníamos largas conversaciones. Me contaba de su madre, doña Rosario Montero de Morón, una maestra de excepción, quien además de educar a sus hijos, se ocupó de mantenerlos. Una madre que dejó huella profunda en el hijo que la idolatró. Todas las noches y todas las mañanas le pide la bendición al retrato de ella que tiene en su casa.

“Vete de aquí, Guillermo”, le dijo doña Rosario antes de que él se marchara a hacer su doctorado en Filosofía en la Universidad Central de Madrid, cuando Carlos Felice Cardot, de quien había sido secretario, le consiguió una beca. “Creo que ella tenía miedo de que yo fuera a parar preso”, me confesó. “Y si no me hubiera ido, ciertamente me hubieran puesto preso”, añadió. Madrid le abrió el mundo al joven historiador, luego Götingen y Hamburgo en Alemania, donde culminó sus estudios, aunque íntimamente extrañaba la Carora de su infancia. Se sentía caroreño, a pesar de haber nacido en Cuicas, Estado Trujillo.

Su “caroreñidad” está reflejada en su obra “El gallo de las espuelas de oro”, que fue un escándalo en el pueblo, porque inventó historias con los nombres de protagonistas reales. Cuando se enteró de que en el Club Torres iban a quemar sus libros, les mandó un centenar “para que la hoguera fuera más grande”. Cada vez que contaba esa historia le brillaban los ojos, como a un chiquillo travieso.

Un día me presentó a su amigo Alirio Díaz, con quien pasamos la tarde cantando… ¡Imagínense el honor! Una tarde conversando, cantando y riéndonos… Yo tomaba vino. El doctor Morón, Chivas Regal. Otra noche cenamos en mi casa, una cena con todo traído de Lara, desde los tejidos de Tintorero hasta las maderas de Quíbor y Guadalupe, un pequeño homenaje a los caroreños ilustres que me visitaban.

El doctor Morón siente reverencia por su maestro, Chío Zubillaga, uno de los pater familias más importantes de Carora. Siempre trae a colación sus consejos, sus tertulias y sus enseñanzas. Y es que Don Chío, tanto con el doctor Morón como con Alirio Díaz, demostró que el mejor maestro es quien hace que sus alumnos vuelen más alto que él…

Su irreverencia es proverbial. Dice lo que piensa sin tapujos. Eso le ha traído problemas, pero también le ha generado un gran respeto por su valentía y honestidad moral. En una oportunidad, una de las tantas veces que lo entrevisté en mi programa de radio, me dijo al aire que “a Chávez le salía lo que el padre jesuita Juan de Mariana, en su obra “De rege et regis institutione” (“Sobre el rey y la institución real”) (1598), había escrito sobre la legitimidad del tiranicidio”. Yo le respondí que al Padre de Mariana lo habían excomulgado. Y él ripostó: “¡Por eso mismo, porque tenía razón!”. Ni qué decir que a la salida de la radio yo esperaba que nos pusieran presos a los dos.

Guillermo Morón

Uno de los aspectos que el doctor Morón más valora, es la amistad. Por eso valoro tanto la nuestra. Él mantuvo a sus amigos de infancia, a quienes visitaba con toda la frecuencia que podía. Tal fue el caso de Mario Oropeza Riera y José León Tapia. Se llenaba de orgullo cada vez que los nombraba “me quedé en (Carora, Barinas) en casa de mi amigo Don Mario (o Don José León)”.

Otro de sus amigos entrañables fue Enrique Tejera París. Nos reunimos muchas veces, en casa de Enrique, en casa del doctor Morón o en la mía. Bromeaba con el asunto de que Tejera y yo éramos “godos”: “¿Quién iba a decirme a mí que yo, un niño de Cuicas, iba a estar sentado aquí con dos miembros de la rancia godarria?”. Yo le recordaba que él descendía de Juan de Morón, uno de nuestros primeros conquistadores. “Entonces usted es más godo que nosotros”. Cuando Enrique murió, fue un duro golpe para el doctor Morón.

En ese tono de amistad incondicional, el doctor Morón presentó mi libro “Yo nací en esta ribera”. Él, que había presenciado mis primeras experiencias como articulista de opinión, estaba orgulloso de que presentara una selección de mis once primeros años como articulista. Se le quebró la voz cuando dijo que yo había escrito “una historia espiritual de Venezuela”.

Una de las experiencias de vida más bellas que me contó el doctor Morón, le pasó en Barquisimeto, cuando en una fiesta se reencontró con su primera novia. Los ojos se le llenaron de lágrimas al contarme que habían salido de la casa tomados de la mano, recordando aquel romance lleno de ilusiones e inocencia, esos que nos dejan marcados de por vida. En esos meses se la pasó yendo a Barquisimeto a verla, pero ella tenía cáncer y falleció demasiado pronto…

Doña Mary Melguizo, su segunda esposa, merece mención aparte. Aunque llevan años separados, tienen una estupenda relación. Hablan por teléfono todos los días. Ella lo cuida como si fuera un niño. Recuerdo una vez que los dos almorzábamos en el Lasserre. El doctor Morón pidió riñones y me confesó: “Doña Mary me dijo que no fuera a comer riñones… así que ya sabe, doña Carolina, no le diga nada”. No acababa de decirme eso, cuando doña Mary llamó. “Aquí estoy almorzando con doña Carolina Jaimes Branger”, le dijo él. Ella le pidió que me pasara el teléfono. “No dejes que Guillermo coma riñones… a él le encantan, pero le hacen daño”. Mientras yo hablaba con doña Mary, el mesonero colocaba en la mesa el plato de riñones que tanto le gustaba…

La última vez que lo vi en persona fue hace algo más de un año. Pasé la tarde en su casa. Lo encontré lúcido y bien. Ambos estábamos felices de vernos y recordamos muchos gratos momentos que pasamos juntos.

Su amistad me honra y la atesoraré de por vida.

Nota: Este texto fue escrito por Carolina Jaimes Branger para un homenaje que se le hizo el año pasado a Guillermo Morón y fue editado por Enrique Viloria Vera

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