Opinión

Nadábamos desnudos

El coronavirus nos puso en evidencia. Creíamos avanzar hacia el futuro a toda máquina, pero apenas bajó la marea, un microbio nos hizo percatar, como diría Warren Buffett, que estábamos nadando desnudos

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Gustavo Saturno

Siguen transcurriendo los días de la cuarentena y el coronavirus Sars-CoV-2 nos ha dejado ya unas cuantas lecciones de vida que nos deberían hacer reflexionar. Cada quien lo hará desde su área de conocimiento y acción. En mi caso, me toca hacerlo desde el mundo de las relaciones laborales y la educación.

En ese sentido, la primera y, quizás, la más importante de todas las enseñanzas que nos ha dejado la pandemia, la describió en estos días, magistralmente, el periodista español Iñaki Gabilondo, cuando afirmaba que si algo había hecho este coronavirus, era haberle propinado un durísimo golpe a nuestro ego y, en algunos casos, incluso, a la “soberbia humana”.

El comentario de Iñaki me hizo reflexionar, porque, ciertamente, hasta hace pocos meses, cuando todavía desconocíamos la existencia del SARS-CoV-2, de lo único que se hablaba en el mundo de las relaciones laborales era del “futuro del trabajo”, y de cómo la inteligencia artificial, el internet de las cosas o la industria 4.0, lograrían cambiar radicalmente nuestras vidas y, desde luego, nuestra forma de trabajar.

Disertamos, hasta el cansancio, en cuantos congresos, foros y semanarios se organizaron, sobre cómo serían esos cambios y qué medidas habrían de ser adoptadas para que el futuro no nos tomase desprevenidos.

Estábamos maravillados por el porvenir y por lo que éramos capaces de hacer y de crear. Nos sentíamos motivados, plenos y confiados por lo innovador que se nos presentaba el futuro.

Lo único que nos preocupaba -como lapidariamente indicó Iñaki- era que terminásemos siendo devorados por nuestras propias invenciones y conquistas. Nos inquietaba el hecho de que la inteligencia artificial, por ejemplo, terminase revelándose contra nosotros y se quedara, finalmente, con nuestros empleos.

Pero veíamos en ese riesgo un gran desafío, porque, al final, terminaríamos enfrentábamos contra nosotros mismos y con la “grandeza” de nuestras propias creaciones.

La inestabilidad y turbulencia de los mercados laborales comenzó, así, a ser observada muy de cerca por los expertos y por los múltiples organismos nacionales e internacionales especializados en el tema, dando lugar a varios estudios que, palabras más, palabras menos, arrojaron siempre como resultado inevitable que muchos puestos trabajos se perderían, pero que otros nuevos aparecerían y los sustituirían en un nuevo orden y contexto laboral mundial.

Sin embargo, todo cambió cuando un agente microscópico y acelular, denominado SARS-CoV-2, apareció en nuestras vidas y nos demostró cuán impredecible es el futuro y cuán débiles y frágiles seguimos siendo también los seres humanos.

De la noche a la mañana nos obligaron a encerrarnos en nuestras casas y a cumplir medidas tan elementales como lavarse las manos. Al “deben cantar el cumpleaños feliz mientras se las lavan”, le siguió un bombardeo masivo de información sobre virus y pandemias.

Todo el mundo tuvo algo que decir, aún aquellos que no tenían idea alguna sobre el tema. Hasta el propio Presidente Trump, contradiciendo y dejando en ridículo a sus propios asesores, se atrevió a recetar medicamentos, poner tratamientos insólitos y cuestionar a los expertos.

Es curioso, porque recuerdo que, en mi infancia, cuando me preguntaban algo tan elemental como a qué se dedicaba mi padre, y yo les respondía que era virólogo, la mayoría de las personas se me quedaban mirando como si fuese un individuo extraño.

Pero sí, mi papá era médico especializado en Virología, titulado en la Universidad de Yale, en los años 60. Y en la Venezuela saudita, mucho antes de que Chávez apareciera en la escena política, cuando “éramos felices y no lo sabíamos”, según tienden a insistir algunos, se vio forzado a renunciar del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), precisamente, porque su sueldo no le alcanzaba para cubrir los gastos más elementales de mi familia.

Pero ahora las cosas han cambiado. La virología está en bocas de todo el mundo y los “expertos” ya no hay que buscarlos en las universidades, porque emergen como el césped de las redes sociales y del mundo político, gracias al señor Google.

En cualquier caso, lo cierto es que el coronavirus nos reveló un futuro muy distinto y menos prometedor al que nos imaginábamos. Hasta no hace mucho, nos preocupábamos por las estimaciones del Foro Económico Mundial, que presagiaban que las nuevas tecnologías destruirían globalmente 5 millones de puestos de trabajo en cinco años, cuando lo cierto es que ahora, en los escenarios más optimistas, solo en Latinoamérica, esos 5 millones de empleos se perderán en tan solo dos o tres meses, a causa del coronavirus (Podrían ser 17 millones en las estimaciones más pesimistas, aunque no por ello menos probables).

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El coronavirus también ha puesto en evidencia nuestras carencias y miserias. Ha revelado, por ejemplo, que muchos de nuestros sistemas de seguridad social no funcionaban y que nuestra capacidad para implementar un plan de ayuda hacia los trabajadores más afectados por la pandemia, es muy limitada, cuando no inexistente.

Los planes autodenominados “solidarios” son improvisados en algunos casos, mientras que en otros no ayudan a nadie, no alcanzan o, simplemente, no existen. Muy pocos latinoamericanos confían en los seguros contra el desempleo, que –como bien lo afirma el Banco Interamericano de Desarrollo- sería una herramienta clave para afrontar nuestro “nuevo” futuro. Algunos países ni siquiera cuentan con un seguro de paro forzoso, y sus niveles de informalidad son tan altos, que les resultará muy complicado maniobrar y desplegar cualquier ayuda en la actual coyuntura.

Quedamos condenados, así, a una frase que se repite una y otra vez: “ninguna nación estaba preparada para esto”, aunque antes decíamos estar preocupados por nuestro futuro.

Hemos visto, además, colapsar los sistemas de salud de países del primer mundo, como Italia y España, mientras que en Guayaquil a los muertos los tuvieron que recoger de las calles.

Entretanto, EEUU, la primera potencia del mundo, con el ejército más poderoso y los sistemas médicos más avanzados del planeta, está ahora mismo contra las cuerdas y sumando el mayor número de muertes a nivel global.

La educación tampoco logró escapar del colapso. El coronavirus también nos restregó en la cara cuán arcaicos son nuestros sistemas educativos, justo cuando se advertía sobre la necesidad de capacitar masivamente a las personas para los “empleos del futuro”.

Sabíamos que nuestra educación andaba mal, pero aún así continuamos debatiendo sobre temas tan futuristas como, por ejemplo, el teletrabajo. Algunas naciones se apresuraron –incluso- a legislar sobre esta materia, quizás para sentirse más cerca del futuro, o para intentar demostrarle al mundo que estaban a la vanguardia en ese sentido.

Pero -gracias al coronavirus- ya no se podrá ocultar más el hecho de que la mayoría de nuestros docentes –a quienes corresponde, precisamente, preparar a los trabajadores de ese futuro– no sabían hasta ahora lo que era la aplicación Zoom.

Nos estrellamos, así, contra una realidad de la que ya nos habían advertido algunas de las voces más influyentes del planeta, pero a las que nadie quiso escuchar: el curriculum sirve cada vez menos para obtener un trabajo. Y, por lo visto, seguirá sirviendo poco para alcanzar unos trabajos que ahora ni siquiera sabemos si van a existir.

Los organismos internacionales también quedaron expuestos con el coronavirus. La Organización Mundial de la Salud está bajo sospecha. Y cada vez se suman más gobiernos a las críticas por sus acciones para frenar la propagación del Covid-19.

Algunos altos funcionarios de Naciones Unidas fruncen sus ceños en señal de preocupación desde sus oficinas en Ginebra, pero les resulta muy difícil ocultar cuán tolerantes han sido también con las dictaduras que hoy le esconden al mundo sus verdaderas cifras de infectados.

En definitiva, el coronavirus nos puso en evidencia. No éramos tan capaces como pensábamos y mientras delirábamos imaginando lo grande que podía ser nuestro porvenir, dejamos de ocuparnos de las cosas más elementales. Creíamos avanzar hacia el futuro a toda máquina, pero apenas bajó la marea, un microbio nos hizo percatarnois -como diría Warren Buffett- que estábamos nadando desnudos

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