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Mochileros quechua: primer eslabón del tráfico de coca

Transportar cocaína del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, burlando los controles policiales, es la única forma que tienen los lugareños de ganar dinero en esta región olvidada, donde un campesino percibe menos de diez dólares al día y un mochilero gana entre 150 y 400 dólares por viaje, dependiendo de la carga.

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Fotografía de AP

El ascenso a las escarpadas montañas de los Andes no es lo que más preocupa a cientos de jóvenes mochileros de origen quechua, que recorren las elevadas montañas con sus mochilas cargadas de cocaína, y que buscan sacar del valle donde se produce el 60% de esa droga en el Perú.

Lo que más los angustia son las bandas armadas de ladrones que acechan los caminos y que pueden ser o uniformados corruptos u otros cargadores, que los roban a lo largo de un accidentado trayecto que toma entre tres y cinco días y que puede extenderse por más de 160 kilómetros (100 millas).

En este país que desplazó a Colombia como primer productor de cocaína del mundo en 2012, Mardonio Borda hace, con frecuencia, una ruta que pasa no muy lejos de Machu Picchu, rumbo a Cusco, donde entrega su carga al jefe.

Este joven de 19 años no pasó de sexto grado y habla un español entrecortado. Pero los cinco kilos de pasta base de cocaína que lleva sobre sus espaldas pueden valer unos 250.000 dólares en las calles de Nueva York cuando es vendida por gramos.

Transportar cocaína del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, burlando los controles policiales, es la única forma que tienen los lugareños de ganar dinero en esta región olvidada, donde un campesino percibe menos de diez dólares al día y un mochilero gana entre 150 y 400 dólares por viaje, dependiendo de la carga.

Hablan tras las rejas

Es una actividad que no solo cuesta vidas. Ha llenado las prisiones de mochileros en una región cuyas aisladas comunidades campesinas sufrieron las peores atrocidades durante la guerra entre el gobierno y Sendero Luminoso entre 1980 y 2000.

«Tienen secundaria incompleta la gran mayoría, muchos incluso no han terminado primaria», dice Laura Barrenechea, socióloga de CEDRO, una entidad no gubernamental que el año pasado entrevistó a 33 mochileros en la prisión de máxima seguridad de Yanamilla, en Ayacucho, capital regional en esta zona montañosa del sureste del país. «No tienen conciencia de que son el primer eslabón de la cadena del narcotráfico».

El valle se extiende por 400 kilómetros (250 millas) y una tercera parte de la coca que se produce sale del lugar en las espaldas de los cargadores. No hay una sola carretera totalmente pavimentada que ingrese a esta zona, que separa a Los Andes de la cuenca del Amazonas.

Las autoridades dicen que la mayoría de la droga sale por aire, pero que los mochileros son más confiables en temporada de lluvias y más baratos que contratar a una avioneta y un piloto.

Los mochileros viajan en grupos que van desde cuatro hasta 70 personas. Son acompañados por guardias que cargan rifles de asalto y conocedores del terreno, que caminan 20 minutos adelante para alertar si hay problemas.

Nadie se atreve a aventurarse por un camino sin llevar un arma. Algunos portan revólveres o granadas, radios y teléfonos celulares.

Dos amigos cercanos de Alcides Martínez, un mochilero de 24 años, han muerto. Uno se resbaló y cayó por un abismo durante la confusión generada por un robo a mano armada. Otro recibió dos tiros en la cabeza porque se sospechaba que era un informante. Martínez sabe que él puede correr la misma suerte.

La cruda verdad

Muchos jóvenes creen que sus jefes a veces sacrifican a un pequeño grupo de cargadores, que delatan y entregan a la policía, para que otro contingente mucho más grande pueda culminar el trayecto sin problemas.

Uno de los mochileros dice que invirtió dinero en un cargamento que ayudó a transportar. Está convencido de que su jefe contrató a un grupo de ladrones para que le robaran los 25 kilos de droga cuando lo vieran distraído. Dijo que su jefe narcotraficante luego le exigió que pagase por el cargamento.

El joven se mudó con sus padres a la costa del Pacífico, donde ahora cultivan arroz. Han pasado dos años y no han pagado los 10.000 dólares que pidieron prestados a un banco para invertir en el cargamento de droga.

«No puedo volver», dice el muchacho, que no quiere dar su nombre por temor. «Me dijeron ‘te vamos a matar»’.

El enfermero rural Oscar Humán trabaja en un puesto sanitario en una ruta importante usada por los mochileros y atiende gente casi a diario.

En enero tuvo que usar un bisturí para extraer esquirlas de granada de las piernas y rostros de dos cargadores que habían sido atacados mientras se refrescaban en un arroyo. Uno perdió su cargamento de más de 10 kilos de cocaína.

Pudo haber sido peor. Los residentes de los pueblos se encuentran, de vez en cuando, con cadáveres putrefactos a lo largo del camino.

Borda, el mochilero cuya ruta pasa cerca de la ciudadela inca de Machu Picchu, dice que una vez iba en un grupo de cuatro cuando fue interceptado por cinco hombres armados.

«Nosotros éramos cuatro y apenas teníamos tres revólveres de calibre 38», contó. «Para que no nos maten les dimos todas las mochilas».

En las prisiones de las montañas occidentales del valle del río Apurímac, casi la mitad de los reos se encuentran presos por narcotráfico, comparado con el promedio nacional que es de una quinta parte.

El presidente Ollanta Humala lamentó las penurias que sufren los mochileros en un discurso en Cusco en julio del año pasado. «Me siento avergonzado por eso como país», dijo a muchos alcaldes del valle. «Porque no les dimos la oportunidad».

El sociólogo y analista en temas de narcotráfico Jaime Antezana afirmó que los mochileros son tal vez el principal blanco de las fuerzas de seguridad porque los grandes traficantes evitan ser capturados y juzgados sobornando a la policía, a militares, jueces y fiscales:

«La política está concentrada básicamente en la plebe, o el narco lumpen-proletariado, que es lo que son los mochileros y que terminan hacinados en las cárceles».

El general Vicente Romero, el número dos de la policía y ex jefe antinarcóticos, dice que algunos mochileros se han convertido en traficantes poderosos e incluso se han trasladado a Bolivia para comprar avionetas y exportar la carga vía aérea.

Borda, el mochilero de 19 años, parece tener ambiciones más modestas. Está ahorrando para comprarse un terreno para cultivar:

«Poco a poco tendré mis negocios, mis propios cocales. (…) Y ganaré más plata».

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