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Opinión | Cuento de cuarentena

Hubo países donde pensaron que el virus letal se quedaría en el país grande, pero se equivocaron. Personas que a pesar de las restricciones lograron huir, lo llevaron consigo a todas partes. Campañas de información caían ante las campañas de desinformación

El mundo queda desolado por el coronavirus. Foto: AFP
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En un universo paralelo al nuestro hay un sistema planetario donde hay un planeta azul. Allá hay vida tal como la conocemos nosotros. Pero los seres que lo habitan quieren destruirlo. Los gobernantes de todos los países cada vez son peores. Inescrupulosos, hipócritas, y muchos también son asesinos. En aproximadamente 10.000 años de historia, en vez de avanzar han retrocedido. Solo les importa el poder y para detentarlo no se paran ante nada. Hacen uso de las armas, de la droga, de las religiones. También de la ciencia. Porque los grandes avances científicos en manos de personas inescrupulosas, también se convierten en armas. Y ésta es la historia que les quiero relatar.

Uno de los países más grandes de ese planeta azul contrató a un renombrado científico de otro país para que viniera a trabajar en uno de sus laboratorios más importantes. Allí, los científicos son brillantes, pero están vigilados por el Estado día y noche. No los dejan salir del país. Ganan bien, muy bien, pero no son libres.

Al científico visitante lo agasajaron. Le rindieron honores como si se tratara de un mandatario. Y cuando este bajó la guardia, con algo semejante a lo que aquí en la Tierra llamamos “burundanga”, le sacaron sus secretos más profundos. Le pagaron muchísimo dinero, tanto, que el primer sorprendido fue él. Tuvo temor de que en su país sospecharan de que había hecho más de lo que él creía haber hecho, y decidió no declarar las ganancias. Mala cosa. Lo descubrieron y lo encarcelaron. Casi todo lo que había ganado, lo gastó pagando su fianza.

Mientras tanto, en aquel país grande, los científicos continuaban con su trabajo en el laboratorio. Un día llegó una comisión del alto mando militar a informarles que no podrían salir del laboratorio hasta tener el virus listo. Las órdenes eran claras: tenía que ser efectivo, letal (dirigido a acabar con personas mayores de 70 años y personas débiles o enfermas, tuvieran la edad que tuvieran). Además, debía ser de fácil contagio para que la enfermedad se propagara de manera exponencial. ¿La razón? No disponían de suficiente dinero para mantener a los viejos y a los enfermos.

Hubo científicos que rehusaron continuar el trabajo, pero de inmediato les enseñaron películas de sus seres queridos, que habían sido trasladados a instalaciones militares de alta seguridad. Una joven científica dijo que, aunque la amenazaran, ella no iba a hacer eso, y de un tiro en la cabeza cayó muerta. Otros dos científicos, una mujer y un hombre, también fueron asesinados a sangre fría frente a sus colegas, por negarse también. Entonces los demás pidieron hablar entre ellos, a solas, y decidieron que del virus podían salvarse, pero no de los militares. Terminaron su trabajo a tiempo y el virus comenzó a propagarse. Era un virus de la familia de las diademas. La cepa, la número 19. Lo identificaron como el DIVID19.

El primer centro urbano afectado, por supuesto, fue el de la universidad donde estaba el laboratorio. A los tres días el número de infectados era tan grande, que cerraron todas las vías de acceso. Nadie podía entrar ni salir, por ningún medio ni motivo. Tal como esperaba el alto gobierno, comenzaron a fallecer ancianos. Para disimular su fechoría, construyeron hospitales en tiempo récord. Pero la gente seguía muriendo. Llegó un momento en que el número de enfermos era tan grande, que la solución del régimen central fue soldar las puertas y ventanas de las casas donde hubiera enfermos, para que murieran adentro. Fueron más «benevolentes» que uno de sus países vecinos, donde el mandatario -un gordo ególatra y desquiciado- decidió matar a todo el que presentara síntomas del virus.

Poco se sabía en el resto del planeta. Pero la globalización terminó por imponerse. Y la economía –siempre la economía– empezó a acusar el resultado del virus. Las bolsas del mundo cayeron estrepitosamente. En el hemisferio libre, los tenedores de acciones comenzaron a vender al precio que fuera, lo que representó para muchos una gran pérdida. Cuando el porcentaje de caída estaba cerca de 50%, ¡oh, sorpresa! los inversionistas del país grande compraron a precio de gallina flaca las compañías del mundo libre, y también sus licencias. Una maniobra que nadie se esperaba.

Hubo países donde pensaron que el virus letal se quedaría en el país grande, pero se equivocaron. Personas que a pesar de las restricciones lograron huir, lo llevaron consigo a todas partes. Campañas de información caían ante las campañas de desinformación. Muchos pensaron que era una gripe (como la influenza que da aquí en nuestro mundo), pero se equivocaron. Los hospitales en todas partes colapsaron: no había suficientes camas ni respiradores, las medicinas no curaban, no había suficientes tapabocas, batas, cobertores, guantes ni ningún otro implemento médico. El pánico cundió.

Entonces, salió el país grande al rescate: ellos tenían la forma rápida y expedita de proveer a todo el planeta azul con los implementos médicos necesarios y, además, anunciaron que en poco tiempo tendrían la vacuna para el mismo virus que ellos habían creado.

¿Ciencia ficción? Dicen los físicos cuánticos que en los universos paralelos cualquier cosa es posible.

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