De Interés

Navidad en tiempos difíciles (y una película que disfruté)

Sobre Venezuela, las ambiciones de los actores políticos, la Navidad y Star Wars.

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En una época celebrábamos las navidades en casa de una tía, allá, en mi lejano Puerto Cabello. El familión se reunía bajo el amparo y el imperio de mi abuelo ucraniano, que también se llamaba Fedosy (el único otro Fedosy que conocí), y así disfrutábamos de unas grandes comilonas, de bailes con discos de Rafaella Carrá y con rancheras a todo dar, con sombrero mexicano incluido, pues un sobrino del dueño de la casa amaba las rancheras. Cabe decir que eran portugueses ambos, el sobrino y el dueño de la casa, que era mi tío político, el esposo de mi tía, hermana de mi mamá.

Después, con la muerte de mi abuelo, esas fiestas se acabaron y entonces cada familia empezó a pasarla en su casa. No fue malo el cambio, porque aquellas reuniones de pequeños núcleos familiares resultaron más íntimas, más hermosas. Luego, mis padres, mi hermano y yo comenzamos a pasar algunas navidades fuera. A mi padre le gustaba viajar. Había sido un hombre que no terminó sus estudios (ya lo he dicho antes), pero siempre amó la lectura, el cine y los viajes. Trabajaba de sobra para viajar. Así que nos llevó de viaje durante muchas navidades. Le encantaba Nueva York.

Alguna vez una revista de gente amiga hizo un reportaje sobre los haters y los ¿lovers? de la Navidad. Yo no sé por qué fui catalogado de hater, o así lo entendió la gente que leyó el trabajo. En realidad, lo que quise decir aquella vez fue que yo no odiaba la navidad, lejos estaba —y está— de mí ser como el Grinch. Yo no detesto la navidad; todo lo contrario: me gusta, me gusta esa armonía y esa suavidad que trae la época; ese espíritu de reconciliación y de corazón abierto entre la gente. Lo que sí desteto de la Navidad, son las gaitas en todas las tiendas, las borracheras fastidiosas y toda esas personas que transitan esos días sin el recogimiento necesario. Y cuando hablo de recogimiento necesario, no hablo exactamente de un sentir católico. Creo sí que ese ideal cristiano debería recuperarse, pero sobre todo creo que al mundo le hace falta volver un poco a un cierto sentimiento de transcendencia sensato y no fundamentalista, para nada cargado, eso sí, de la magia barata de los ángeles y de la autoayuda de medio pelo. Nos hace falta cierta ética religiosa, sí, eso creo.

La Navidad, como ninguna otra época del año, es un momento para recargarse de buena fe, de buena voluntad, de esperanza. Nada, a excepción de una fecha en el calendario, nos dice que los tiempos cambian como si se pasara un interruptor, que todo es borrón y cuenta nueva. Sólo dentro de nosotros está esa convicción: la de prepararse internamente para un cambio… a mejor.

En nuestra Venezuela de hoy, esto resulta sumamente difícil, y resulta sumamente difícil porque quienes nos gobiernan son los primeros que olvidan el carácter sagrado de estos días. No pueden, no pueden con el hambre de poder, su mediocridad no los deja crecer en el alma. Y así vivimos en este país mal gobernado que no aporta felicidad a nadie, a pesar de que algunos mal insistan en que esta es una revolución del amor.

Aquí no hay amor, hermanos. El sobrino de una amiga vio su muerte acelerada por falta de medicamentos: aquí no hay amor. Un conocido fue torturado, asesinado y descuartizado y, para colmo, los asesinos obligaron al padre a recoger los pedazos de su hijo: aquí no hay amor.
El país no ayuda para que en nosotros se pueda conformar un cierto estado espiritual. De eso no cabe duda.

Pero hay que intentarlo. Si lo intentamos en nuestras casas, si lo intentamos cada uno de nosotros, creo yo —creo yo— que algo lograremos. Por lo menos, haciendo esto, creo que nos preparamos para tener más fuerza frente a lo que viene.

¿Saben una cosa? Por ahí he visto cuánto despotrican contra la nueva película de las guerras de las galaxias. Yo no voy a decir si la película es buena o mala, yo no voy sumirme en consideraciones intelectuales; no. Yo lo que voy a decir es que fui con mi hijo al cine a ver la película, y fui además a ver una historia que retoma aquellos personajes de aquella primera película que en 1977, a mis siete años, me llenó de emoción. Aquella película dejó una marca en mí, una isla agradable que en ocasiones me salva con su inocencia épica. Yo jugué durante años a imaginar que tenía espadas láser y durante años me quise enamorar de una Leia Organa.

Hace poco, de hecho, los alumnos de la UCAB me invitaron para que guiara un foro sobre el capítulo IV (aquella primera película del 77). ¿Qué les dije a los alumnos para empezar? Que la película era tontísima y que estaba llena de errores. Un detalle como ejemplo: Leia cae en un basurero asqueroso con agua estancada hasta las rodillas, y cuando sale su ropa está pulcra y reluciente. Sí, es tontísima la peli, ¿pero quién puede negar su encanto? ¿Quién puede negar que se trata de un clásico que nos llena de ilusión?

Treintaiocho años después fui al cine para ver de nuevo a Han Solo, a Leia Organa, al Falcon Millenium, a Chewbacca, a R2D2, a C3PO, a Luke Skywalker y al nuevo prospecto de Darth Vader. Y sí, yo estaba estúpidamente emocionado, y sí, disfruté, aunque, tal como señaló el amigo Sebastián Cova, un mejor conocedor de estas cosas, la cinta es una reproducción estructural muy cercana al episodio IV. Pero no me importa. ¿Saben por qué? Porque luego de treintaiocho años, estoy vivo para ver la peli. Porque treintaiocho años después fui con mi hijo. Porque aún con mis cuarentaicinco a cuestas sigo creyendo en el poder de la imaginación, ese poder que, así opino, puede hacernos mejores personas.

Amigos, el padre del niño de tres años que murió por falta de medicamento, no podrá ir con su hijo a ver éste ni ningún otro episodio de las guerras de las galaxias. El conocido que fue torturado, que murió de dos balazos y luego fue desmembrado, ese conocido mío, no irá nunca más al cine con sus hijos. Y el padre de ese conocido mío, que tuvo que recoger los miembros de su propio hijo, tampoco.

Sé que en ocasiones me desvío y que parece que deliro. Sé que ustedes se estarán preguntando ahora qué tiene que ver el nuevo episodio de las guerras de las galaxias con lo que escribía al principio sobre cierto estado de trascendencia.

Yo les respondo que el asunto sí tiene relación. Para mí sí tiene. Porque allí, en ese disfrute del cine, de la película tonta, según algunos criterios, hay cierto estado espiritual, cierta paz, cierta renuncia al mal, cierto negación al amor revolucionario, a la «inteligencia» de la izquierda, al falso ideal altruista hacia el pueblo, hacia todas esas vainas que han estado tan mal llevadas y que sólo han traído desgracias.

La Navidad me recuerda que soy ser humano, que dentro de mí hay algo bueno que persiste en el bien. Lo mismo el cine. Desde el film más intenso hasta el más entretenido blockbuster. De hecho, yo he ido dejando de «criticar» películas: simplemente las asumo como mera diversión, pero también desde una necesidad espiritual, casi religiosa de apartarme del mundo por un instante y llenarme de esa imaginación sanadora. El cine así como una oración, digamos.

Pero ya ven, no es fácil; estamos en navidades y pasan todas estas cosas horribles. Estamos en navidades y ahí tenemos al gobierno en una lucha desesperada por no perder el poder que ya desde hace tiempo lo tiene perdido por causa de su inoperancia y su altísima corrupción. Estamos en navidades, y uno quisiera que este país fuese mejor. Yo, dentro de mí, trabajo por sentirme mejor. Y además fui al cine y disfruté mi película.

Les deseo, queridos lectores, una feliz tranquilidad de alma, tan necesaria para estar con las personas queridas. Les deseo días sin demasiadas gaitas estridentes, sin borracheras, sin furias y con la fuerza necesaria para sobrellevar las tristezas. Muchas gracias por leerme, muchas gracias a todos. Feliz Navidad.

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