Opinión

La verdad como el cilantro, buena pero no tanto

Está bien que hagas valer tu derecho a la libertad de expresión, pero asumir que puedes decir cualquier cosa al prójimo, ya es otro asunto más delicado. No tienes que ser tan desagradable. La profe Miliber, además de contarte los chistes, te da aquí algunas orientaciones

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Muchas veces en Twitter he contado –y explicado, ese es el peo– chistes como “A una man-zana le dio coronavirus y ahora no está man-zana, sino man-enferma” y, por esto, me han hecho comentarios como “Eres una golfa, ojalá te dé una enfermedad horrible y te pudras como la basura que eres”.

¿Cuántas veces no nos han insultado por equis cosa y la excusa es “tengo la libertad de decir lo que quiera”, “no me pueden censurar”, “es mi opinión, deben respetarla”?

La libertad de expresión es un derecho que todos debemos de tener, pero ¿es válido que digamos lo que queramos?

No, realmente.

Mucha gente hace comentarios racistas, xenófobos, homofóbicos, misóginos, misándricos, estúpidos e incluso pederastas y pretenden que sean aceptados porque “son libres de decir lo que quieren”.

A ver, algún artículo de alguna constitución que sí sirve dirá que todas las personas tienen libertad de expresión; es decir, todos tenemos el derecho de expresar nuestros pensamientos y opiniones. No obstante, no se nos puede olvidar un pequeño detalle y es que los derechos no son absolutos. Los derechos dejan de ser derechos –y empiezan a ser torcidos (ge, ge, ge, por esto es que me insultan)– cuando dañan o perjudican a los demás. Los derechos de una persona terminan donde empiezan los de otra.

Hoy en día, debido a la existencia de las redes sociales, estamos más expuestos que nunca. Sin embargo, las redes sociales también funcionan como barrera para soltar nuestros comentarios, opiniones y maneras de ver al mundo. Las pantallas pueden ser muy frágiles (¿verdad, Apple?), pero nos sirven como escudo para decir todo lo que se nos viene a la cabeza. Todo.

Poder opinar es maravilloso, pero hay que recordar que, por mucho que amemos estar encerrados, solos y teniendo largas conversaciones con nuestros hijos imaginarios (ok, sí, hablo de mí), seguimos siendo seres sociales. Vivimos en sociedades y comunidades, compartimos una cultura, una idiosincrasia y una manera de ver el mundo. Incluso, compartimos las desgracias.

Para poder convivir, nos respetamos, valoramos y creamos ciertas reglas. Una de esas reglas es que podemos dar nuestras opiniones sin tener que insultar a los demás, a menos de que se lo merezcan.

Muchas de estas personas que defienden a capa y espada su libertad de expresión suelen enfocarse en el hecho de que están siendo sinceras. Se creen correctas porque son honestas y dicen las cosas sin filtro. Después de tener Instagram, nos damos cuenta de que las cosas sin filtros son espantosas.

Estas personas sueltan lo primero que se les ocurre y no son capaces de adornar ni un poquitico el discurso. Dicen que no tienen pelos en la lengua (y si siguen siendo así, por esa lengua no va a pasar más nada), como si ser sincero significara tener que ser un hijueputa con los demás.

Decir la verdad no es una virtud, saber atenuarla sí lo es. Siempre debemos buscar las palabras y el contexto adecuado.

Ahora bien, sabiendo que la libertad de expresión tiene ciertos límites, podemos usar ciertas estrategias que maticen, atenúen, minimicen, mitiguen y nos permitan mantener nuestras opiniones sin necesidad de dañar a las otras personas.

Podemos usar partículas que hagan que el mensaje no sea directo; así, en lugar de decir, “Este artículo está demasiado largo para lo aburrido y malo que es”, decimos “Este artículo está algo largo”, “Este artículo está como largo”, “Este artículo está medio aburrido”, “Este artículo está más o menos confuso”.

Los profesores les decimos a nuestros estudiantes “están un poquito distraídos”, para no decir “no me están parando bolas, los odio”.

Podemos atenuar por impersonalización del “yo”. Así, en lugar de decir, “gasté todo mi dinero en vainas que no necesitaba”, podemos decir “uno sí gasta el dinero en tonterías”.

Y, poco a poco, vamos entendiendo cómo comportarnos en sociedad:

Usamos “te aviso cualquier cosa”, para no tener que decir “nunca te voy a escribir, sapo”.

Usamos “hola, tanto tiempo”, para no tener que decir “necesito que me hagas un favor”.

Preguntamos “¿puedes encender la luz?”, para no decir “enciende la luz” y ya. Comenzando porque ni siquiera hay.

Y bueno, ya todos sabemos por qué y para qué alguien nos invita a ver películas en su casa…

¿Todo esto quiere decir que hay que ser sumamente corteses cuando queremos decir algo que sabemos que la otra persona no quiere oír? No, realmente, la búsqueda de equilibrio es sumamente importante. El exceso de cortesía también puede ser inmamable.

Si una mujer pregunta si creen que es hermosa y ustedes (por mamagüevos, supongo) quieren ser hinistis y decirle que no, eviten oraciones como:

“Con todo respeto, mi humilde opinión y sin ánimos de ofender, no eres hermosa, pero tu personalidad es exquisita, eres muy madura para tu edad, yo soy sapiosexual y tu inteligencia desbordante hace que mi corazón…”.

Aunque, en realidad, no entiendo por qué no podrían mentir a una pregunta tan inocente como esa.

Mentir es un pecado capital, pero ¿realmente es tan malo?

Todos hemos mentido alguna vez –o muchas veces– y, salvo que la mentira venga de parte de un Hitler que nos hable de la paz mundial cuando lo que realmente tiene en mente es exterminar a más de quince millones de personas, las mentiras no son tan malas como pensamos. Al menos no todas. Incluso, muchas veces han salvado vidas. La judía húngara Susan Pollack tenía doce años cuando, en un campo de concentración, un guardia le preguntó su edad. Ella respondió que tenía quince años. Si ella hubiese dicho la verdad, no hubiese sobrevivido al holocausto, pues los nazis mataban a las niñas menores de trece.

Y no solo los seres humanos hemos sobrevivido gracias al engaño, hay animales que se hacen los muertos para protegerse de un depredador.

Las mentiras también pueden hacerle la vida más interesante a los artistas. Nos hicieron creer que Vincent Van Gogh se arrancó la oreja izquierda con una hojilla después de pelear con Gauguin. Además, nos hicieron pensar que esta oreja se la entregó a Raquel, una prostituta. Sí, maravillosa historia, pero la verdad es que Gauguin fue quien le arrancó una partecita del lóbulo izquierdo con una espada. Ni siquiera fue gran cosa.

Resulta ser que, si desde el comienzo, hubiésemos sabido la verdad, quizás la banda de pop-rock llamada La Oreja de Van Gogh se hubiese terminado llamando La partecita del lóbulo izquierdo que Gauguin le cortó a Van Gogh y yo no hubiese escuchado esa vaina. Es que los artistas que más nos gustan son los más desquiciados. Vean a los argentinos de estos días como ejemplo.

Lo cierto es que las mentiras están algo subvaloradas. Gracias a ellas, logramos cosas grandiosas como manipular, convencer y hacer sentir bien a otra persona: “no, no te ves gorda” o “no, vale, pero si el tamaño es lo de menos”.

Si conversar es cooperar, debemos usar estrategias para que la interacción sea socialmente armoniosa y una de esas tácticas es también, de vez en cuando, mentir.

Lo cierto es que, si usamos los dedos de frente que tengamos, nos damos cuenta de que existen miles de formas de atenuar para decir las cosas sin necesidad de ser unos tremendos gafos. Recuerden que la libertad de expresión es un derecho, pero, muchas veces, quedarse callado es un deber.

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